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Kilima 134 febrero 2022
1. Queridos amigos:
Hoy os relato mis primeras valoraciones del Centro de Minusválidos, del que sin darme cuenta hemos
cumplido los 50 años de su existencia. Nunca me había parado en pensar el tiempo que llevaba con ellos, hasta que
hace unos días vinieron un grupo de discapacitados mayores para pedirme algunos datos y anunciarme que este año
lo iban a celebrar de forma extraordinaria y querían que el recuerdo de mi presencia perdurara para siempre. Yo no
sabía a qué se referían, pero no quise llevarles la contraria. He aquí mis primeras impresiones:
Han pasado unos cuantos años desde la primera vez que mis ojos quedaron asombrados por la visión de un
pequeño discapacitado. Tendría unos diez años. Vestía una serie de tiras de tejido que le colgaban de los hombros,
restos de lo que en su día había sido una camisa y un pantalón. Estaba sucio de arrastrarse de un lado a otro de la
parcela que tienen frente a su casa. No sé si era la primera vez que veía un blanco, porque difícilmente se alejaba
del entorno de su casa, pero cuando fui a saludarle corrió como un ratoncillo a esconderse detrás de una cabaña que
él había construido con unas viejas latas.
Conocía a varios niños discapacitados en la parroquia, pero nunca me había interesado especialmente por
ellos. Aquel día, no sé por qué, hubo algo que me empujó a llamar a aquella puerta y ponerme en relación con sus
padres. Ese fue el comienzo de mi aventura.
Con una sencillez cautivadora, me contaron con pelos y señales el proceso de la enfermedad del niño. Nació
sano, como todos los demás. Empezaba a dar sus primeros pasos, cuando un día se levantó con mucha fiebre. Le
llevaron al dispensario y el enfermero le puso una inyección. Desde entonces ya no volvió a ponerse en pie. Pasó la
enfermedad, el niño reí y jugaba como si estuviera totalmente curado, pero sus piernas ya no se movían.
Unos vecinos les aconsejaron que fueran a visitar un adivino, porque aquello no parecía una enfermedad
normal sino originada por la envidia o malquerer de alguna persona. El niño no curaría hasta que se descubriera al
causante e hicieran las paces con ella.
Fueron al adivino y después de un largo interrogatorio y consultar repetidas veces un cestillo que contenía
las piezas de su sabelotodo: huesecillos, raíces, piedras, etc., y después de marcarles la cara con una especie de
pintura blanca, llegó a la conclusión de que la que había enviado la enfermedad era una tía del niño, hermana de la
madre, que vivía en el pueblo, a más de 800 Kms. de donde vivían ellos actualmente.
Una vez descubierta la causa, había que buscar una ocasión para celebrar una reunión familiar y aclarar las
cosas en presencia de los ancianos del clan, los encargados de velar por la armonía familiar, custodios de las
2. tradiciones, con poderes para atar y desatar, perdonar o castigar las infracciones a las normas que rigen la vida del
clan.
El viaje resultaba caro y tuvieron que esperar varios años antes de poder realizarlo. Allí, en presencia de
todos los miembros de la familia, la tía del niño negó que hubiera tenido una intención expresa de enviar la
enfermedad, aunque reconoció que había quedado un poco sentida, cuando en una ocasión el padre del niño envió
una serie de regalos para distintos miembros del clan y ella no fue incluida en el reparto.
Después de oír las amonestaciones de los ancianos, la hicieron vomitar para que saliera de ella el espíritu
del mal y no ocasionara más desgracias en la familia. En compensación, los padres del niño la regalaron unos paños
y una gallina blanca. Se celebró la fiesta de la reconciliación y todos comieron, bebieron y bailaron por haberse
restablecido la paz entre todos los miembros del clan, cualidad indispensable para el progreso armónico de todos y
cada uno de ellos.
A su regreso, esperaban encontrar al niño correteando pero se encontraron con que estaba en las mismas
condiciones. Algo había fallado para que el efecto deseado no se hubiera producido. O igual la culpa no estaba en
un miembro de la familia. Lo que si era cierto es que aquel niño tenía un espíritu inmundo y mientras no se lo
espantara, le tendría entre sus garras impidiéndole la facultad de usar de sus piernas.
Le llevaron a un curandero. Este diagnosticó que la fuerza del mal se encontraba a la altura de los riñones y
con una cuchilla de afeitar le hizo una sangría, una serie de incisiones o cortes en la cintura para que el
derramamiento de la sangre, sin contar el de las lágrimas, expulsara el mal que le atenazaba. Untaron después las
heridas con un ungüento para facilitar la cicatrización. Aquel niño, hoy un joven, conserva en su cuerpo aquellos
tatuajes que dibujan como una faja alrededor de su cintura.
Se secaron las heridas, pero el niño seguía sin ponerse en pie. Habían probado toda clase de brebajes y plantas
medicinales que les indicaron cuantos creían conocer algo del tema sin obtener resultado alguno. Incluso recurrieron a
los purgantes para que con el lavado de los intestinos pudiera expulsar ese mal viento que se había aposentado en su
interior. Pero a pesar de las ruidosas deposiciones el inquilino se negaba a abandonar su morada.
Agotada la inspiración, recurrieron al hospital. Era el único camino que no habían ensayado y quién sabe si la
medicina de los blancos pudiera resultar eficaz en un asunto semejante. Mientras tanto el niño había cumplido los
nueve años. El médico les dijo que se trataba de una poliomielitis y que ya era demasiado tarde para intentar hacer
algo por él. Ni los blancos pudieron solucionar el caso. Volvieron a casa con el niño, resignados y tristes, y le dejaron
corretear a sus anchas alrededor de la casa, mientras sus hermanos iban a la escuela o se ocupaban de los trabajos
domésticos.
3. Habían recurrido a todos los medios. Habían liquidado las gallinas y las cabras pagando a curanderos y
adivinos. Aceptaban la desgracia con la misma naturalidad como aceptaban a los otros ocho hijos normales. Lo
trataban al pequeño con afecto pero como no iba a la escuela, no necesitaba tanta ropa como los demás, por eso vestía
aquellos harapos que dejaban al descubierto la mayor parte de su cuerpo.
No se les podía culpar a los padres de haberle abandonado. Habían actuado según sus conocimientos, sin
escatimar medios para conseguir su curación. Todo había resultado inútil. Ellos no sabían que tenían que haberle
vacunado de pequeño.
Aquel caso me tocó la fibra sensible. ¿Por qué?. No era el primero que conocía pero los anteriores me habían
dejado indiferente. Nunca sabré responder a esta pregunta. ¿La Providencia?. Creo que sí.
Entonces intenté enterarme de la situación de los discapacitados, de las atenciones que recibían en los servicios
sanitarios, de las instituciones que se ocupaban de ellos. Comprobé que aquella área era como un desierto en el que
nadie había plantado el primer arbusto. Los discapacitados estaban abandonados a su suerte, no eran recibidos ni en
los hospitales y la labor asistencial de la Iglesia no había podido aún dedicarse a esta tarea.
Me sentía obligado a hacer algo para dar solución a ese problema, pero mis bolsillos estaban tan planchados
como un pantalón recién sacado de la tintorería. Llamé a la puerta de las empresas locales, pero aparte de la sonrisa de
cortesía no soltaban un maravedí. Siempre llegaba tarde. Los presupuestos para obras sociales ya se habían empleado
y no les quedaba ni un resto, pero muy simpáticos me animaban a que siguiera en el empeño.
Las oraciones, como no se cotizan en Bolsa ni se cambian en el mercado de divisas, me seguían siendo útiles
para mantener el espíritu, pero nadie admitía ser pagado con jaculatorias por muchas indulgencias que tuvieran. Así es
que tuve que esperar, aguantar, no desanimarme y acechar la ocasión.
Esta se presentó de la forma más inesperada con la visita del entonces Obispo Auxiliar de Bilbao, Mgr.
Cirarda, que además de las pláticas y ánimos que vino a traernos, nos dejó unos cuantos dólares con los que pude
poner la primera piedra de este Centro que hoy en día acoge a más de cien niños.
Con aquel dinero, reuní a los 6 ó 7 discapacitados que conocía y contraté una maestra para que les enseñara las
primeras letras. (No tuve mucha suerte con ella, porque aparte de un lucido escote, no enseñaba otra cosa).
4. Por las mañanas pasaba de puerta en puerta, como antiguamente lo hacían los lecheros, para ir recogiendo los
niños. Teníamos por aquel entonces un Citröen 2CV furgoneta, con el que hacíamos el servicio. Al mediodía los
devolvía a sus casas porque yo no estaba en condiciones de darles de comer. Por la tarde volvía a recogerles y a
efectuar la misma operación.
Tantas idas y venidas hicieron familiar a la furgoneta en las calles del poblado y los chavales, que conocían el
recorrido, se arremolinaban en torno al coche cada vez que me paraba. Unas veces era para saludarme, otras, para
mirar qué llevaba dentro, y no pocas veces para hacer de las suyas. Los más atrevidos, cuando me disponía a arrancar,
se ponían de pie sobre el parachoques trasero y como no podía acelerar in peligro de atentar contra la integridad física
del vehículo por el estado de la calzada, los críos seguían bien agarrados hasta que me daba cuenta. Entonces, paraba,
pero ellos saltaban como liebres y corrían como galgos.
No siempre conseguían burlar al enemigo, porque de vez en cuando lograba apresar un polizón y le entregaba
en propias manos a sus progenitores donde le esperaba la consiguiente paliza por atrevimiento, falta de respeto, y
peligro en la vía pública.
Al correr de los días fueron apareciendo más discapacitados. Eso me obligaba a doblar el número de viajes y
contratar otra maestra para atender al segundo grupo. Tantas idas y venidas iban convirtiéndome en un experto piloto
pero me robaba un tiempo precioso que debía dedicarlo a la parroquia. Así es que decidí abrir un internado.
Aquel primer grupo, hoy en día convertidos en abuelos de numerosa prole, decidieron reunirse para preparar de
forma especial el día de S. Francisco Javier de este año. Escribieron a todos los ex alumnos del Centro, algunos de los
cuales viven actualmente en el extranjero, a quienes les pusieron al corriente de lo que pensaban hacer. Yo no sabía
nada y colaboraron generosamente para que yo pudiera seguir reinando en el Centro, incluso después de mi muerte.
El día 3 de Diciembre, S. Francisco Javier, es el día de los Minusválidos y este
año celebramos el 50 aniversario de mi comienzo con ellos. Todos los años
tenemos fiesta ese día y se celebra una misa, luego hay cantos, danzas,
teatros, para terminar al final con una comida y como a todos no se les puede
dar de comer, a la chavalería se le da un paquete de palomitas y una coca-
cola, y se quedan contentísimos del regalo.
Los minusválidos mayores, me dijeron que este año lo querían
5. celebrar de forma especial y habían hablado con los antiguos alumnos que
están en el extranjero contándoles lo que querían hacer y pidiendo su
contribución.
Yo no sabía nada. Yo vi que estaban haciendo una obra en el
patio de casa pero no quisieron que supiera de qué se trataba, por eso, estaba
siempre tapado con sacos y cuando terminaban de trabajar ponían los
vehículos de casa junto a la “obra” para que no se notara de qué se trataba.
(Eso aparece en una de las fotos) Luego me enteré que querían hacerme un
“monumento”. En un principio pensaba que las monjas andaban metidas en
este asunto y les dije que si era así, que pararan en su empeño, pero me
dijeron que no eran ella sino los minusválidos y entonces, no quise poner
obstáculos a sus ilusiones.
Las monjas se encargaron de alquilar las tiendas de campaña a
los militares para poner a cubierto a los invitados, porque estos días el sol
aprieta de lo lindo, y después de la misa del día tuvo lugar la bendición del
monumento, al que yo no le había visto todavía. Lo descubrieron en el
momento de la bendición y me quedé atónito, impresionado, avergonzado, de
que expresaran su agradecimiento de manera tan solemne. En el bajo de la
estatua se lee una frase que dicen que la dije: “Yo fui como golpeado en lo
más profundo de mi ser y Dios me señaló con el dedo para que realizara esa
obra en favor de los más pobres”.
La víspera, me regalaron una camisa cosida por ellos en la que
aparece un medallón en el bolsillo con mi cara y una frase: “Los antiguos del
Centro y Este hombre es según su corazón.” También en la espalda hay un
círculo mayor con mi figura y la misma frase.
6. En las fotos, aparecen las monjas del Centro, menos dos con
hábitos mas rojos que son dominicas, los tamborreros, que pertenecen a un
movimiento parroquial que se llaman los Kyros, las bailarinas, que son
minusválidas pero con poco “hándicap” y a la hora de bailar ni se las nota
su minusvalía.
En ese momento llegó el embajador, una persona “madurita”.
Venía acompañado de su esposa y de una pareja formada por un asturiano
que me dijo que llevaba 18 años en Lubumbashi y del que no tenía la menor
idea y su esposa, una belga.
Un abrazo.
Xabier