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Geoarte,
La
Tierra
es
una
obra
de
arte
El
Geoarte,
aunque
parezca
que
acaba
de
nacer,
tiene
diez
años
de
vida.
Ha
sido
un
proceso
lento,
laborioso
y
placentero,
casi
artesanal,
hasta
que
finalmente
esta
idea
puede
al
fin
ver
la
luz.
Es
pura
experimentación
y
juego
con
el
color
y
la
forma.
Pero
también
búsqueda
y
desarrollo
personal.
Huye
pues
de
catalogaciones,
serializaciones
o
etiquetas.
La
definición
más
formal
del
Geoarte,
son
imágenes
del
planeta
que
parten
de
los
satélites,
y
a
partir
de
esta
referencia
trabajo
sobre
ellas,
o
las
interpreto
pictóricamente
de
forma
directa,
o
me
inspiro
en
ellas
para
crear
una
obra
completamente
autónoma.
También
me
sirven
para
com-
pararlas
con
imágenes
de
suelos,
texturas
o
formas
biológicas,
creando
así
un
diálogo
enrique-
cedor
entre
lo
micro
y
lo
macro.
Es
por
tanto
un
arte
que
se
inspira
en
una
fotografía,
pero
que
no
le
debe
nada
a
ella,
sino
que
lo
trasciende,
es
solo
una
herramienta
mas
en
un
largo
proceso.
Las
pinturas
nos
llegan
con
una
primera
apariencia
de
abstracción,
pero
siguiendo
el
ejemplo
de
Perez
Aguilera,
una
mirada
mas
detallada,
nos
desvela
que
no
se
pierde
la
referencia
de
la
rea-
lidad.
El
Geoarte
es
una
pintura
filosóficamente
y
psicológicamente
espiritual
e
ideológicamente
con-
servacionista.
Es
algo
mágico,
mítico
y
profundo,
es
algo
que
se
puede
tocar,
es
orgánico
y
es
natural,
pero
al
mismo
tiempo
es
simbólico,
es
parte
de
nosotros,
o
nosotros
somos
parte
de
ello.
Al
mismo
tiempo
la
serie
Geoarte
que
es
un
goce
para
la
vista,
tiene
además
un
mensaje
profundo
conservacionista
y
ecologista.
Es
un
estilo
sin
más
pretensión
intelectual
que
la
de
colocar
a
la
tierra
en
el
centro
de
todo
el
mensaje
humano,
y
que
tiene
como
mayor
exponente
la
obra
del
planeta
tierra
al
completo,
la
esfera
del
planeta
plasmada
sobre
un
metro
por
un
metro.
Esta
plasmación
ha
implicado
un
sen-
timiento
de
búsqueda
pero
también
un
juego
de
intuiciones
y
razones.
Tanto
los
tipos
de
pinturas
usados,
acrílicos
liquidos,
espátulas,
geles
y
texturas,
como
los
sopor-
tes,
madera
por
un
lado
y
por
otro,
carton
pluma
sobre
vinilo,
buscan
extraer
las
mejores
cualida-
des
del
acrílico
líquido.
He
querido
que
cada
medio
represente
y
se
comporte
de
forma
artificial
de
la
misma
forma
que
lo
haría
en
el
medio
natural.
Es
decir,
los
mares,
ríos
y
lagos
están
representados
con
acrílico
liquido,
que
se
ha
ido
mezclando
de
forma
natural,
esto
es
con
pocas
ayudas
de
pinceles
y
otro
tipo
de
herramientas.
La
tierra
está
representada
con
adición
de
algunas
arenas,
o
geles
que
la
simulan
y
las
nubes
y
otros
elementos
gaseosos.
Es
decir,
el
agua
con
agua,
la
tierra
con
tierra
y
el
aire
con
aire.
En
fotografía,
el
Geoarte
son
fotocomposiciones
asistidas
por
ordenador
que
buscan
una
fusión
entre
el
hombre
y
la
naturaleza.
El
ejemplo
más
claro
es
la
mano
cuyas
venas
se
han
convertido
en
las
bocas
del
rio
Missisipi.
Las
fotografías
acompañan
en
la
exposición
a
las
pinturas
para
enriquecerlas.
Y
por
último
está
la
palabra,
la
poesía
y
la
literatura.
Los
geoversos
están
hechos
sobre
un
mapa,
pero
también
sobre
una
persona.
Detrás
de
cada
poema
hay
una
persona,
a
la
que
se
retrata
en
el
poema,
siendo
además,
el
paisaje,
la
geografía
del
país
donde
nace,
protagonista
del
hecho
creativo.
Siempre
hay
una
referencia
concreta
de
la
que
se
parte,
por
tomemos
como
ejemplo
"Mirada
El
proceso
del
Geoarte
Todos
somos
el
todo
Todos
los
protagonistas
de
los
relatos
nos
vienen
a
decir
lo
mismo,
son
distintas
formas
de
decir
lo
mismo.
Que
cada
uno
de
nosotros
está,
estará
o
ha
estado
aquí
para
sentir
lo
mismo,
que
no
somos
tan
distintos
y
que
el
egoismo
mal
entendido
no
conduce
a
nada.
Celebra
la
conexión
misteriosa
y
el
tiempo
sencilla
de
unos
con
otros
que
aun
conservan
las
culturas
antiguas,
pero
que
nosotros
hemos
perdido.
La
conciencia
de
que
nuestro
camino
pasa
por
lugares
comunes.
La
búsqueda
de
la
verdad,
como
una
misteriosa
pero
profunda
convicción
de
lo
ineludible.
Una
certeza
que
nos
conduce
a
nuestro
completo
desarrollo
como
seres
humanos
en
el
más
pleno
sentido
de
la
palabra.
Una
necesidad
de
ir
más
allá
del
accidental
teatro
artificial
de
plástico
que
se
nos
ofrece
cada
día.
Un
anhelo
de
quitarnos
de
los
ojos
ese
velo,
esa
venda
para
olvidar
lo
accesorio,
buscar
lo
más
profundo
en
los
otros,
en
los
paisajes,
entre
las
piedras.
Una
pequeña
rebelión
individual
buscando
la
alegría
de
lo
cotidiano,
alejándonos
de
forma
natu-
ral
de
la
intransigencia,
las
consignas
y
los
dogmas,
y
contemplándolo
todo
desde
una
pers-
pectiva
aéreas.
Tomando
elementos
de
todas
las
tradiciones
y
culturas.
Moldeando
con
mira-
da
de
alfarero,
una
nueva
percepción
de
la
realidad.
Los
personajes
de
estos
relatos
se
desatan
suavemente
-pero
con
una
convicción
inquebran-
table-
de
su
destino,
para
buscar
la
belleza,
la
felicidad
y
la
paz,
por
encima
de
las
ciudades,
de
los
países,
de
las
épocas,
de
los
reyes,
de
las
ideologías,
de
las
lenguas
y
las
monedas.
También
buscan
entablar
una
conversación
íntima
con
la
dama
negra,
la
que
no
tiene
nombre,
o
es
el
mismo
en
cada
rincón.
Una
dama
que
sobrevuela
estas
letras
igual
que
nuestras
vidas,
y
a
la
que
hay
que
hablarle
de
vez
en
cuando
para
que
no
se
nos
olvide
que
existe,
y
cuando
llegue
la
veamos
como
a
una
vieja
amiga,
y
nos
perdamos
en
la
bruma
charlando
con
ella
amenamente
sobre
lo
divino
y
lo
humano.
Si
cuando
leas
alguno
de
estos
relatos,
alguien
te
propone
una
nueva
forma
de
abrazar
el
mundo,
y
la
aceptas,
éstas
letras
habrán
cumplido
sobradamente
su
cometido.
Una
lúcida
anciana
me
recomendó
en
una
ocasión
sin
titubear:
leer
mucho,
viajar
mucho
y
con-
versar
mucho,
pues
esas
son
las
claves
para
mantener
una
mente
ejercitada
al
final
de
tu
vida.
A
ello
me
entrego
cuando
puedo
en
cada
palabra,
en
cada
letra,
en
cada
suspiro,
esperando
que
el
destino
me
regale
nuevas
formas
de
abrazar
al
mundo.
Sabiendo
que
cada
uno
de
nos-
otros
tiene
su
propia
forma
de
abrazarlo.
Mi
vida
cambió
un
solsticio
de
invierno,
cuando
menos
horas
de
sol
hay,
la
oscuridad
se
enseñorea
de
la
tierra
y
antiguas
fuerzas
se
enseñorean
del
aire.
Lo
entenderás
en
seguida.
Era
un
día
24
de
diciembre
por
la
mañana
y
aproveché
el
único
día
soleado,
en
medio
de
tanta
lluvia
para
huir
a
mi
huerto.
Aquella
visita
me
hizo
retomar
el
contacto
con
lo
más
profundo.
Yo
soy
Luis,
vivo
en
un
pueblo
perdido
de
México.
Y
soy
el
hijo
de
un
campesino
que
murió
hace
tiempo,
mientras
trabajaba
en
el
campo.
Todos
mis
hermanos
se
dedican
a
oficios
distintos,
pero
yo
trabajo
el
campo
por
afición.
Ese
día,
el
agua
inundaba
todos
los
sembrados
y
olivares,
y
los
improvisados
riachuelos
cortaban
los
caminos
de
parte
a
parte
con
profundas
hendiduras
desfigurando
profundamente.
¡Qué
triste¡.
Si
todo
esto
era
hasta
hace
poco
una
plácida
campiña
que
había
dado
de
comer
durante
siglos.
¿Qué
está
cambiando?.
No
lo
sé,
pero
lo
averiguare-
mos
pronto.
El
viento
rugía
de
una
forma
implacable,
como
nunca
antes,
trayendo
sobre
su
voz
ecos
de
furia
contenida
y
de
inmensidades
oceánicas.
Entendí
que
pronto
llovería
y
me
apresuró
para
llegar
pronto
a
los
huertos
vecinales.
Allí
labran
la
tierra
muchas
personas
pero
hoy
no
hay
nadie,
por
ser
víspera
de
un
festivo
como
navidad.
Entré
y
cerré
la
puerta.
Allí
había
una
silla
que
alguien
abandonó,
la
acerqué
al
huerto
y
dejó
allí
mi
chaqueta
de
paño
negro
colgada
sobre
el
respaldo
y
las
gafas
de
sol,
sobre
el
asiento,
con
las
patillas
cruzadas.
Empecé
a
trabajar
sobre
el
huerto,
a
quitar
las
malas
hierbas
y
a
coger
las
papas,
rábanos,
rúcu-
la,
zanahoria,
y
coles.
Pensaba
hacer
una
rica
ensalada
de
navidad.
Ya
se
que
no
es
muy
común
pero
me
apetecía
comer
sano
y
no
tanta
grasa.
Me
sentí
orgulloso
de
mi
trabajo
y
se
me
pasó
por
la
cabeza,
que
mi
padre
estaría
orgulloso
si
me
viera
trabajar
el
campo,
algo
que
hacía
por
primera
vez.
Tanto
que
cuando
de
repente,
la
mirada
me
traía
involuntariamente
la
mancha
negra
de
la
chaqueta
sobre
la
silla,
parecía
que
allí
había
otra
persona.
Me
lo
expliqué
por
la
falta
de
costumbre
de
aquella
visión,
pero
no
solo
me
pasó
una
vez
sino
varias
más.
Cada
vez
que
veía
la
chaqueta
de
soslayo
me
parecía
que
allí
había
alguien
más.
Una
sensación
extraña
se
apoderó
de
mí.
Cuando
me
acerqué
a
la
silla
para
soltar
en
un
plástico
las
verduras
me
sorprendí
de
que
las
Solsticio
de
invierno
Adentro
estoy
oyendo
el
run
rún
de
las
voces
en
la
oficina,
mientras
aparto
los
visillos
de
la
ven-
tana
de
mi
oficina
y
mis
colegas
se
quejan
por
tonterías
como
si
fueran
las
más
importantes
del
mundo.
Hace
un
calor
sofocante.
Afuera,
Raúl,
el
anciano
vagabundo
ciego
cruza
la
calle
sorteando
los
vehículos
que
circulan
por
aquella
arteria,
guiado
por
su
perro
cuya
mirada
nos
tiene
enamorados.
El
perro
nos
llevó
a
querer
a
su
dueño
y
gracias
a
él
descubrimos
la
verdad,
su
verdad.
¡Mierda!.
el
pobre
perro
se
asusta
en
medio
de
un
caos
de
ruedas
y
humo
insalubre.
Ha
mordido
a
un
motorista
que
dio
propina
una
patada,
provocando
un
accidente
de
tráfico.
¡Hay
que
llamar
a
la
ambulancia!.
Grito
señalando
a
la
calle.
Mis
compañeros
me
miran
sorprendidos.
Salgo
corriendo
a
la
calle.
En
medio
de
la
avenida
yacen
sin
sentido,
el
viejo
indigente,
un
motorista
y
su
perro
blanco
en
medio
de
un
caos
de
vehículos
y
sangre.
Llamo
a
la
policía,
que
llega
a
la
media
hora
llevándose
al
perro
y
su
dueño.
Cuando
intento
acercarme
a
ayudar
la
policía
me
retiene,
digo
que
lo
conoz-
co.
Gracias
a
mí
pudieron
identificarle.
Después
de
aquello,
nunca
más
volvimos
a
verle.
De
vuelta
a
mi
mesa,
me
siento
impotente.
Un
famoso
escritor
dice
por
Youtube:
no
hay
nada
nuevo
que
escribir
ni
inventar,
todo
está
ya
crea-
do.
Me
siento
impotente.
-Las
guerras
pasadas
ya
no
interesan
a
nadie.
Interesa
la
guerra
de
hoy.
Métetelo
en
la
cabeza.
Dijo
apuntándome
con
el
dedo,
amenazadora,
mi
amada
directora.
Tiró
sobre
la
mesa
la
portada
Los
ojos
de
Maga
En
medio
de
la
desesperación
Toni
encontró
como
salido
de
la
nada
a
Joan,
el
mejor
amigo
de
su
padre,
que
había
viajado
desde
que
salieron
de
Solsona
con
ellos
sin
haberse
encontrado.
Toni
solo
supo
decirle
entre
lágrimas:
-Ayúdame
por
favor,
mi
hermano....
-¿Raúl
está
bajo
la
nieve?.
-Creo
que
sí….
Inmediatamente
Joan
organizó
grupos
de
búsqueda.
Entre
ellos
había
milicianos
rastreadores
conocedores
de
la
montaña,
con
sus
perros.
Los
canes
no
tardaron
en
encontrar
algunas
pisa-
das
humanas,
que
pronto
se
perdían
bajo
la
nieve.
Los
dos
perros
rastrearon
cerca
de
una
hec-
tárea
en
una
media
hora
y
de
pronto
encontraron
una
mano
en
medio
de
la
nieve.
Siguieron
cavando
y
encontraron
a
Raúl
que
estaba
semi-inconsciente.
Cuando
Raúl
abrió
los
ojos
por
fin,
vio
a
su
hermano
con
lágrimas
en
los
ojos,
a
un
grupo
de
hombres
a
su
alrededor
y
un
perro
labrador
de
color
blanco
empezó
a
lamerle
en
la
mejilla,
diciéndole
"bienvenido
a
la
vida".
-Gracias
a
él,
estás
con
vida.-,
dijo
señalando
al
perro.
El
director
no
hizo
ningún
comentario,
descolgó
el
auricular,
me
dio
la
mano
con
una
sonrisa
que
yo
intuí
de
enhorabuena
y
me
hizo
salir
del
despacho.
Una
hora
después,
habían
decidido
que
la
historia
de
Raúl
se
publicaría.
El
reportaje
de
dos
páginas
había
quedado
genial,
estaba
satisfecho
de
mí
mismo.
Una
grata
sensación
que
no
duró
mucho.
Al
poco
rato
me
llamó
el
director
para
decir
que
necesitaba
mis
dos
páginas
por
algo
importante.
La
historia
de
Raúl
nunca
llegó
a
ver
la
luz.
Saqué
con
la
impresora
el
reportaje,
lo
doblé
y
lo
metí
en
un
sobre.
El
sobre
fue
lo
único
que
pude
dejarles
como
un
silencioso
homenaje
en
la
tumba
de
Raúl
y
Maga.
El
nacimiento
de
Yemayá
estado
tan
perdida
en
su
mundo,
que
no
hacía
demasiado
caso
a
su
marido,
siempre
ocupado
en
sus
negocios.
En
los
últimos
meses
había
buscado
consuelo
a
su
soledad
acudiendo
a
las
reuniones
de
grupos
de
mujeres
ricas
de
la
ciudad,
pero
resultaron
acartonadas
y
previsibles,
terminando
por
aburrirle.
Habría
dejado
de
ir
si
no
fuese
porque
una
tarde
apareció
en
el
salón
de
los
espejos
del
Casino
de
los
Artesanos,
una
mulata
cubana
con
un
brillo
especial
en
la
mirada.
Perla
pronto
se
convirtió
en
el
centro
de
las
reuniones
gracias
a
su
sabiduría,
a
sus
buenas
maneras,
que
enseguida
sorprendieron
a
todos,
a
pesar
de
que
se
le
intuía
un
pasado
más
que
turbulento
y
un
origen
ínfimo.
Sin
embargo
era
un
placer
oírla
evocar
viajes
a
remotos
lugares
de
los
pantanales
de
la
selva
de
Brasil,
infestados
de
pirañas,
adonde
ella
acudía
para
recoger
las
plantas
con
que
hacía
sus
mezclas
y
cocciones
para
adivinar
el
futuro
o
administrar
remedios
naturales.
Rememoraba
fies-
tas
populares
sobre
las
murallas
de
Cartagena
de
Indias
en
donde
la
invitaban
a
fiestas
privadas
de
algún
político-narcotraficante
que
siempre
engendraban
extrañas
parejas
de
carcamales
podridos
de
dinero
y
droga
con
modelos,
presentadoras
de
televisión
o
cantantes
de
moda.
En
todos
esos
ambientes
brillaba
la
negra
Perla,
y
en
todos
ellos
era
simplemente
una
sagaz
obser-
vadora.
Rita
se
dejó
seducir
por
aquella
negra,
que
comenzó
a
llevarla
a
los
barrios
del
extrarradio
y
allí
le
mostraba
las
miradas
de
la
necesidad
en
niños
hambrientos
y
madres
solteras,
maltratadas
por
mil
y
un
hombres,
que
chapoteaban
en
medio
del
fango
de
la
nada.
De
allí
le
nació
la
necesi-
dad
de
ayudar,
pues
Rita
se
identificó
tanto
con
aquellas
mujeres,
que
pensó
que
era
una
cues-
tión
de
pura
suerte
que
ella
misma
no
se
encontrara
en
esa
circunstancia.
Todas
aquellas
muje-
res
estaban
o
habían
estado
sujetas
a
la
voluntad
y
capricho
de
un
hombre.
Y
por
vez
primera
en
su
vida
entendió
la
necesidad
de
que
una
mujer
se
ganase
su
propia
independencia
económica.
Quizá
por
eso
Perla
fascinaba
tanto
a
mujeres
como
a
hombres.
Cuando
en
la
placidez
de
la
tarde
soleada
de
la
casita
de
madera
de
las
afueras
y
después
de
haberse
volcado
el
uno
en
el
otro,
Perla
contó
a
Paulo
su
amistad
con
su
esposa,
él
entendió
perfectamente
que
su
vida
estaba
en
manos
de
aquella
mujer.
No
se
alarmó
porque
sabía
que
a
pesar
de
toda
la
parafernalia
externa,
era
una
mujer
de
princi-
pios
de
la
que
te
podías
fiar.
Con
el
tiempo,
Paulo
se
dio
cuenta
de
que
aquella
amistad
entre
las
dos
mujeres
podía
beneficiarle.
La
Perla
nunca
defraudó
a
Paulo
ni
le
traicionó,
fue
la
naturaleza
la
que
se
encargó
de
hacer
el
resto.
Paulo
había
acudido
a
una
consulta
y
le
habían
administrado
un
tratamiento
de
fertilidad.
De
repente
Rita
supo
que
Perla
había
tenido
que
irse
de
la
ciudad
aunque
no
se
extrañó
teniendo
en
cuenta
su
naturaleza
viajera.
Luego,
ya
no
tuvo
tiempo
de
preocuparse
más
porque
llegó
la
noticia
que
cambiaría
definitivamente
su
vida.
Supo
que
estaba
embarazada
y
eso
les
convirtió
en
un
matrimonio
casi
feliz.
Durante
la
gesta-
ción,
vivieron
los
momentos
más
dichosos
de
su
vida.
Mientras
crecía
una
nueva
vida
en
el
inte-
rior
de
Rita,
Paulo
veía
crecer
poco
a
poco
su
sueño
de
tener
una
pequeña
casa
de
huéspedes,
que
había
podido
comprar
gracias
a
su
afán
de
ahorro.
Una
madrugada
lluviosa,
Rita
se
puso
de
parto
casi
sin
avisar
y
Paulo
sólo
tuvo
tiempo
de
coger
el
coche
y
cruzar
la
ciudad
bajo
la
lluvia.
Nacería
una
niña
de
cara
redondita
y
guapa
a
la
que
pusieron
de
nombre
Yemayá.
Fue
una
niña
emprendedora
y
traviesa,
como
su
padre,
y
al
tiempo
soñadora
y
melancólica
que
él
compró
una
vez,
pero
ni
siquiera
se
lo
puso
porque
le
parecía
que
iba
disfrazado,
que
no
sería
él
mismo.
Le
parecía
que
intentaba
aparentar
lo
que
no
era.
La
casa
se
le
llenó
de
gente.
Los
que
estaban
cerca
de
la
cama
lloraban
como
con
más
ganas,
pero
los
más
de
más
lejos
charlaban
animadamente.
Vi
a
una
mujer
cuyo
rostro
me
resultó
familiar
diciendo,
¡abuelo
de
mi
alma!,
qué
asco
me
da
a
veces
la
boca
que
tengo.
Si
yo
te
dije
hará
dos
días
que
te
dejes
de
tonterías
y
te
dediques
a
tu
casa,
tantos
disgustos
y
tantas
preocupaciones
no
podían
ser
nada
bueno
para
tu
corazón
de
cristal
y
tu
me
dijiste:
mañana
lo
dejo
Francisca,
cuando
termine
ésta
reunión.
Y
yo
te
repliqué
que
a
veces
cuando
se
quiere
uno
dar
cuenta
es
demasiado
tarde
para
dejar
las
cosas
porque
son
las
cosas
las
que
te
dejan
a
ti.
¡Que
asco
me
da
a
veces
la
boca
que
tengo.
Abuelo
de
mi
sinrazón!.
Me
senté
en
la
cocina
junto
a
dos
viejas
charlatanas
que
comadreaban,
y
me
sentí
alegre
de
que
todo
aquello
continuara
como
si
nada,
el
círculo
de
la
vida,
el
gran
teatro
del
mundo.
Un
poco
harto
de
todo
aquello
me
fui
a
la
casa
del
vecino.
Allí
resguardaron
a
mi
nieto
de
tres
años.
El
niño
dormía
quedamente
sobre
la
blanca
almohada
besado
por
el
sol.
Me
acurruqué
allí
junto
a
él,
le
abracé
y
le
canté.
En
sueños
le
transmití
sentimientos.
La
sorpresa
de
los
primeros
días,
la
alegría
del
trabajo,
la
actividad
febril
del
aprendizaje,
la
emoción
del
primer
amor,
del
primer
beso,
el
deseo.
El
respe-
to
a
las
mujeres,
el
amor
a
las
artes
y
las
cosas
que
elevan
el
espíritu.
El
cariño
a
las
conversa-
ciones
reposadas
en
que
las
letras
transcurren
sobre
los
bordes
de
las
tazas
de
café
y
se
enre-
dan
en
pequeñas
columnas
de
humo.
Le
transmití
todo
eso
y
mucho
más
para
que
cuando
él
quiera
algún
día,
asciendan
de
su
instin-
to
hasta
sus
labios.
Al
día
siguiente
anduve
todo
el
rato
vagabundeando
por
la
casa
despistado
hasta
que
alguien
me
llamó
y
me
dijo:
la
hora.
¡Ah!,
no
tengo
reloj.
La
hora.
No
sé
que
hora
es,
¿usted
tiene
hora?,
le
pregunté
a
uno
que
me
ignoró,
como
si
no
me
viera.
Y
el
otro
me
volvió
a
decir.
La
Hora:
que
ha
llegado
La
Hora.
Es
la
hora
de
partir.
El
muerto
era
una
de
esas
personas
que
poco
a
poco
se
van
haciendo
tan
indispensables,
que
cuando
no
están,
parece
como
si
al
mundo
le
costase
más
trabajo
girar.
La
gente
lloraba
en
el
velatorio.
Ulises
nunca
llora.
No
le
salen
las
lágrimas.
Los
ancianos
del
velatorio
conversaban
en
sillas
contiguas
a
la
suya.
A
él
le
pareció
que
el
único
sentido
de
la
charla
era
revelarle
secretos
imposibles
de
ser
descubiertos
durante
mil
vidas
intensas.
Él
quiso
retenerlo
todo.
Pero
ellos
le
miraron
con
una
calma
infinita,
como
diciéndole,
todo
esto
se
que-
dará
grabado
para
siempre
dentro
de
tu
alma.
De
repente
desperté
y
recordé
que
la
noche
anterior
se
había
acostado
con
el
presentimiento
de
que
alguien
iba
a
morir.
Me
levanté
y
en
la
ducha
intenté
tonificarse
para
alejar
los
malos
recuerdos
del
sueño,
mientras
el
agua
me
tamborileaba
en
la
cabeza
plácidamente.
El
café
del
desayuno
me
terminó
de
reconciliar
con
el
mundo,
y
el
sabor
de
la
mermelada,
con
el
placer.
El
periódico
de
la
mañana
me
confirmó
que
todo
seguía
igual
en
el
absurdo
mundo.
Disipé
por
completo
los
temores
anunciados
por
sus
presentimientos
y
cogí
mis
cosas
para
irme
a
trabajar.
Fue
entonces
cuando
sonó
el
teléfono
y
una
voz
conocida
al
otro
lado,
me
anunció
la
muerte
de
mi
abuelo.
"La
música
llegaba
desde
el
interior
de
la
casa.
Febrer
m'ha
duit
la
carta
tan
Precisa
vol
que
els
lilàs
s'obrin
pel
dits
i
en
el
cor
m'hi
creixi
una
palmera
que
exigent
que
ve
la
Primavera!.
Que
exi-
gent
que
ve
la
Primavera
i
el
meu
cor
tan
malaltís
tinc
por
que
es
cremi
dintre
la
foguera,
no
puc
desfer-me
del
seu
encís.
Mar,
estaba
-como
de
costumbre-
pintando
un
paisaje,
apurando
los
últimos
días
de
vacaciones
en
Dalt
Vila.
El
azul
llenaba
todo
el
cuadro,
azul
melancolía,
azul
recuerdo,
azul
tiempo.
De
repente,
Mar,
vio
un
hombre
que
tomaba
el
sol
desnudo
entre
rocas.
El
no
podía
divisarla.
Abandonó
el
cuadro,
y
avisó
a
su
marido
que
iba
a
dar
un
paseo
y
se
adentró
por
algunos
senderos
que
bajaban
hacia
las
cuevas
colgadas
en
los
acantilados.
Acostado
en
una
roca
plana
y
levemente
inclinada
sobre
el
mar
estaba
un
joven
de
apenas
treinta
años
con
cuer-
po
de
atleta,
cabellos
morenos
ensortijados.
De
repente
el
joven
se
sintió
observado,
se
irguió
levemente
y
la
siguió.
Ella
se
avergonzó
y
se
escondió
aún
más.
El
joven
se
levantó
y
se
dirigió
a
ella.
Mar
se
quedó
inmóvil
y
salió
corriendo,
presa
del
miedo
y
la
vergüenza,
confundida,
se
perdió
árboles
y
peque-
ños
senderos.
Resbaló
sobre
unas
piedras
que
se
habían
desprendido
bajo
sus
pies
del
estrecho
sendero
col-
gado
sobre
el
precipicio
y
a
punto
estuvo
de
caerse
al
mar,
de
no
ser
porque
acertó
a
llegar
a
sus
manos
la
rama
de
un
árbol.
Vacío,
luz
y
silencio.
En
frente
Es
Vedrá.
Trepó
por
la
rama
hasta
alcanzar
el
tronco
y
de
ahí
saltó
de
nuevo
al
camino
dejando
resbalar
algunas
piedras
que
minutos
más
tarde
fueron
tragadas
por
el
océano.
Mar
respiró
aliviada
hasta
que
comprobó
que
aquel
hombre,
seguía
persiguiéndola.
Echó
de
nuevo
a
correr.
Cerca
había
una
imagen
de
Buda
sonriente
dibujado
en
la
pared.
Mientras
exploraba
despreocupada
la
pared
de
la
cueva,
no
se
percataba
que
alguien
a
sus
espaldas
estaba
entrando.
Se
volvió
de
repente
y
gritó.
Los
bañistas
de
las
playas
cercanas
y
los
navegantes
que
estaban
cerca
pudieron
oír
un
lejano
y
estridente
grito,
ahogado
entre
el
bramar
de
las
olas,
que
rompían
contra
las
rocas.
Maurice,
su
marido,
había
acabado
de
almorzar
y
fregado
los
platos.
Se
cruzó
con
el
cuadro
de
Mar
y
estuvo
un
rato
observándolo.
Había
decidido
bajar
a
buscarla
para
hacer
el
amor,
como
cada
día
a
aquella
hora,
a
una
pequeña
cala
que
había
bajo
el
acantilado,
rodeada
de
rocas
y
de
cuevas
por
las
que
se
colaban
las
olas
haciendo
un
ruido
ensordecedor.
La
espuma
saltaba
por
los
aires
cada
vez
que
las
olas
chocaban
contra
la
rocas
violentamente.
Su
deseo
se
apagó
cuando
llegó
a
la
playa
y
descubrió
que
no
estaba
ella.
Comenzó
a
preocuparse
por
su
mujer
cuando
de
repente
escuchó
un
grito
ahogado
por
el
bra-
mar
de
las
olas
que
azotaba
un
creciente
levante.
Aguzó
el
oído
y
comenzó
a
seguir
la
pista
del
grito.
Durante
un
momento
no
oyó
nada
más
que
el
ruido
ensordecedor
del
mar.
Estaba
metido
en
una
cueva
en
la
que
aún
entraba
el
mar,
de
una
especie
de
bóveda
hendida
por
un
agujero,
entraba
la
luz
del
sol.
Su
corazón
comenzaba
a
latir
con
fuerza,
sus
músculos
se
comenzaron
a
tensar.
Se
quedó
en
silencio
un
minuto
atendiendo
a
su
oído.
Sólo
oyó
los
latidos
de
su
corazón.
Y
una
voz
ahogada.
Esta
vez
estaba
seguro
de
que
era
la
voz
de
Mar.
Ahora
oía
un
leve
rumor
que
no
sabía
si
pro-
cedía
del
mar
ya
lejano
o
de
su
mujer,
era
como
un
lamento
triste,
como
un
leve
jadeo,
como
un
canto
de
sirena
o
quizá
como
el
rumor
del
viento
por
entre
las
rocas.
Otro
gemido,
esta
vez
muy
placentero,
hizo
vibrar
su
tímpano
contagiándose
de
una
ola
de
tierno
erotismo.
-Dime
Antonio,
si
tu
tierra
fuera
invadida
por
extranjeros
qué
harías.
Antonio
dudó
por
un
momento
la
respuesta,
tampoco
sabía
adónde
quería
llegar
su
patrón,
que
fumaba
en
pipa
pausadamente,
y
lanzaba
al
aire
bocanadas
de
humo.
-Defenderla,
sin
duda.
Respondió
el
zagal.
-Bien
¿y.....
si
defenderla
supusiera.....
peligros
para
ti
y
tu
familia?.
El
patrón
miraba
distraídamente
por
la
ventana
de
su
biblioteca,
mientras
Antonio
se
recostaba
en
un
mullido
sillón
de
piel.
-Nadie
tendría
porqué
saber
mis
opiniones.
Pero
mi
postura
sería
la
misma.
Opinó.
Gerard
inició
un
monólogo.
Le
advirtió
que
en
tiempos
de
guerra
suelen
ocurrir
cosas
que
nor-
malmente
no
pasan,
y
que
aunque
parezca
inexplicable,
todo
tenía
una
finalidad.
-Puede
que
en
los
próximos
días
veas
cosas
que
no
entiendas.
-Le
anunció-.
Y
puede
que
la
curiosidad
te
lleve
a
comprometerte
con
la
verdad.
Si
lo
haces
será
para
siempre.
Las
puertas
en
estas
circunstancias
no
están
entreabiertas.
Están
abiertas
o
cerradas.
Y
si
abres
una
puerta,
ésta
se
cerrará
a
tus
espaldas.
Así
son
las
cosas.
Hay
que
elegir,
tomar
decisiones.
Antonio
no
estuvo
seguro
de
haber
entendido
el
verdadero
significado
de
las
palabras
de
su
patrón.
Sin
embargo
el
buen
ambiente
de
la
casa
continuó
inalterable.
Antonio
sentía
que
se
aburría
demasiado
en
la
granja
y
se
hizo
amigo
de
Pierre,
un
pelirrojo
lleno
de
pecas:
malhumorado,
irónico
y
gracioso,
hijo
del
panadero.
Era
solo
unos
años
mayor
que
él,
pero
con
aires
de
grandeza.
Fumaba,
bebía,
y
presumía
de
haber
estado
con
muchas
chicas.
Las
jarras
de
cerveza
corrían
por
encima
de
la
mesa,
mientras
Pierre,
se
convertía
poco
a
poco
en
Pierre
el
fanfarrón.
El
le
contó
la
historia
del
cura
Saunieres,
el
amigo
de
su
patrón.
Los
pergaminos
que
encontró
y
su
interpretación
por
un
experto
de
Roma,
que
hablaban
de
la
muerta
de
Dagoberto,
rey
cátaro,
casado
en
esa
iglesia,
hace
siglos.
Desde
entonces
la
vida
del
cura
cambió
iba
a
Paris
con
mucha
frecuencia,
se
codeaba
con
la
alta
sociedad,
le
habló
de
la
restauración
de
toda
la
iglesia,
la
Tour
Magdala,
y
una
casa
de
huéspedes.
-¿Y
bien?-.
Preguntó.
¿Adónde
nos
conduce
todo
esto?.
-La
gente
del
pueblo
no
se
fía
del
cura.
Se
dice
que
halló
la
tumba
de
alguien
importante
y
cobró
alguna
suma
importante.
-Debe
haber
una
explicación
lógica.
Dijo
Antonio.
-¿Lógica?.
Que
pinta
un
demonio
en
una
pila
de
agua
bendita.
La
gente
del
pueblo
teme
a
este
cura.
-Mi
patrón
le
aprecia.
-Explicó
Antonio.
Y
yo
me
fío
de
su
criterio.
Pero
si
no
te
fías
podríamos
entrar
en
la
iglesia,
de
noche,
así
tendremos
nuestras
propias
respuestas.
-Por
mí
ahora
mismo.
Dijo
Pierre,
dando
un
golpe
sobre
la
mesa
con
la
mano.
No
le
viene
mal
a
este
lugar
olvidado
del
mundo,
tanto
misterio,
-pensaba
Antonio-
antes
de
entrar
en
uno
de
aquellos
famosos
túneles,
para
cumplir
la
etílica
apuesta
que
había
hecho
con
su
amigo
Pierre.
La
amorfa
disposición
de
la
roca
en
el
inicio
del
túnel
se
había
transformado
en
un
perfecto
corredor
hecho
por
la
mano
del
hombre,
un
pasillo
le
conducía
a
otro
y
una
puerta
a
otra.
El
alcohol
y
su
curiosidad
empujaban
sus
pies,
sin
que
él
supiera
de
forma
precisa
en
qué
lugar
se
encontraba.
Abrió
una
puerta
y
vio
algo
terrible
que
le
causó
gran
impresión,
por
un
segundo,
su
corazón
comenzó
a
latir
más
fuerte,
hasta
que
logró
dominarse.
Era
una
gran
escultura
que
sujetaba
una
pila
de
agua
bendita,
representaba
a
un
diablo
de
madera
policromada,
de
piel
roja,
ojos
salto-
ja,
sino
en
el
interior
de
una
cueva
excavada
en
la
roca.
Le
dolía
tremendamente
la
cabeza
y
no
entendía
nada.
A
la
mañana
siguiente
Antonio
había
decidido
unirse
al
grupo.
Caminaron
muchas
horas
en
silencio
repartiendo
pasquines
en
el
interior
de
tabernas.
En
Couiza,
Montazels,
Alet
les
Bains
y
Limoux
repartieron
pasquines
y
carteles,
que
pegaron
sobre
otros
que
decían
"Ils
asassinnet,
enveloppés
dans
les
plis
de
notre
drapeau".
-Dime
Gerard,
¿porqué
me
habéis
aceptado?.
Preguntó
Antonio.
-Eres
inteligente,
comedido,
fuerte,
decidido
y
refugiado
español.
Tienes
experiencia
en
luchar
contra
fascistas.
A
Pierre
le
dije
que
te
llevase
cerca
de
los
túneles.
Todo
misterio
tiene
su
expli-
cación
y
sino,
su
finalidad.
-¿Y
el
cura?.
-Fue
él
quien
lo
inició
todo.
Nos
reunió,
nos
habló,
nos
contó
lo
que
ocurriría
y
vimos
con
claridad
que
tenía
razón.
Petain
y
los
nazis
son
la
misma
cosa.
-¿Y
tu?.
Corres
muchos
riesgos,
tienes
familia,
negocios.
-Precisamente
por
eso.
Merecen
algo
mejor.
Antonio
se
mantuvo
en
silencio.
Tengo
mis
propios
planes.
Os
ayudaré
un
par
de
semanas,
luego
me
iré
a
donde
no
haya
guerras.
-Lo
comprendo.
Mi
mundo
es
éste
y
tengo
que
hacer
algo
por
él.
Tu
debes
buscar
el
tuyo.
Antonio
y
Gerard
se
dieron
la
mano.
Bienvenido
a
la
resistencia
francesa.
De
esa
forma
Antonio
aprendió
que
el
rumor
siempre
es
interesado
y
siempre
esconde
algo
peor.
Tras
algunas
escaramuzas
con
nazis
en
la
zona
del
Languedoc,
Antonio
Fernández
Ternero,
natural
de
La
Luisiana,
Sevilla,
pasó
muchas
veces
por
cárceles
del
sur
de
Francia,
e
incluso
estuvo
en
algún
campo
de
concentración,
pero
siempre
lograba
fugarse.
Finalmente
se
las
apañó
para
entrar
con
los
americanos
en
la
toma
de
Paris
y
fue
considerado
un
héroe
de
dos
guerras,
la
española
y
la
mundial.
Finalmente
se
embarcó
en
Marsella
rumbo
a
Bolivia,
donde
fundó
el
hotel
Andalucía
en
Santa
Cruz.
Hace
pocos
años,
sus
descendientes
se
instalaron
de
nuevo
en
su
Andalucía
natal.
-¡Están
matando
a
Ubangui!-.
Enseguida
fueron
a
un
claro
del
bosque
adonde
pudieron
compro-
bar
cómo
enormes
máquinas
estaban
cortando
los
árboles
centenarios.
Abendé
no
podía
creerlo,
era
lo
peor
que
les
podía
ocurrir.
¡Están
matando
al
bosque,
repetía.
Los
bantúes
manipulaban
enormes
motosierras
que
lograban
cortar
limpiamente
y
en
un
segundo
árboles
que
ya
estaban
en
aquel
bosque
cuando
el
abuelo
del
abuelo
de
Abendé
era
solo
un
niño.
Abendé
dio
la
orden
de
atacar,
pero
apenas
diez
lanzas
solo
lograron
asustar
a
los
conductores
de
una
máquina,
luego
salieron
corriendo
ante
el
estruendo
de
un
disparo
de
arma
de
fuego.
Cuando
llegaron
al
campamento
de
Abessé,
las
mujeres
lloraban.
Los
come-
hombres,
no
solo
mataban
al
bosque,
también
habían
secuestrado
a
dos
niñas
del
poblado.
Los
mayores
decidieron
enviar
un
grupo
de
tres
rastreadores
a
buscar
a
las
niñas,
mientras
los
ancianos
fueron
al
kalambako,
el
lugar
más
sagrado,
para
pedir
ayuda
a
los
antepasados.
Junto
a
los
colmillos
de
marfil
de
los
elefantes
que
habían
matado
sus
antecesores,
apareció
misterioso
Kemé,
el
único
que
sabía
qué
cantidad
de
la
raíz
de
embondo
había
que
mezclar
con
agua
para
ver
más
lejos,
en
busca
del
gran
espíritu
de
los
señores
de
la
selva
y
se
lo
dio
de
beber
a
los
cinco
hombres
más
fuertes.
Los
elegidos
bailaban
circularmente
en
torno
a
la
hoguera
animados
por
los
rítmicos
golpes
de
la
percusión,
hasta
que
cayeron
al
suelo
y
empezaron
a
tener
espasmos
musculares
y
temblores.
Kemé,
el
engangui
de
la
tribu
y
los
mayores,
los
protegieron.
Cuando
volvieron
en
sí,
dijeron
que
el
gran
espíritu
les
contó
dónde
estaban
las
niñas,
atadas
y
llorando,
luego
les
mostró
el
lugar
donde
el
hombre
blanco
mataba
a
los
árboles
y
de
allí
partía
un
camino
muy
largo
hacia
el
corazón
de
Ubangui.
El
mensaje
era
muy
claro.
Buscarían
a
las
niñas
y
luego,
viajarían
al
corazón
de
la
selva.
Los
hombres
se
dedicaron
a
preparar
las
armas
-amarrar
las
puntas
de
flechas
con
astas
de
antílope
enano,
hacer
los
arcos
y
las
cerbatanas
y
untarlas
con
el
mortal
estraganto,
que
acaba
con
los
animales
más
grandes-.
Al
día
siguiente,
la
lucha
era
inminente.
Llegó
toda
la
gente
de
Abendé,
y
la
tribu
se
reunió
al
completo
por
primera
vez
desde
hace
años.
-Este
lugar
no
es
seguro,
decía.
Debemos
defendernos
y
salvar
a
las
niñas,
antes
de
que
se
las
coman.
Después
nos
iremos
lejos.
El
gran
espíritu
ha
hablado
y
así
lo
quiere.
La
selva
es
nuestra
y
no
nos
van
a
echar.
En
el
cobertizo
de
los
bantúes,
se
celebraba
la
llegada
del
marfil
de
los
pigmeos,
-habían
robado
el
kalambako.
-Ya
huelo
a
dinero,
decía
uno.
Mientras
tanto,
los
exploradores
baká,
los
observa-
ban
escondidos
en
la
maleza,
descubriendo
a
las
dos
niñas
atadas
a
un
árbol.
Los
bantúes
bebían
mucho
y
fumaron
mucho
banga
para
atraer
a
los
oscuros
espíritus
que
invocaban.
Les
rodearon
sin
que
se
diesen
cuenta
y
los
bantúes
se
asustaron
mucho
al
verse
rodeados
de
centenares
de
pigmeos
que
les
gritaban
y
les
apuntaban
con
toda
clase
de
armas.
Los
colgaron
de
los
árboles,
dejaron
que
la
selva
se
encargaran
de
ellos
y
quemaron
sus
cho-
zas.
Al
día
siguiente,
Abendé
ordenó
que
cogieran
miel,
el
mejor
don
de
Ubangui,
el
único
alimento
con
el
que
un
hombre
puede
vivir
sano
muchos
años
para
fortalecer
las
niñas
secuestradas.
A
los
dos
días
estaban
completamente
recuperadas
y
Abendé
dio
la
orden
de
marcha,
pidiendo
a
todos
que
no
miraran
atrás.
Las
mujeres
llevaban
lo
más
importante,
el
tizón
del
fuego.
Centenares
de
baká
cruzaron
la
selva
siguiendo
el
camino
que
el
gran
espíritu
les
había
señala-
do
hasta
que
llegaron
a
donde
el
hombre
mataba
a
los
árboles.
El
jefe
no
quiso
evitar
aquel
Una
noche,
mi
hijo
me
vio
guardar
aquel
viejo
reloj
de
plata
con
un
nombre
de
mujer
grabado.
-Lola.
Indicada.
Mi
hijo
me
preguntó
quién
era
aquella
Lola
y
yo
le
conté
la
historia
de
sus
abuelos.
Cuando
Lucas
Hidalgo
se
casó
con
Lola
Humanes,
tuvo
plena
conciencia
de
que
no
solo
había
logrado
sobrevivir,
sino
de
que
se
había
hecho
a
sí
mismo
aunque
era
apenas
un
adolescente.
Lucas
Hidalgo
llegó
una
mañana
al
campo,
con
el
lucero
matagañanes
aún
en
el
firmamento,
y
construyó
su
casa
con
sus
propias
manos.
La
casa
en
la
que
nacerían
generaciones
de
Hidalgo
estaba
hecha
de
estacas,
barro,
cañas
y
cal.
Duró
cerca
de
cien
años.
Cavó
con
sus
propias
manos
de
huérfano
y
jornalero
adolescente,
el
pozo,
morada
del
agua,
y
de
allí
brotó
con
generosidad
el
líquido
elemento.
Era
la
casa
de
los
tiempos
antiguos,
que
fue
estrenada
con
ocasión
de
la
boda.
En
el
trabajo,
el
joven
recién
casado
contaba
el
tiempo
que
le
quedaba
para
terminar
la
jornada
mirando
un
reloj
de
bolsillo,
regalo
de
boda
de
su
esposa,
que
tenía
dentro
de
la
caja
una
foto
de
ella
y
por
fuera
llevaba
grabado
su
nombre.
Lola,
-l,o,l,
a-
letras
que
él
acariciaba
en
la
superficie
de
plata
repu-
jada,
como
si
acariciase
los
muslos
de
su
amada.
Y
cuando
parecía
que
el
mundo
se
iba
a
detener
de
tan
lenta
rutina
un
día
Lola
Humanes
a
con-
tarle
a
su
marido
que
una
nueva
vida
estaba
creciendo
en
su
Interior.
En
ese
momento
Lucas
se
supo
creador,
prolífico
y
grande,
como
justo
en
el
momento
en
que
una
inhumana
furia
imparable
estaba
recorriendo
aquella
paz
de
cielos,
campos
y
vida,
sin
la
angustia
dolorosa
del
pequeño
fracaso
cotidiano.
Al
principio
no
supieron
muy
bien
de
qué
se
trataba.
Comprendieron
súbitamente,
cuando
una
mala
tarde
llegaron
a
la
puerta
de
la
choza
de
Lucas
tres
jinetes
buscando
a
alguien.
Armaban
mucho
ruido,
los
niños
se
escondían,
los
perros
ladraban.
-Señora,
sujete
usted
a
esos
perros
o
le
pegamos
un
tiro-.
Lola
tuvo
coraje
para
tomar
las
riendas
de
los
caballos
y
apartarlos
-casi
nos
pisotean-
dijo
ella.
Comprobaron
que
allí
no
estaba
lo
que
buscaban.
Poco
días
después
Lola,
de
tez
pálida
y
trajes
eternamente
negros
iba
a
por
agua
a
un
pozo
cer-
cano,
sujetando
con
una
mano
las
riendas
del
mulo
que
soportaba
el
peso
de
grandes
cantaras
y
con
la
otra
el
pequeño
universo
que
crecía
en
su
interior.
De
repente,
las
bestias
se
pararon
en
seco,
se
negaban
a
seguir
avanzando,
no
había
forma
humana
de
hacerlos
avanzar.
Entonces
ella
cogió
uno
de
los
cántaros
y
fue
andando
hasta
el
pozo.
No
vio
el
reflejo
de
su
cara
en
el
agua,
tal
y
como
esperaba,
sino
una
cara
blanca
y
azul,
unos
ojos
que
miraban
a
tra-
vés
de
la
carne
y
las
piedras,
un
cuerpo
deformado.
Allí
estaba,
muerto,
el
hombre
que
andaban
buscando
los
jinetes.
Blanca
parió
poco
después
un
feto
que
nació
muerto.
Presagio
de
algo
terrible.
Las
cosas
fueron
cambiando
paulatinamente.
La
sinrazón
se
fue
apoderando
lentamente
del
aire
hasta
viciarlo.
Una
mañana
llegó
un
señor
vestido
de
negro
con
una
gorra
y
una
saca
de
cuero,
de
la
que
sacó
un
papel
con
un
sello,
en
el
que
se
ordenaba
a
Lucas
que
fuese
a
defender
un
polvorín.
Lo
vieron
partir
por
un
camino
entre
olivares,
con
su
cuerpo
de
niño
grande,
su
sonrisa
luminosa,
sencilla,
fresca
y
sus
ojos
transparentes.
Lola
se
quedó
sola
en
El
reloj
de
Lola
Aquella
mujer
hablaba
muy
poco
y
Lola
se
sintió
abandonada
a
su
suerte.
Durante
la
noche
extrañas
luces
iluminaban
la
oscuridad
y
un
silencio
sepulcral
se
apoderó
del
pueblo.
Perdieron
la
cuenta
de
cuántos
días
estuvieron
allí
encerradas
y
casi
en
silencio.
Cuando
todo
hubo
pasado
las
dos
mujeres
quitaron
las
trancas,
abrieron
las
puertas,
olieron
un
aroma
extraño,
familiar,
dulzón
y
descubrieron
sobre
los
adoquines
extraños
destellos
de
brillo
intenso
rojo.
Una
tormenta
descargó
y
la
lluvia
mezclada
con
sangre
que
corría
calle
abajo
era
el
único
sonido
perceptible.
En
el
pueblo
ya
no
quedaba
apenas
nadie.
Pasaron
varios
días
más
hasta
que
la
situación
se
normalizó,
uno
de
los
dos
bandos
había
sido
aniquilado.
Como
Lucas
no
aparecía,
Lola
salió
a
buscarlo,
enseñando
una
foto
rota
a
la
gente,
pero
nadie
sabía
nada
en
medio
de
aquel
caos
de
funerales
y
llantos
en
aquel
pueblo
de
locos.
Una
semana
más
tarde
abandonó
toda
esperanza
de
encontrarlo
con
vida,
así
que
se
despidió
de
la
mujer
que
le
había
ayudado
a
salvar
la
vida
y
se
dirigió
a
la
estación
de
tren,
de
vuelta
a
casa.
Compró
los
billetes
y
cruzó
el
andén
de
la
estación
llena
de
soldados
anónimos
y
de
aspecto
demacrado,
de
familias
que
se
reencontraban
llorando
y
de
mujeres
vestidas
de
negro,
con
niños
pequeños
que
tenían
en
sus
manos
fotos
de
soldados
desaparecidos
y
billetes
para
escapar.
Lola
se
subió
al
tren
lentamente,
como
demorándose
adrede,
como
si
en
aquel
lugar
se
quedase
para
siempre
algo
suyo.
No
dejaba
de
mirar
atrás
en
busca
de
algo
o
alguien.
Luis,
le
preguntó,
-¿qué
buscas?-,
ella
res-
pondió:
nada.
Sin
embargo,
mientras
buscaban
asiento
en
el
interior
del
tren,
ella
miraba
las
caras
de
cada
uno
de
los
soldados.
El
tiempo
inexorable,
no
iba
a
detenerse
ni
siquiera
por
una
vez.
Cuando,
el
jefe
de
estación
dio
con
su
silbato
la
orden
de
salida,
aquel
silbido,
fue
como
el
del
agua
que
hirviendo
bulle
en
el
interior
de
un
recipiente
sobre
el
fuego,
que
busca
el
mas
mínimo
resquicio
para
salir
al
exterior.
El
primer
giro
seco
de
las
ruedas
del
tren
fue
como
un
golpe
en
el
corazón
de
Lola.
Vio
un
hombre
joven,
en
el
que
no
había
reparado
anteriormente,
estaba
sentado
en
el
suelo,
tenía
los
ojos
vendados
y
charlaba
con
otros
soldados.
Lola
creyó
encontrar
un
gesto
familiar,
y
se
aferró
ciegamente
a
su
última
esperanza.
Avisó
a
su
hijo,
cogió
de
nuevo
su
equipaje
y
bajaron
de
un
tren
que
lentamente
inició
su
marcha
para
luego
perderse
en
el
horizonte.
Lola
miró
a
aquel
hombre
más
cerca
y
con
más
detenimiento,
para
comprobar
que
no
era
lo
que
ella
esperaba,
era
más
viejo
y
moreno
que
su
marido.
Se
dio
la
vuelta
y
contempló
los
raíles
vacíos.
Se
dio
cuenta
de
que
no
tenía
dinero
para
comprar
otro
billete
así
que
tendría
que
pedirlo,
sólo
de
pensarlo
se
le
nubló
la
vista
y
sintió
una
leve
sensación
de
mareo.
Creyó
que
se
iba
a
caer
en
medio
de
las
vías,
justo
cuando
se
acercaba
un
nuevo
tren.
Le
salvó
la
mano
de
Luis
que
se
aferraba
a
ella
con
toda
su
fuerza.
Cuando
lo
miró
sonreía
dán-
dole
ánimos
y
pudo
ver
que
el
soldado
de
los
ojos
vendados
sacaba
del
bolsillo
de
su
chaqueta
unos
cigarrillos
y
un
plateado
reloj
de
bolsillo
con
un
retrato
dentro
y
un
nombre
de
mujer
graba-
do
en
el
lomo,
que
él
acariciaba
como
si
fueran
los
muslos
de
su
amada.
Cuando
terminé
de
contarle
la
historia
a
mi
hijo,
le
regalé
el
reloj
pidiéndole
que
loguardara
como
un
secreto
tesoro
y
que
nunca
por
nada
del
mundo
lo
perdiera,
y
que
cuando
fuera
mayor,
se
lo
regalara
a
sus
hijos.
de
un
Duque-,
cuya
vida
fue
de
boca
en
boca
por
toda
la
isla,
vio
a
Yusuf
bañarse
desnudo
en
su
pequeña
cala,
algo
se
movió
en
su
interior.
María
esperaba
ya
poco
de
la
vida
cuando
encontró
a
aquel
náufrago,
a
su
vez
una
tabla
a
la
que
amarrar
el
naufragio
de
su
propia
existencia.
No
tenía
nada
que
perder.
Poco
le
importaba
si
era
un
extranjero.
Al
domingo
siguiente
después
de
misa,
volvió
a
la
posada
en
que
trabajaba
y
se
tomó
el
resto
del
día
libre.
Cogió
algo
de
comida,
la
puso
en
una
cesta
y
se
fue
a
la
playa.
Allí
se
aseguró
la
atención
del
náufrago
que
parecía
surgir
súbitamente
de
las
rocas
y
cuando
estuvo
segura
de
que
la
miraba
se
quitó
la
ropa
y
se
dio
un
baño.
Se
le
insinuó
con
gestos
y
se
contorneó
varias
veces,
lo
suficiente
como
para
conducirle
a
aquella
escena
bajo
los
árboles
que
jamás
olvidaría
en
su
vida.
Yusuf
consideró
aquello
como
un
regalo
del
cielo
y
rezó
más
que
nunca
a
Alá,
para
que
aquellos
encuentros
no
terminasen
y
en
segundo,
para
que
la
mujer
a
la
que
él
llamaba
Azahara
no
revelase
a
nadie
su
paradero
pues
su
vida
dependía
de
ello.
Así
se
lo
había
pedido.
-Te
llamaré
Xoroi,
-dijo
ella-.
Que
quiere
decir
bello-.
Y
él
respondió
con
una
sonrisa
aprobatoria.
Pronto,
los
dos
amantes
alcanzaron
gran
confianza.
Las
visitas
de
María
se
repetían
cada
fin
de
semana
y
el
cariño
fue
creciendo
entre
ellos.
El
no
era
un
salvaje
como
ella
podría
haber
pensa-
do
inicialmente,
ni
ella
provocaba
los
recelos
y
desconfianza
del
huidizo
y
asustado
extranjero.
Yusuf
le
mostró
el
escondite
de
su
cueva
y
ella
se
quedó
estupefacta.
Allí,
el
náufrago
había
sembrado
tomates,
pimientos
y
otras
plantas
que
le
servían
de
alimento,
creando
un
sistema
de
riego,
con
aguas
de
lluvia.
Había
cerrado
un
espacio
con
palos
y
cañas
y
allí
criaba
aves
de
corral
robadas
de
granjas
cercanas.
Cada
vez
que
iba
a
la
cueva
de
Xoroi
vivía
los
mejores
momentos
de
la
semana.
Nadaban
desnudos
por
aquellas
aguas
cristalinas
junto
a
los
acantilados,
al
abrigo
de
las
mira-
das.
Cogían
peces
frescos,
mariscos
y
crustáceos,
huevos
de
aves
que
comían
mientras
veía
ponerse
el
sol
en
el
océano.
Ella
mantenía
el
secreto,
le
enseñaba
algunas
palabras
en
su
lengua,
le
proporcionaba
herra-
mientas
para
cortar
y
trabajar
la
madera,
para
que
construyese
muebles.
A
cambio,
él
le
ofrecía
la
hospitalidad
de
su
cueva,
y
de
buen
grado
enseñaba
a
los
dos
niños
de
Azahara,
-Joan
y
Jordi,
de
ocho
y
diez
años-
a
pescar
con
una
rudimentaria
caña,
a
cazar,
a
nadar,
a
ser
hombres
fuertes,
libres
e
independientes.
Los
niños
comenzaban
a
sentir
por
primera
vez
la
figura
de
algo
parecido
a
un
padre.
A
pesar
de
la
precaución
extrema
con
que
se
conducían
Azahara
y
sus
hijos
no
pudieron
evitar
levantar
sospechas.
Cuando
les
veían
los
dueños
de
la
posada
en
que
trabajaba,
coger
cantida-
des
inhabituales
de
comida,
aquella
ropa
de
día
especial,
o
aquella
injustificada
expresión
de
alegría.
Fueron
poco
a
poco
sacando
la
madeja
por
el
hilo,
atando
cabos,
levantando
sospechas,
com-
probando
cómo
desaparecían
aves
de
corral
y
otros
alimentos
de
las
granjas,
haciendo
pregun-
tas
a
los
niños.
Y
la
respuesta
llegó
un
domingo
de
verano.
Les
bastó
seguirla
hasta
la
cueva
de
los
acantilados
para
comprenderlo
todo.
Cuando
los
soldados
entraron
en
la
cueva,
armados
de
mosquetes
y
espadas,
la
sorpresa
les
paralizó.
Los
soldados
entraron,
apuntaron
con
sus
armas
y
solo
vieron
a
María
aterrorizada
apretando
contra
sí
a
sus
dos
pequeños.
Cuando
los
soldados
dieron
el
primer
paso
hacia
la
mujer,
de
la
oscuridad
salió
la
mirada
fiera
de
Xoroi
que
intentó
inútilmente
reducir
a
los
soldados.
Cuando
Los
que
conocíamos
a
Marisa,
-aquella
cuarentona
de
ingenuos
ojos
grandes
-
no
teníamos
porqué
saber
cual
sería
su
reacción
ante
la
luna
llena.
Esa
noche
de
verano
la
luna
reinaba
sobre
el
la
hoguera
y
las
sierras
al
fondo.
Yo
la
conocía
hacía
décadas,
aprendí
a
amarla
con
el
tiempo,
y
a
olvidarla
luego.
Yo
la
conocía,
pero
los
que
se
sentaban
con
ella
alrededor
de
una
hoguera
por
vez
primera
en
una
noche
de
luna
llena
quedaron
tan
impactados
por
aquella
historia,
como
ella
misma
al
vivirlo.
Una
hoguera
nocturna
en
medio
del
campo
siempre
alcanza
un
punto
de
misterio.
Un
chico
reveló
el
espanto
que
le
produjo
descubrir
un
cuchillo
puesto
al
azar
en
una
bolsa
de
plástico
en
un
viaje
de
verano,
que
apuntaba
de
forma
inmisericorde
hacia
la
parte
trasera
de
su
cabeza
sin
que
él
lo
supiera.
Fue
su
novia
de
entonces
la
que
lo
salvó.
Cualquier
movimiento
de
cabeza,
risa
o
gesto
propio
de
una
conversación
podría
haber
tenido
graves
consecuencias.
La
chica
que
desde
entonces
fue
su
ángel,
retiró
el
cuchillo
que
estaba
colocado
sobre
el
asiento
trasero
del
coche
donde
ambos
viajaban.
-Es
lo
mas
parecido
a
un
ángel
que
he
tenido.
Concluyó.
Cuando
Marisa,
escuchó
la
palabra
ángel,
dos
lágrimas
rodaron
por
sus
mejillas
y
sonrió:
-Así
que
habláis
de
ángeles.
¿De
verdad
queréis
escuchar
historias
sobre
ángeles?.
Todas
las
miradas
se
dirigieron
hacia
ella.
-Yo
tendría
unos
diez
años.
-comenzó.
Sin
embargo,
hasta
años
después
no
comprendí
qué
había
ocurrido
verdaderamente.
Mi
tío
Joaquín
tenía
apenas
30
años
pero
ya
se
había
ganado
maña
fama
en
el
pueblo.
Las
malas
lenguas
decían
que
su
tío
iba
definitivamente
por
el
mal
camino,
-esas
palabras
usó-
hablaban
de
las
malas
compañías
que
lo
frecuentaban,
de
demasiado
alcohol
y
quizá
de
alguna
que
otra
sustancia.
Además
lo
acusaban
de
tener
ideas
demasiado
avanzadas.
-En
casa
lo
veían
como
un
bala
perdida,
pero
era
un
buenazo
en
el
fondo,
para
mí
se
trataba
de
un
tipo
divertido
que
hacía
cosas
que
a
mí
me
gustaría
hacer
a
su
edad.
Una
noche
llegó
la
casa
para
decir
que
lo
acompañásemos
a
ver
la
luna
llena
que
esta
saliendo
-Esa
noche
su
rostro
tenía
una
aspecto
distinto
cuya
causa
yo
no
lograba
identificar.
Yo
sólo
noté
un
brillo
especial
de
sus
ojos,
iluminados
por
la
luz
de
la
luna,
como
ésta
de
hoy.
Después
se
encaminó
hacia
una
habitación,
para
hablar
a
solas
con
mi
padre.
Yo
pegué
el
oído
a
la
puerta,
pero
no
se
oía
nada.
Finalmente,
decidí
escuchar
la
conversación
por
la
pequeña
ventana
que
daba
al
patio,
como
había
hecho
tantas
veces.
-Te
juro
que
hoy
no
he
tomado
nada,
mi
mente
está
más
clara
que
nunca.
-Decía
mi
tío.
El
misterio
de
los
ojos
de
luna
llena
Geoversos
Mirada
Delta
El
rio
se
desdibuja
en
tu
espalda
Tu
mirada
se
funde
en
mi
océano.
Esmeralda
y
azul,
tus
ojos
Sencilla
y
grande,
tu
alma
Como
el
Orinoco.
El
río
celeste
se
desliza
por
la
selva
esmeralda
como
tu
cuerpo
repta
por
mi
mente,
por
mis
venas,
camino
de
mi
corazón.
Tu
voz
es
un
violonchelo
que
rie
al
atardecer
a
la
sombra
de
una
Ceiba.
Tu
sonrisa
es
blanca
y
negra,
Blanco
Boyacá
por
las
comisuras
Negra
por
donde
mas
duele.
Hay
tantas
cosas
Yo
solo
preciso
dos
Mi
guitarra
y
vos.
El
río
celeste
se
desliza
por
la
selva
esmeralda
como
tu
cuerpo
repta
por
mi
mente,
por
mis
venas,
camino
de
mi
perdición
camino
del
bello
Monte.
Viva
el
quejido
valiente
Del
agua
de
tu
voz
Que
se
arroja
y
vuela
Como
ave
blanca
Sobre
la
verde
espesura
El
Caribe
desemboca
en
la
Alhambra
Mi
mirada
en
tu
voz.
El
Orinoco
en
la
Esperanza.
El
Guadalquivir
en
mi
corazón.
Yo
seré
tú
Yo
seré
tú
Y
te
cantaré
la
vida.
Te
enseñaré
el
mundo
Como
por
primera
vez.
Tú
serás
corazón
que
tirita
esperando
la
voz,
que
le
diga:
confía
en
mí,
y
tú,
serás
yo.
Tú
serás
yo
Y
abrirás
mis
surcos,
cerrarás
las
heridas.
Te
alimentarás
de
mi
piel.
Yo
seré
tú
Y
comeré
de
tu
alma
beberé
de
tu
cuerpo:
sembraré
la
semilla,
tendré
tu
sed.
Tú
serás
la
llamada,
que
sin
querer,
he
respondido.
Estoy
aquí
para
estrenar
tu
primavera
y
enterrar
la
soledad
que
te
condena.
Yo
estoy
aquí
para
gritar
tu
primavera.
Las
palabras
oscuras
que
te
nombran.
Los
silencios
que
gritan
bajo
tu
piel.
Beberme
la
voz
que
te
corona,
probar
el
sabor
de
tu
miel.
Tu
viniste
para
amanecer,
cantarme
la
vida
bailarme
las
penas,
y
tocarme
las
alegrías.
Nombre
de
Arcángel
A
los
lejos
tu
barco,
vestido
de
fiesta
fondeado
en
la
rada,
blanco
azul
vaivén.
Tus
piernas
seguían
el
ritmo
Sin
mucho
que
perder.
Vámonos
pal
cielo,
el
cielo
de
tu
piel
Era
una
tarde
plomiza,
sobre
las
tres
Mirábamos
el
horizonte,
tu
bebías
café,
Tienes
nombre
de
arcángel,
y
secretos
en
la
piel.
Sobre
tu
hombro
un
ancla,
sobre
el
ancla
una
mujer.
Sobre
mi
mano
la
tuya.
Sonríe
el
atardecer.
Sobre
tu
labio
el
mío,
sobre
el
tuyo
mi
timón
Tu
quilla
rompe
mi
espuma.
Mi
mástil
es
tu
temblor.
Vámonos
valiente,
tu
proa
al
atardecer.
El
viento
empuja
tu
vientre
elegante
cual
bajel.
La
espuma
me
trae
tu
nombre,
a
la
boca,
con
la
miel.
La
noche
trae
el
nombre
del
arcángel,
de
su
piel.
Tienes
nombre
de
Arcángel,
Es
todo
cuanto
de
ti
sé.
Los
árboles
amantes
Mi
abuela
me
contó
la
leyenda
Del
árbol
de
los
dos
troncos.
Mil
amantes
se
encuentran
a
su
sombra
rodeada
de
montañas,
al
abrigo
de
los
vientos
Los
días
de
fiesta,
las
flores
se
alegran
y
mil
historias
juguetean
bajo
sus
ramas,
que
el
pequeño
riachuelo
murmura,
y
esparce
mas
allá
del
tiempo
y
el
espacio.
Se
dice
que
el
muchacho
triste
encerrado
en
la
habitación
del
norte
vencido
de
aguas
ácidas
e
invierno,
acosado
por
la
tierra
arrasada
y
enfermo
de
desamor
y
muerte.
Cansado
de
sufrir,
comenzó
a
andar,
por
no
enfermar
o
perecer.
Su
abuela
me
contó
el
romance
del
hombre
de
los
ojos
limpios.
Vacío
de
lágrimas,
de
repente
seguía,
un
reguero
de
hormigas
negras
y
raras.
Viajó
por
líneas
de
letras
y
metáforas
Días
y
noches,
noches
y
días.
Su
vida
parecía
menos
vacía.
Las
hormigas
de
la
poesía,
Nunca
se
sabe
donde
te
llevarán
me
decía
la
abuela
en
aquel
patio.
¡Se
diría
que
siempre
saben
dónde
van¡.
Como
si
alguien
las
animara.
Siempre
adelante,
taca,
taca,
tá.
Las
abuelas
cuentan
el
romance
el
poema
del
niño
del
corazón
grande
Llegó
al
valle
en
el
tiempo
de
abrir
y
el
hombre
de
la
boca
triste
se
enamoró
de
aquel
aire
dulce,
cuando
las
hormigas
señalaron
una
brecha
en
el
tronco
de
fresno.
Era
entonces
pequeño,
simple
y
sin
hojas
pero
las
hormigas
raras
lo
eligieron.
En
sus
entrañas
le
susurraban
historias
que
enseñaban
cosas
hermosas
y
sencillas
como
insectos,
diminutos
y
grandes.
El
Silencio
Caen
los
ojos
traviesos
amarillos,
dorados,
ocres,
rojos
y
finalmente
negros,
brillantes
como
la
tarde
sagrada
y
silenciosa,
que
yace
bajo
la
torre.
El
silencio…
La
paz
se
hizo
en
su
sombra
y
se
irguió
la
daga
de
oro
en
este
remanso
del
tiempo
Vencejos
y
cernícalos
luchan
en
las
alturas
por
un
nido
entre
las
rocas
paz
en
la
tierra
y
alegría
en
los
cielos.
La
paz
se
hizo
en
mi
sombra
y
se
irguió
la
torre
dorada
en
este
remanso
sin
tiempo.
Llama
la
primavera
en
la
puerta
de
mis
sueños
golpea
con
sus
nudillos
en
la
boca
del
estómago.
Y
el
silencio.
Se
abre
la
puerta.
Y
de
repente
no
pasa
nada
en
esta
tarde
sagrada
más
que
la
primavera.
Y
la
luz
besando
rocas
Y
el
silencio.
Y
lo
noche
que
nace.
Y
las
estrellas
que
giran.
El
vértigo
dentro.
y
el
silencio
fuera.
El
silencio.
Cántame
la
poesía,
Cántame
la
valentía
de
mis
días
y
tus
noches.
De
tus
noches
y
mis
días.
La
condena
Con
un
beso
me
conformaría.
Un
beso
que
amaneciera
Tu
piel
y
encendiera
mis
ojos
Un
beso
que
inundara
el
alma
del
mar
como
un
delta
que
se
vaciara
en
tu
copa.
La
violencia
de
abril
azota
los
cuerpos
con
lenguas
que
murmuran
y
almas
que
se
besan.
Un
alud
de
nieve
derretida
Que
amaneciera
el
deseo
de
tu
bendito
ser.
Que
durara
cien
años
Que
abonara
la
tierra
Que
precipitara
tu
sed.
Que
rompiera
los
diques
Que
alcanzara
la
luna.
Una
cascada
de
risa
Que
te
mojara
los
labios
Una
sonrisa
sincera
Unos
caballos
trotando
Que
te
mordieran
La
piel
que
te
condena.
es
un
trozo
de
corona
un
altar
una
habitación
de
seda
porque
también
es
tuya.
mi
Roma.
El
zumo
de
tu
nombre
Exprimo
tu
diccionario
y
saboreo
tu
zumo
de
letras
recién
hecho,
tu
paté
de
historias
frescas
para
desayunar
tras
la
resaca
de
tus
versos.
Me
preparo
una
crujiente
rebanada
de
pan
untada
con
aceite
de
vocales
que
amanecieron
en
las
comisuras
de
tus
labios
consonantes.
Removiendo
el
zumo
de
letras
descubro
un
adjetivo
lacónico
dando
vueltas,
por
el
centro
de
mi
vaso,
y
me
dice:
soy
agrio,
pero
dulce,
bébeme,
estoy
rico.
Muerdo
mi
tostada
y
sabe
al
pan
recién
hecho,
a
mi
madre
cuando
me
dio
su
leche,
a
los
valles
en
los
que
nació
y
a
mis
entrañas
cuando
canto.
El
aceite
de
tu
nombre
salvador
es
el
verbo
que
dispuso
el
creador
para
alegrar
mi
camino,
y
la
savia
para
engendrar
palabras
nuevas
que
nunca
antes
nadie
imaginó.
Me
bebo
el
zumo
de
tus
letras
afrutadas
y
maduras,
recién
cogidas
cuando
entran
en
la
boca,
pero
picantes
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intensas
en
el
paladar
para
finalmente
llegar
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plenas
e
intensas
al
amar.

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