Este documento presenta varios cuentos surrealistas cortos de la escritora francesa Gisèle Prassinos. Los cuentos exploran temas como la inocencia, la muerte, la locura y lo fantástico de manera enigmática y onírica. Prassinos fue una figura clave pero poco reconocida del movimiento surrealista francés en las décadas de 1930 y 1940.
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INTROITO
Francia es una marca, una simple fachada, que los franceses han sabido vender a todo
el mundo. Es su gran logro, colarnos que poco más o menos son la cuna de la cultura, de
la educación, de la modernidad, incluso del feminismo. La realidad es que la sociedad
francesa es muy conservadora, clasista, y si hablamos de racismo, de homofobia, de
feminismo, están todavía en el siglo XIX, la época de los Salones queda lejos. No es
casual que los dos únicos grandes movimientos culturales con epicentro en Francia, los
burgueses surrealismo y la nouvelle vague, sean profundamente misóginos. La mujer
queda relegada en ellos al papel de objetos sexuales, de musas. Agnès Varda tuvo que
esperar a la vejez a que la crítica y los cinéfilos la reconocieran, Gisèle Prassinos (nacida
en Estambul, de madre italiana y padre griego) ni eso, nadie la identifica como uno de
los pilares fundamentales del machirulo surrealismo francés. Los motivos son varios, el
principal que no tenía espíritu gregario, no rendía pleitesía a los popes del movimiento,
Éluard, Breton, Aragon, el suyo no era un talento de segunda mano, producto de
múltiples lecturas. De hecho les consideraba unos simples culturetas, un corta y pega
literario, más o menos lo mismo que la nouvelle vague, que no era más que una ligera
novedad, un pequeño retoque, estiramiento. Por supuesto esa falta de pretensión, de
amaneramiento intelectual, impresionó a la cúpula del movimiento, en su sentido
franquista, y corrieron a bautizarla como la nueva Alicia (Lewis Carroll), Alice II, tanto
por su juventud, como por su increíble capacidad para fabular, para dejarse llevar por el
lenguaje, sin filtros, clichés, adultos, debutó con 14 años. A esa edad la publicaron en la
elitista revista Minotaure (Minotauro) sus primeros poemas y cuentos, el surrealismo
nunca tuvo un anclaje popular, nunca pasó de vulgar entretenimiento de y para
aristócratas. Su principal valedor, compañero de juegos, fue Benjamin Péret, el más
verdadero, infantil, transgresor, de todos ellos. Junto a él y el resto del staff oficial posa
en la famosa fotografía de Man Ray en la que todos la escuchan embelesados mientras
recita. Lo único conocido de ella, sus textos nunca han llegado a España, ni su primera
etapa surrealista (salvo cuatro relatos en el fanzine ovetense “El Orfebre”, 1978), que va
de 1932 a 1942, ni la posterior más “seria”, “literaria”. En este libro, la obra maestra de
la prosa surrealista en francés, se recogen todos sus cuentos, fábulas, surrealistas.
“El tono de Gisèle Prassinos es único: todos los poetas sienten celos. Swift baja los
ojos, Sade cierra su bombonera.” André Breton
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¿Encontrar qué?
El lugar donde la inocencia se regocija en trepidante lucha contra el
miedo, aquel que desencadena los monstruos y la ferocidad. El lugar donde,
dentro y fuera, arriba y abajo, ayer y mañana, la vida y la muerte se
entienden, casan sus diferencias sin chocar. En este mundo verdadero,
completo, los objetos respiran y procrean, los obispos tejen, pedazos de
hombres hacen su aseo y van alegremente al mercado cuando no enuncian
sentencias a menudo edificantes. ¿Sin contar que la tierra y las aguas no
tienen fronteras y que cada uno puede vivir a su gusto, análogamente? sin
cambiar de nombre.
¿Encontrar qué?
En fin, la cabeza que no sabe que sabe, la voz libre y sorprendente que
habla sin rostro en la noche.
Gisèle PRASSINOS
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MANCHA SARCÁSTICA
Queridas caricaturas,
Debéis combatir la convalecencia futura del hombre rodeado. Sola, su
curvatura suficiente alcanzará el estado de su alma tranquilizada por el
encanto hilarante de su cautiverio.
¿Cómo perforar el espíritu para confundir a la humanidad unánime sin
vivir de la sangre de sus ancestros, para retroceder a la manera gutural de
precipitarse tranquilamente? Todo esto es de una dificultad demasiado
simple para llamarse a sí misma la única fuerza común del presente pasado;
todas estas cosas imitadas por la burla del finado despertarán en nosotros
una mímica de sufrimiento. Y por eso, queridas y satisfactorias sábanas, he
hecho entrar en la profundidad de vuestros seres el único funcionamiento
rural de mi amistad.
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CABELLERA ARROGANTE
Un niño que entró muy acalorado en la habitación apestaba con su
cabello mohoso. Creyó hacer bien preguntándome el precio de la ánfora que
estaba en el estante de la antecámara. Pero le dije que su sobrino estaría muy
contento si se liberara la cabeza. Con aire más bien receloso, me dijo: «Son
malvadas las golondrinas.»
Pronto, otro niño hizo su aparición. Sobre su vientre desnudo colgaba una
cosa cilíndrica y dura que le hacía parecer un evadido.
Fue a sentarse cerca del otro y le dijo: «Tienes el cabello mohoso.»
Después, limpiando la punta de su zapato rojo, me lanzó una de esas
pequeñas bolas de cuero de las que ambos tenían las manos llenas.
Me volví para ver la ventana. Durante ese tiempo alguien, sin duda,
entró. Debía ser una niña pequeña pues escuché sus dientes romper la
cáscara de una nuez.
Cuando me di la vuelta, vi a una niña pequeña con nueces verdes entre
los dientes. Ella me miró, después, señalando con sus manos amarillas al
primer niño, me dijo: «Su cabello debe estar mohoso porque he encontrado
una pequeña viruta de madera en el rellano.» Pronto se oyó un ligero
chirrido. Era el segundo niño que lloraba mirando el cabello de su camarada.
Cuando me desperté, ya no había niños. Pero sobre la alfombra yacía un pie
masculino con vendas, cabellos mohosos y nueces.
Los niños temen a los ídolos.
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LA RAÍZ DE LAS EDADES
Un domingo, la luna fumaba y un gato maullaba en la cocina que estaba
encantada.
A su lado, una mujer de hombre miraba con atención el péndulo plano del
pasillo. Esta mujer estaba sentada en el suelo con un peso de un kilo,
intentaba medir sus cabellos chapados. Su marido estaba fuera hablando a la
tierra. Cuando volvió a la casa, tuvimos que tomar sus campos porque ni la
gallina ni el niño se hicieron oír.
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CUALIDADES DE APÓSTOL
Leer y cantar es una cosa apropiada mientras que hablar por minutos.
He hablado y mi bravo ser ha gemido.
He jugado poco y acabé mal.
Porque el fin es el fin de una cosa y cuando me aperciba de que existe, diré:
«La nieve ha comenzado a caer esta mañana.»
He visto muy claro mientras el cielo me miraba.
Y, entre estas nieblas líquidas, pensé que entre ellas dos no había más que
canciones.
Entonces, maravillosamente bien, corrí hacia la granja silbando y mi corazón
más digno que el polvo gritó bajo sus pasos.
Pero, como jamás he visto a un apóstol, no podré salir de aquí. También, con
un celo sin igual, mi alma simple e indiferente pronunció estas palabras:
«¡No hay cosa más dulce que la vainilla!»
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EL ESPECTRO DE CHATEAUBRIAND
Un perro andaba de un lado para otro por la acera izquierda de la calle
Sena. El espectro de Chateaubriand, brillante por el fuego de sus entrañas, le
seguía con su paraguas entre las piernas.
Así fueron durante un buen rato. Tan pronto como llegó a una planicie
que separaba la iglesia de San Martín de su campanario, el perro se volvió,
olfateó el aire lleno de niebla haciendo la señal de la cruz. Pronto apareció
un cierto número de leprosos que parecían tener fiebre. Pero como todo el
mundo sabe que al final de cada mes se hace la plegaria, los leprosos
fatigaron sus pies para disminuir la rabia de su jefe. Este jefe que parecía
enfermo, dirigía su tropa sin demasiada dificultad. A pesar de esto, el
espectro de Chateaubriand velaba, digno y salvaje, a estos seres fácilmente
locos.
Finalmente, el perro se levantó. Recorrió nerviosamente la tropa que se
había impregnado de su fuerza.
Ante él, los leprosos no se movían. A su paso sabio, cada uno de ellos
guiñaba el ojo y enrollaba una bobina como para ser digno de él. Todos, uno
tras otro, solamente para hablar, pararon de conducir a su predecesor. Nadie
se mofaba de él, sabiendo que su alma estaba pronta para el aburrimiento.
Después de haber pasado fila, corrió hacia el espectro, que, sonriendo, le
sopló algunas palabras muy dulcemente. Después partieron juntos, dejando
tras ellos la bella armada de leprosos, simples y dignos de serlo.
Siguieron por la acera que conduce a la Bastilla. No tropezaban. Solo el
perro se volvió para decir una palabra, una sola porque la boca colocada
entre sus dos fosas nasales se sacudió como para decir «hola».
Aún caminaban. En un momento dado, el espectro se sentó en el
parapeto. Hablaron juntos de cierto cabaretero que reemplazaba el azúcar
por papel maché.
A las diez, el perro sacó de su chaleco un pedazo de lamé plateado que
sacudió con un gesto casi de viejo. Lo arrojó al río. El trozo de paño se
hundió y volvió a aparecer, arrastrando un cráneo de búfalo. Este último iba
seguido de un hilo que estaba retenido por un poste que un menor acababa
de plantar.
En la orilla que dormía y donde el sol no había penetrado aún, un cuerpo
de búfalo devoraba la hierba caliente. El perro miraba todo esto, a la vez en
blanco y adormecido.
El espectro se escabulló suavemente, los pies en el centro y no lo
volvieron a ver antes de la inspección de leprosos que tuvo lugar el 22 de
noviembre de 999.
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POEMAAMOROSO
A la sombra del tapiz tornasolado, ¡ah! ¿por qué, tiernamente inspirada,
ordenaste las fibras ínfimas de mi corazón? ¿Jamás sorprendiste el parpadeo
instintivo y foráneo de la corporación central de mi alma? ¿Cree pues que la
moralidad fiel sea un secreto que se sufre particularmente?
¿Que mis miradas salubres ya no reventarán bajo la influencia árida de
sus sombríos globos oculares? ¡No, no lo es, ni lo será jamás! Porque velo
socialmente por la unánime capacidad de los órganos originales y sé que
ellos adoptan la superioridad general de la organización profética, vuestro
corazón jamás osará reservar el mío.
Por tanto, estableciendo reverencias e hilaturas, os digo fumigando estas
palabras quejumbrosas: «Temamos a los sentidos.»
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GEOMETRÍA UNÁNIME
Tu sabiduría y tu estilo habrán vencido a mi corazón que continuarás
llevándote por la fuerza. Aunque después de haber vivido toda mi existencia
en la felicidad, tú mi amada, me volverás moribundo y sin fuerza. A pesar de
eso, ¿tienes un poco de papel? A pesar de eso estarás siempre en mí y mi
alma, guiada por la única cualidad propia que permanecerá en mí, saldrá
volando sana y fácil entre los felices. La tinta y el papel seguirán siendo para
mí santidades sin palabras pero me devolverán la fuerza y la existencia. Los
fragmentos ínfimos de mi corazón roto, después de mi muerte, tendrán que
ser apretados en papel de seda y encerrados entre los anales de la verdad.
¿Por qué durante toda mi vida no he sabido devolver el cambio a este
pobre Julián? Todo esto porque mi corazón, empujado a la inmensidad del
alma por duendes encantadores, será atrapado en su vuelo entre los barrotes
de una ventana de prisión.
Pero al fin, la divinidad será, permanecerá y morirá en mí porque sé que
el único momento que he sabido degustar frente a un soplo de felicidad ha
sido en el que he podido decir:
«Significación artística.»
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LA DIFICULTAD DE UNAASCENSIÓN
UN CANADIENSE. — ¡Oh, diantres! ¡saca a este desafortunado! Déjale
roer su jaula y a su infame cazador.
UNA HORQUILLA. — ¿Que le deje hacer? ¿No tiene suficientes vasos
y sanguijuelas? ¿Jamás le preocupa la bebida?
EL CANADIENSE. — Sí, todo eso es verdad pero ¿no crees que la única
cosa que se puede imaginar es una taza rosa? Él, es su asunto. Jamás tendrá
otro placer que: su dolor.
LA HORQUILLA. — No te dejes llevar. El cielo y sus servidores lo
perseguirán para siempre como a un duende difícil.
EL CANADIENSE. — Ve a ver a la lavandería si los hombres han
llegado.
LA HORQUILLA. — ¡La infame palabra!
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GEMELOS PERFECCIONADOS
Había en una habitación un niño que miraba a otro. Los cabellos del
primero estaban solamente dibujados en el cráneo sobre una nariz
puntiaguda. El otro tenía un pico de pato a guisa de boca, con miles de
pequeños insectos en el extremo.
Hacía ya mucho tiempo que se miraban. Un hombre que pasó la víspera
los había visto en la misma posición. No se movían. Solamente, de vez en
cuando, el pico del segundo niño se despegaba y venía a colocarse sobre la
boca del otro. Hubo entonces un gran ruido que hizo estremecer a los dos de
la misma manera.
Aquel día, el hombre de la víspera no pasó. Los niños no cambiaron de
lugar y la noche llegó. Cuando se bajaron las persianas, se escuchó el
rechinar prolongado de una silla, pronto seguido de otro rechinar similar. Se
veían dos formas blancas ir al reencuentro la una de la otra, aferrarse la una
a la otra y caer. Se sentía a las uñas arrancar la piel y emprender la huida
volando alrededor de la lámpara. Después de la caída de las formas blancas,
apareció un cono fosforescente, agujereando las paredes, rasgando el techo
que voló furiosamente.
Cuando el día llegó y el hombre pasó, todavía estaban los dos niños que
se miraban. Esta vez, fingió no verlos.
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UNA CONVERSACIÓN
En un trigal.
El hombre está vestido con una túnica de encaje ocre manchada de rojo.
El caballo está desnudo. De su cola, cuelga una caja de fósforos de donde salen las
antenas de una langosta.
El hombre está sentado en un cojín blanco ornado con dibujos verdes.
El caballo sobre el hombre.
EL HOMBRE. — ¿Hemos menospreciado al diamante verde?
EL CABALLO. — Creo que por ley, debimos hacerlo. Como la ley está
disminuida, mi espíritu pide la reducción de las bujías.
EL HOMBRE. — Recuerda, matasellos, que el hombre no tiene derecho
a satisfacer a los empleados y que incluso el teléfono rechaza pagar
impuestos.
EL CABALLO. — Comprender, es disminuir.
EL HOMBRE. — No, puesto que todavía no hemos ensayado nuestra
suerte. No podríamos hacerlo, habida cuenta de que es más fácil.
EL CABALLO. — No, no creas en esas cosas concretas que deben, a
pesar de su dignidad, agotar su cháchara. ¡Indígnales, diles tonterías, que
carecen de coraje, verás cómo nos seguirán!
EL HOMBRE. — ¿Esto por qué? ¿No tengo suficiente grosería para
ocuparme, además, de la cola de un millonario?
EL CABALLO. — ¡El amor que he amado siempre me ha apreciado!
EL HOMBRE. — Sí, yo también.
EL CABALLO. — Estamos en la misma cima…
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TRANSFORMACIÓN
Una tropa de soldados que pasaba se miró en un hielo. Vio un gran lecho
de madera blanca detrás del cual una cortina bordada soportaba filas de
tapones de vidrio. Este lecho estaba recubierto con una pelliza agujereada
hecha de plumas entrecruzadas. Todo flotaba lentamente sobre un mar
blanco poblado de mercerías.
Uno de los soldados salió de la fila y se puso ante el hielo que osciló.
Tomó un pompón de seda pegado a su sombrero y lo miró abrirse como una
flor cuyos pétalos se evaporan al trasluz. Cuando todo desapareció, el tallo
se transformó en una enorme jarra llena de vino que se volcó en el hielo
aumentando el volumen del mar. En seguida, el gran lecho se levantó,
rechazado de lado mientras le brotaban brazos ondulantes, llenos de
callosidades nerviosas que siguieron los movimientos del agua. Así, el gran
lecho se fue, el soldado animado hizo señas a sus amigos para que le
acompañaran. Pronto, todos le siguieron y el hielo reflejó otra imagen.
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SEÑOR DE CALÓNCALZA
El señor de Calóncalza se encontró con un monje que acababa de hacer
una víctima en el muelle Voltaire. Primero le quitó el gorro que llevaba
demasiado sobre el ojo. Después, levantándole la manga derecha, se sintió
en la obligación de arrancarle algunos pelos.
A primera vista, el monje creyó que el señor en pantalones cortos quería
pisarle el pie. Pero cuando vio que le depilaban, sonrió maliciosamente,
satisfecho sin duda de ser liberado de este tipo de ejercicio. El señor de
Calóncalza desnudó completamente el brazo, y sacando de su bolsillo un
pequeño objeto de hierro fundido que parecía muy valioso, lo aplicó
bruscamente entre las dos fosas nasales del monje. Éste parecía cada vez
más contento; sus ojos que hacían esfuerzos para escaparse mostraban muy
claramente su felicidad y una especie de alivio físico que le quitaba las
pestañas y otros pelos y filamentos.
Pronto, el señor de Calóncalza desplazó el pequeño objeto de hierro
fundido haciéndolo deslizar horizontalmente hasta alcanzar la embocadura
del tímpano. En ese momento, los ojos del monje se sobresaltaron,
adquirieron una expresión de descontento progresivo y, pronto, como
atraídos por la fachada de un restaurante vecino, emprendieron la fuga,
volando alegremente lejos de sus cavidades.
Hubo una sacudida en el aire y el monje, sintiendo una falta en sí mismo,
separó sus pies del suelo y tomó la dirección de las nubes.
Entonces el señor de Calóncalza, constatando la desaparición de su
modelo, murió en el lugar, de decepción y de orgullo.
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DESCRIPCIÓN DE UNA BODA
El cortejo se compone de treinta personas. La novia le precede,
sosteniendo por el brazo a su reciente marido. Es muy grande y su velo solo
le llega a la cintura. Tiene una enorme cabeza redonda provista de una
soberbia patata que hace las veces de nariz. Sus ojos son nueces perforadas
de donde salen minas de lápiz rojo. Tiene una boca muy azulada y una hilera
de dientes negros y pastosos. Como está desnuda, se puede ver su cuerpo
salpicado de bultos de lana y su ombligo de donde cuelga un pequeño diente
de león florido. Sus cortas piernas no terminan en pies sino en pezuñas de
vaca. En conjunto, parece una paloma herida.
A su lado, su reciente marido solo le llega a las rodillas. Tiene un pobre
aspecto coronado por una amplia sonrisa que le viene de la nariz (ésta tiene
forma de dedal y termina con un pequeño botón azul marino). Viste un saco
de tela verde que le llega por encima de las rodillas. Sus piernas de aluminio
se llenan de caries cada vez que ríe. En el lugar de los ojos se encuentran dos
claveles marchitos. Sus brazos son tan cortos que, para sostener a su mujer,
se ve obligado a detenerse en medio de la calle. Ésta le mira con melancolía
mientras canta la primera estrofa de una canción de su país:
«Difusa pradera de Cachemira
mi bella y tierna Palmira
ten en tu corazón de viña
un surco, de bravura.»
Detrás de ellos vienen los niños de honor que cantan un himno a la novia:
«Flor de los campos
rosa de primavera
florero de noche
ruido.»
El padre de la novia viene después con su mujer abrochada a su chaleco.
26. 26
UN CABALLITO
Un caballito vino a encontrar a Lucha en su esquina del árbol. Él le
mostró, haciéndola danzar, una flor rosada que sostenía bajo su brazo y
cuando Lucha avanzó la mano para cogerla, él atrajo la fina cosita a su boca
y la rodeó con su lengua caliente, como para hacer un paté.
«Rápido, dijo Lucha, devuélveme mis dedos y te daré un céntimo en su
lugar.»
Pero el caballo respondió sin desenrollar su lengua vibrante: «Todavía un
poco más de cocción.»
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LA ISLA FUNGOSAETERNA
Esta isla está situada entre el Cotentin del norte y el lugar en que el Nilo
hace su primer recodo.
Es de forma octogonal y muy vegetariana pero no tiene ningún cultivo.
Está rodeada, en el centro, por un doble racimo de palomas y por esta razón
los visitantes están obligados a atravesarla en motocicleta.
La entrada a la isla se distingue por el tórax femenino de un mirlo
colocado bajo la primera capa de granito. La vegetación es densa. No son
más que troncos de rosales pompones falsificados y levantados en una
especie de torre que desemboca en una seringa gigante. Sobre esta seringa,
no hay flores pero en su lugar hay pequeños torniquetes de limones azules
que desprenden un olor tan roto como un obrero. En la cima de esta planta se
encuentra un esqueleto incompleto de boa que, cada vez que se agita el
árbol, se licua.
Más lejos, al otro extremo de la isla, se levanta una montaña de tres pies
y dos pulgadas de alto, sobre la cual está detenido un pequeño hombre azul
violáceo que estrecha entre sus brazos un ala de gorrión. Él la adora, la mira
enfebrecido y murmura con sus mejillas silbando de alegría:
«Que el giro del sol te sea fiel
En tu nombre radiante de fisura
Tronco de cabaña armonioso y anguloso
Asfalto.»
Alrededor de él hay pequeños seres venales que se postran ante un árbol
enano, hecho de gelatina suave y cuyas hojas se desmontan con el
pensamiento de Dios disimulado.
28. 28
EL ÁRBOL DE TRES RAMAS
La noche caía sobre las casas de la calle Tronchet. En la ventana de uno
de esos edificios, dos mujeres morenas, con el pelo muy largo y los ojos
verdes, cortaban una tela roja que caía en pedacitos a golpe de tijera. Una de
ellas tenía el cabello envuelto por una cinta verde que se confundía con sus
ojos. La otra tenía las manos más blancas y no tenía cinta pero sus ojos
estaban recubiertos por una piel gris y opaca que se perdía en el fondo de sus
párpados. Continuaron su trabajo hasta que de dentro del apartamento llegó
una voz que sufría perdidamente. Entonces se levantaron suavemente,
dejando la tela y las tijeras. Desaparecieron juntas en un mismo movimiento.
Al cabo de un instante, la ventana se cerró ruidosamente y no las vimos más.
Llegó la noche y un brazo desnudo bajó las persianas de la ventana. Todo
se volvió negro. Ninguna luz iluminaba la calle.
Hacia medianoche, un grito largo, siniestro, estalló, procedente de esa
ventana. En seguida, multitud de pequeños cuadrados rojos volaron por el
aire. Uno a uno, fueron a aplastarse sobre el pavimento de abajo y el agua
sucia del arroyo se los llevó. Desaparecieron en un agujero negro al final de
la calle...
..…..……………..…….....……………..….………………….………..….….
Al alba, un hombre con la cabeza desnuda, cubierto solamente por un
trapo alrededor de los muslos, caminaba lentamente por los márgenes del
Sena. Al cabo de una cuerda tiraba de una gran caja de aluminio llena de
unos desechos cualquiera. Al llegar bajo una bóveda del muelle, se sentó en
el suelo sobre la piedra mezclada de tierra. Apoyó su cuerpo desnudo en el
frío y sonrió. Esa sonrisa persistía en el rostro de mejillas suaves y violáceas.
Los ojos demacrados, como ciegos, giraron al fondo de sus órbitas y
finalmente se fijaron en un objeto lejano que flotaba sobre el agua del río.
Era algo rojo, un amasijo de sangre informe. Una mano cortada, lívida,
metió sus uñas en la materia blanda que cambiaba de forma. La cosa pasó.
El agua vino. Otra cosa pasó: largos hilos negros, cabellos colgantes. La
brisa a ras del agua rozó la cabellera y le dio la vuelta. El hombre vio una
bola blanca perforada con dos agujeros grises. Mientras el día aclaraba, la
bola se hundía en el agua, lentamente, los hilos negros tras él…
29. 29
DÍANEGRO
Un día, hacía frío.
En el río, un mantel blanco se extendía, escondiendo los reflejos unidos
de sombra de ese día.
Cuando se hizo de noche, un hombre salió del agua. Se dirigió hacia un
hueco de piedra donde un perro ya se había refugiado. A la luz que
proyectaba un rincón luminoso del cielo, pude distinguir al hombre: llevaba
sobre la cabeza un inmenso embudo de cordel, labrado y adornado con
piedras puntiagudas que había hecho hacer a un hojalatero amigo, a cambio
de un ovillo de hilo rojo.
Parecía cargado de chatarra sin oxidar que, sin duda, iba a buscar al
fondo del agua para venderla en la orilla y recibir arena.
Cuando se percató de la presencia del perro —por lo que pude darme
cuenta era de noche—, creo que su alargado mostacho se extendió más y
adoptó la forma de una V. El perro, asustado por este cambio, hizo girar sus
ojos hacia el muro y sintió la punta de su cola pegarse a la pared de piedra.
Pero al ver al extranjero calmar el nerviosismo de sus pelos por un
sobresalto febril, se tranquilizó y fue a acurrucarse a un rincón del agujero
para no asistir a las plegarias de su vecino de lecho.
El hombre depositó su fardo.
Pensó que no podría hacerlo mejor y, arrodillándose sobre las baldosas
húmedas, invocó la soledad del poeta.
Durante este tiempo, el perro que rebuscaba en lo más profundo de sus
entrañas exteriores mantenía un ojo medio cerrado para vigilar mejor el
silencio. Pero viendo a su costado la masa inmóvil y fría del hombre en
cuclillas, se durmió, no pudiendo aguantar más.
….……………………………………………………………………………..
El agua fluía todavía, su chatarra en el fondo del lecho, esperando solo al
hombre del fardo para pararse. No había más que unas olas ligeras, formadas
por el vaivén mecánico de las pesadas nubes.
El día apareció con su claridad y su negrura. El hombre se levantó, su
sombrero en la cintura y su suave mostacho endurecido por la noche.
Se fue, se abatió sobre la orilla y desapareció en las aguas profundas, en
busca de novedades.
Pero el perro aún joven se quedó allí.
30. 30
LA SENSIBILIDAD DE OTRO
Caminaba sobre tablas que se movían mucho.
A cada lado, había aguas profundas con monstruos y arañas azules.
En un clavo de la pared se encontraba una cuerda y un libro que se iba y
volvía sin parar.
A veces, un paralelogramo que hablaba se despegaba y adoptaba la forma
de un hombre joven.
Del otro lado del río, una pequeña luz se movía y parecía reír con anchas
manos rojas.
Seguía caminando y las tablas temblaban.
Estaban sembradas de un polvo negro que debía ser una falda porque
había visto más lejos una camisa que deseaba mucho tener.
Pronto, llegué a un lugar donde las tablas ya no se movían y donde los
árboles eran velas de color.
Esas velas se apagaban y se volvían a encender silbando como armarios
de madera.
………………………………………………………………………………
Mi padre ha hecho mal su biblioteca y ha tenido un apagón de
electricidad.
31. 31
NOVEDADES DE MADERA
Al pasar por una calle amplia y empedrada, se puede ver una tienda roja
con azulejos ovales pintados de verde y, sobre la puerta de chapa, un enorme
letrero así concebido:
EL SEÑOR CHONQUÉ
al frente sobre su felpudo.
En el interior de esta tienda, hay veintiocho pequeñas mesas a tres pies y
sobre cartulinas azules se encuentran llaves de toda clase, dispuestas en tela
de araña. Bajo cada mesa se puede ver a un hombre pequeño o a una mujer
pequeña con brazos y piernas oxidadas, pasadas por un orificio que
representa un pie del mueble.
Y el viernes a las cinco de la tarde, si los zapateros están abiertos, se
escucha una voz débil que cae del techo, articulando estas palabras: «¡Flac!
¡¡Prite!!»
Tan pronto como los hombrecitos salen de debajo de las mesas, se ponen
en fila tras la mesa de en medio —cada uno llevando el pie de su vecino a su
oreja— cantan ciegamente:
«El martillo está en su agujero
hay que ir a cogerlo
quiero soplar el punzón
para que su punta se escape.
Necesitamos atar
pájaros a los cepillos
y que las limas de hierro
se arreglen para petrificarnos
¡flac! ¡prite!
¡prite! ¡flac!
¡¡vron!!»
32. 32
Ahora bien, uno de esos viernes a las cinco de la tarde, entró en la tienda
un gran señor con gafas, sin pantalones y con un bastón atravesado en su
mostacho rizado. Al pasar por la tercera mesa de la izquierda, caminó sobre
el dedo meñique de una dama y sintió en el tobillo un dolor negro que le
recordó el nacimiento de su madre. Pero nada más sucedió y el señor
continuó su camino cortando la punta de su bastón para conocer su densidad.
Cuando llegó a la quinta mesa de en medio, se arrodilló tan mal que se
golpeó el codo con el tirador del primer cajón. Se enfadó tanto por este error
que escupió en su mentón sin darse cuenta de que la sustancia escapada de
su garganta iba a pegarse a las fosas nasales del hombrecito de debajo de la
mesa. No se le dijo nada por esta vez y siguió su camino tejiendo una tira de
calcetín. Pero cuando tocó la undécima mesa de la segunda fila, se enganchó
a un clavo que estaba bajo una plancha de madera pintada.
No tuvo tiempo de sonarse la nariz, ya que la voz del techo bajaba en
forma de un cerdo volador que se plantó a su lado tocándose la cola. El
señor estaba tan enojado que, queriendo correr tras su cajón, rozó con su
dedo el vientre del cerdito. De pronto, una voz gritó: «¡Flac! ¡Prite!»
Naturalmente, fieles a la regla, los pequeñitos de la carpintería se
alinearon tras la mesa de en medio y entonaron su canto de los
viernesalascinco. Pero no lo terminaron a pesar de los grandes codazos del
Señor, el Cerdo había subido al techo con la ayuda del señor que le había
aupado.
La Municipalidad quiso saber la razón por la cual se había cantado mal.
Entonces cinco hombres pequeños y cinco mujeres pequeñas, con las piernas
en las orejas y armados cada uno con un ovillo de cáñamo, con una goma de
tinta y una regadera, se perforaron el estómago.
A las cinco y tres cuartos, un papel rosa orlado de violeta se escapó de las
fosas nasales del hombrecillo de la quinta mesa de en medio. Contenía las
siguientes palabras: «¡Calf! ¡Etirp! ¡Norv!!»
Pero no se inquietó, gracias a la voluptuosidad del gran señor que, viendo
flotar en el aire el síntoma del cólera, se sentó en la segunda mesa de la
primera fila.
33. 33
PALABRAS DESENGAÑADAS
Una mujer cosía un cojín que tenía la intención de ofrecer a su hermano.
Decía que no se había silbado aún a las baldosas y que no valía la pena
molestarse puesto que tenía un portaminas en el bolsillo.
Cuando su hija entró, le dijo soplando que debería haber pedido una caja
de cerillas para la próxima semana.
Ésta le respondió que había aprendido una bella canción. Se la cantaría si
el peluquero quisiera darle la pólvora.
Más tarde, el padre que volvía a casa encontró en un rincón un
sacacorchos de tela. Al ver a su mujer, lanzó gritos que la despertaron y le
hicieron decir que no éramos negros.
Ella preparó la cena repasando sus cacerolas para celebrar mejor la fiesta
de su hija que, después de haber comido, cantó con frenesí:
«Más cerca aún del río
donde la tierra se pierde
se ha encontrado colgado un gaznate
de búfalo que llevaba a su hijo
Se encontró también rodeada de algodón
en el suelo y silbando de rabia
a la bella espada de Chateaubriand
que después de su muerte había deseado
un calzón de satén.»
34. 34
UNAACACIA PELIGROSA
Durante todo un día, un señor que tenía mostacho buscó el lugar donde
podría plantar su acacia.
Después de haber escrito sus comisiones, llenó su pipa con un poco de
alquitrán. Luego, al escuchar a su mujer doblar un pañuelo, se limpió la
frente declamando.
Por último, abrió un armario que daba a la calle y salieron tres manos
cortadas que tenían la forma de un edificio original. Cogió una de esas
manos y, con una sonrisa satisfecha, fue a ponerla sobre un cubo azul que se
encontraba en la caja de la basura.
Después, recordando que debía designar a un menor, corrió a la barrica
para recoger una concha que pronto puso en sus estrechas narices.
Volvió a casa cantando alegremente la Marsellesa:
«Entraremos en el campo
cuando los limones se hayan secado...»
Encontró a su hija que devolvía un champiñón que había cortado la
víspera. Al verlo, no se movió pero le dijo en tono aprobatorio:
«La madre aún no ha pelado las uvas.»
Al oír esto, tomó a su hija por el brazo y la llevó allí donde viven los
puercos ladradores.
Allí se encontraron un trozo de tiza y lo llevaron a la cocina con gran
satisfacción. La madre se puso muy contenta y les declaró que un libro valía
más que un becerro.
Así que todos pasaron al comedor. El señor se quitó su corbata y la
depositó en su plato de pintura.
La madre salió un momento y volvió con un ramillete de apio que dio a
su hija diciendo: «No tengas miedo: las divisiones son más fáciles de hacer.»
La hija lloró mucho y recogió sus lágrimas en un trozo de papel que fue a
llevar a casa de su amiga.
Después volvió a acostarse ligeramente. Sus padres dormían ya y se dio
cuenta de que su padre terminaba un suéter.
35. 35
GEOMETRÍA
El camino es un trapecio de base estrecha donde la noche se abate
formando pesados redondeles. Se ven marcas almenadas, que moldean la
arena lisa y que siguen irregularmente la acera. A cada lado, una hilera de
hierbas largas y afiladas, mezcladas con flores malvas que la noche vuelve
ridículas. La base del trapecio se ensancha poco a poco y la noche se separa
para mostrar, entre las dos líneas, un espacio de claridad. La claridad bulle y
se accidenta. Un hombre acaba de resbalarse. Sus cabellos están
estrechamente ondulados, así como los pelos de la barba y cuenta las
ampollas de una corona que orna su cabeza. Hay algunas rojas y azules que
se encienden alternativamente y pivotan sobre sí mismas. Producen chispas
que el hombre trata de atrapar cada vez. Pero se apagan muy rápidamente.
Las ruedas, al pasar, borran las marcas almenadas para reproducirlas un
poco más lejos. Las últimas son menos bellas, más desordenadas pero
alcanzan el espacio de luz donde el hombre, siempre paciente, sueña con
alcanzar una chispa. Una azul, preferiblemente, porque dicen que son más
duraderas.
Hace mucho tiempo que la noche ha partido con el hombre sin chispa
aunque no desanimado.
El camino se hunde ahora en un agujero lleno de árboles.
36. 36
PARASITISMO
Un día, sobre el techo de un autobús, se encontró un cadáver de gallina
despedazado y lleno de piedras menudas. El hombre que lo vio primero era
un corredor del Tour de Francia que acababa de caer en la ruta después de
haber empujado a un peatón. Cuando mostró la gallina a todo el mundo,
subió a su bicicleta y siguió su camino.
Entonces una mujer que estaba sentada en el fondo del autobús se levantó
sobresaltada. Sostenía en sus brazos a un niño pequeño retorcido en papel de
envolver. Se dirigió hacia la salida y bajó los dos escalones a la vez,
abalanzándose contra el pecho de una chica. Después de levantarse, puso a
su hijo en el borde de la acera y se sirvió de los hombros del controlador
para subir al techo del autobús. Allí, se puso a rodillas al lado de la gallina
muerta y, cogiéndola por la cola, la vació de su contenido. Después volvió a
bajar a la calle, recogió a su hijo al que desnudó y fue a depositarlo cerca del
pájaro. Antes de irse, pone a la gallina la ropa del niño y la cubre con papel
de envolver.
Cuando dobló la esquina de la calle, el controlador del autobús fue a
sentarse en su lugar habitual y encendió un trozo de papel.
37. 37
BELLEZA PRIMITIVA
En una gran casa de hierro había un niño y una mujer que se parecían
mucho. En el exterior, esta casa era totalmente malva y las ventanas
triangulares tenían cortinas de zinc pintadas de verde. La puerta era redonda,
y para entrar había que hacer un agujero en la pared de al lado.
Un día, la niña de la casa malva salió. Tenía el cabello muy negro y sus
ojos vidriosos eran del color de una naranja. Una de sus orejas era más
grande que la otra y una especie de cubo de vidrio, atado por un delgado
cordel, colgaba de ella. Su brazo derecho tocaba casi la tierra mientras que el
izquierdo apenas llegaba a su pecho. Por último, esta niña cuyos pies eran de
papel maché llevaba un sombrero de terciopelo negro que recordaba la
forma de un jarro de agua.
Hacía apenas una hora que caminaba. De vez en cuando se paraba,
levantaba su gran brazo con dificultad, tiraba del más corto y así parecía
tenerlos de la misma longitud. Pero tan pronto como reanudaba la marcha,
cada uno retomaba su dimensión habitual. Así que la niña no se desanimaba.
Se quitaba uno de sus zapatos, lo llevaba a su nariz y lo volvía a poner en su
lugar.
Ahora, está sentada sobre una pequeña roca y reposa llorando. Mirando al
suelo, vio una babosa azul tratando de subir por su pie. Con un movimiento
brusco, la arranca de la tierra, la corta por la mitad y la reduce a paté.
Después, sacando de su bolsillo una bonita caja de hojalata, pone esta
papilla dentro y la cierra.
Se levantó, pero se dio cuenta de que no podía despegar sus pies del
suelo. Así que se afeita, se hace muy pequeña, totalmente pequeña, sus
brazos se rompen y vuela tarareando:
«Cuando me digas sí
Cuchillo
Querida mía y buena amiga
Barco.»
38. 38
LA LUCHA DOBLE
Un cuervo muerto con cabeza de Romeo, bogaba por el mar. Bajo el
agua, una alga le tiraba por los pies, mientras silbaba en sus orejas con una
flauta de caucho blanco. Esta alga parecía una enorme concha cuya cola se
hubiera multiplicado, con las orejas agujereadas y los ojos rasgados.
Alrededor de ellos había barcos de vela, adornados con florituras doradas
o guijarros azules. Uno de ellos, «El Bebedor», estaba cargado de bolsas de
papel, todas abombadas y llenas de agujeros, a través de los cuales salían
cabezas de cuervos vivos provistos de crestas rojas. La gran alga miraba
todo esto desde debajo del mar, mientras meneaba sus mil colas para llegar
hasta el «Bebedor». Parecían pequeñas víboras que se arrastraban por el
agua chocando entre sí para hacer sonidos de campana. La alga dejó al
cuervo continuar su camino, pero éste último, sintiéndose liberado, también
había llegado cerca del navío. Sin duda quería saludar a sus hermanos que se
dormían a causa del balanceo regular de la embarcación.
Tras mil esfuerzos, la gran alga tocó el navío. Enfiló una de sus colas en
un agujero practicado en el casco y atornilló, atornilló, agrandando
terriblemente el orificio. Después con otra cola, hizo lo mismo en otro
agujero. Y así sucesivamente...
Pronto, todos los agujeros se juntaron y, cuando el «Bebedor» quiso
partir, su casco se partió en dos.
Entonces todas las bolsas cayeron al mar con su contenido. Algunos
cuervos lograron despegar pero los otros descendieron derechos al fondo del
mar y se abatieron uno a uno sobre el alga enemiga. Se sentaron sobre ella y
poco a poco le arrancaron todas sus colas. Después la cabeza que los pájaros
lanzaron sobre el agua como un globo. El cuerpo fue cortado en piezas y
dispersado alrededor del navío roto.
Cuando llegó la noche, un cuervo muerto bogaba por el mar y una alga
muerta le seguía.
39. 39
RECLAMO
Un hombre que tomaba el Metro sostenía bajo su brazo un gran paquete
de donde sobresalía un trozo de tela verde. Como todo el mundo lo miraba,
dijo mientras se quitaba su zapato: «Emplead la tinta Waterman.» Después
bajó los peldaños de la escalera cojeando.
Al llegar abajo, se sentó en un banco con los pies bajo su trasero. Y allí,
comenzó a desembalar su paquete. Pero no salió nada, ni siquiera un trozo
de tela verde.
Cuando el tren entró en la estación, partió corriendo con su paquete bajo
el brazo. Pero ya no había tela verde. Solo, colgaba una cresta de gallina. El
tren silbaba.
Desde lejos, se escuchó una voz grasosa: «Es una muy buena marca.»
Cerca de mí, un señor se volvió verde.
40. 40
EL DISTRIBUIDOR
Grandes piedras marrones, montadas sobre tablas de lavar, formaban una
especie de cañón con el tubo puntiagudo, rodeado de flores malvas de papel
de seda. Sentado en un escabel de patas largas colgado en el extremo del
tubo, se encontraba un hombrecito desnudo, sobre cuya cabeza una
minúscula acacia echaba raíces. Sonreía a los transeúntes y, desde lo alto de
su percha, les lanzaba pétalos de rosas que hacía aparecer en la palma de sus
manos.
Cuando veía pasar las gallinas, cesaba su distribución y se esforzaba por
desaparecer. Pero no lo lograba completamente. Solo, sus miembros se
volvían más ligeros y flotantes y su mostacho se enrubiecía horriblemente
hasta volverse del color del aire.
Al atardecer, el hombrecito sintió un hormigueo en los ojos. Mientras
lanzaba mecánicamente sus pétalos de flor, entornó sus párpados
transparentes. Una gallina que se había escondido tras un coche aprovechó
para atravesar la calle y subir a la cima del cañón, cerca del hombrecito. Allí
se divirtió imitándole saltando sobre sus dos patas. Sus alas desplegadas
despedían un plumón vaporoso que vino de nuevo a confundir la vista de su
vecino. Éste cerró los ojos y continuó su trabajo. Cuando sus manos
demasiado enflaquecidas se vaciaron completamente, pensó que era hora de
hacer las maletas y de volver a su casa. Descendió ágilmente de su escabel
para ir a buscar su maleta que se encontraba al pie del cañón. Apenas la hubo
abierto una mano invisible la volvió a cerrar mientras el hombrecito se
consumía lentamente. Se podía sentir su rubio mostacho picando el aire con
furia.
Cuando llegó la noche, la maleta se abrió penosamente y la gallina salió
de ella, apretando bien en la punta de su pico, un mostacho de hombre,
seguido de algunas materias irreales. Después huyó.
41. 41
LA SOPA ESTÁ LISTA
En una habitación muy grande, un hombre cuadrado se ha depilado.
Ahora, sopla sobre un pelo azul que ha sacado de su oreja.
De un salto, se levanta. Sus ojos brillan y sus párpados abotonados
encuentran más fácilmente su lugar. Se dirige gritando y agitando un fósforo
hacia una cómoda sobre la cual está tendida una mujer en camisón de lana.
Tiene los cabellos encenizados, terminado cada uno por un rabo de ciruela.
Y, cada vez que su pecho se inflama, un pequeño tubo de encaje sale de su
boca.
A su lado, hay una niña pequeña llena de tinta que no tiene nariz: en su
lugar, hay un botón amarillo cosido con hilo negro. Sus ojos están al lado de
sus orejas y, al cerrarse, hacen desviar la boca que viene a colocarse entre su
cuello y su cabello. Esta niña pequeña tiene entre sus rodillas un membrillo
bermellón y, de vez en cuando, mete el dedo índice dentro y dice: «¡pon la
sopa en el cesto, rápido!»
El hombre, después de haber puesto el fósforo en el agujero de la mesa,
se echó a reír mientras chupaba la nariz de la niña pequeña.
La mujer, al ver esto, se apoyó sobre su vientre. Después se va cojeando a
cerrar la ventana de la planta baja.
Sin tomar la zanahoria del conserje, fue a decirle a su marido:
«Rápido pon la sopa en la botella.»
42. 42
LOCIÓN CAPILAR
Un hombre, una mujer, un anciano.
Están en una cabaña.
El hombre sostiene un periódico ante él y, con sus dedos, saca de su boca
pequeñas cosas como macarrones.
La mujer está sentada en el suelo.
Está desnuda y sobre su cuerpo hay botones con el borde amarillo,
terminados por un pequeño filamento. Tiene sobre sus rodillas una bolsa de
lona e intenta, con una horquilla para el pelo, cortarse las uñas de los pies.
En un rincón, un anciano imberbe y calvo la ve hacerlo. Sus ojos rosados
no tienen pupila y sus párpados están cosidos a las cejas como para caminar.
Sobre su cráneo puntiagudo, pequeños clavos dorados clavados a la mitad.
Las orejas están despegadas y detrás hay largos pelos ondulados. Tiene en su
mano derecha una especie de muñeca de alambre rodeada de papel amarillo.
La otra mano está ausente. En su lugar, hay una franja hecha de cordones de
zapato.
……………………………………………………………………………….
La mujer se ha levantado. Ha puesto su extraordinaria obra en una
palangana y ahora quiere cocerla. Pero como sin duda no tiene cerillas, hace
una señal al viejo. Éste se aproxima. Con un gancho, se hace un agujero en
la carne y saca un silbato. Después lo mete en la palangana.
Ahora, están los tres sentados alrededor de la palangana y miran. El
anciano se levanta solemnemente y dice con su voz de serrucho: «La sopa
no vale un clavo.»
Entonces el hombre le coge por la mano y le lleva a otra habitación
donde le deja.
Vuelve hacia la mujer y le dice: «¡Oh Cáliz perfumado, te seré fiel!»
Después sale.
Al pasar, atrapa una bobina de hilo amarillo que lleva a la habitación
donde ha puesto al anciano.
Cuando vuelve siente una aguja rozarle. Entonces toma la bobina, la mete
en su boca y suspira.
El anciano sonríe después corre hacia él. Se van cogidos del brazo a la
habitación vecina.
Cuando llegan, la mujer había puesto en su pie una madeja roja de seda
de Argel.
43. 43
CUALIDAD FOTOGÉNICA
Un día, un niño pequeño se escapó de los brazos de su madre. Había visto
en el suelo un cabo de lápiz que le había dado envidia. Así que lo recogió,
hizo un agujero en la tierra, puso el lápiz dentro y lo recubrió. La madre, al
ver esto, se puso a llorar y dijo: «No se debe vivir sin alegría.»
Entonces el niño desenterró el lápiz y se lo llevó a un señor que pasaba.
Éste lo mordió, lo enfiló en una oreja después en la otra, lo sacudió y se lo
devolvió al niño que lo hizo caer. Otro pasó por encima después se agachó
para recoger los escombros. Quitó la mina, la cortó en dos y la metió en el
bolsillo de su chaleco.
El niño corrió y se arrojó a las faldas de su madre y le dijo: «Me gustaría
ver un lobo.»
El señor que había guardado la mina del lápiz fue a un café donde pidió
un poco de papel secante. En posesión del papel secante, retiró de su chaleco
la mina del lápiz, abrió su navaja que le sirvió para reducir a polvo lo que
quedaba del lápiz, puso este residuo en un cuadrado del papel secante y
salió.
Caminó mucho tiempo, mucho tiempo, después llegó a un pequeño
pueblo a orillas del Sena.
Allí, se instaló cerca de los juncos y se durmió.
Al día siguiente se despertó, buscó la bola de papel secante con su
contenido, lo redondeó y, con un movimiento muy calculado, lo arrojó al río.
Miró la bola blanca flotando sobre el agua y dijo: «El latón está formado
por cobre y estaño.»
44. 44
UNA DEFENSAARMADA
Un día, un señor que tenía los ojos amarillos entró en un colmado donde
se encontraban ya dos mujeres.
Cuando pasó el umbral de la tienda, una de las mujeres, armada con una
ballesta, vino hacia él, le estrechó entre sus brazos y murmuró: «¡Qué
amarillos tienes los ojos hoy!» Entonces, el hombre la tomó entre sus brazos
y la llevó a la habitación de al lado.
Se instalaron en un sillón para comprender mejor los celos y se pusieron
a hablar.
Dijo que, a pesar de que tenía los ojos amarillos, no se le podría decir que
su sombrero era de terciopelo y que sabría responder si su madre le pegaba
en las manos.
Entonces la mujer frunció el ceño, presionó uno de los botones de su
falda y dijo: «Julia debe haber soplado en sus dedos porque la oigo decir su
plegaria.»
Después se adormecieron.
Soñaron juntos con un muchacho que tenía los ojos amarillos y las
mejillas llenas de oro. Cuando sonaron unos pasos, se despertaron
empujando sobre la llave del aparador.
La segunda mujer entró. Llevaba sobre la cabeza un pequeño frasco de
judías y cada vez que respiraba, caía y se rompía.
Se aproximó a ellos y les sonrió dibujando con su cabellera una lata de
café con leche que estaba sobre la cómoda.
Entonces emitieron gritos de alegría, eligieron de una bandeja una botella
de Cinzano y se volvieron hacia la segunda mujer, la cortaron y le dijeron:
«Tenemos un gran sufrimiento.»
Después brillaron con un destello bermellón y la mujer se arrancó un
mechón de cabello mientras el hombre se pelaba la nariz.
45. 45
BLOQUE
Una buena mujer fue a buscar un haz de leña a la tienda.
Después de haber ido a coger una babosa al sótano, encendió su fuego
mientras descolgaba su delantal.
Cuando su marido llegó, le dijo que habría sido mejor que tomara un
Pernod. Pero con un tono rudo, contestó: «He comprado tarjetas postales
para limpiar el nicho.»
Pronto, llegó un niño con agujeros, arrastrando tras él un hueso de la
suerte de pollo: «Tenemos miedo de eso», dijo soplando sobre sus cabellos
grises.
Cinco minutos después, la madre sacó del cajón de la cómoda un trapo
donde puso la cacerola a hervir la leche.
Luego se pusieron a la mesa.
Un plato tenía un trozo de manzana cocida pegado. El niño lo arrancó
con sus dientes y se lo llevó a su padre que lo metió en el tubo de su pipa.
Cuando se tragó la sopa, la madre salió a la puerta con un ovillo de lana
que puso entre los barrotes de la ventana después de haberla enjabonado.
«Es culpa de los pájaros.»
Luego entró a acostarse.
El niño dormía con su hueso de la suerte en las fosas nasales.
46. 46
TRÁGICO FANATISMO
I
Un agujero negro, una viejecita, animales.
En el agujero, una minúscula viejecita.
Está escondida en una butaca muy grande toda carcomida cuyos agujeros
están tapados con bolas hechas de pelos de gato.
Parece dormir. Sus escasos cabellos están recogidos de tres en tres y
atados por un pequeño cordón verde. Su rostro está apergaminado y tiene
forma triangular. Su frente, arrugada y recogida no tiene más de un
centímetro de altura. Sus ojos eran probablemente azules pero ahora ya no
tienen color: son opacos. No tiene pestañas pero, sin duda guiada por un
ligero movimiento de coquetería, puso hilos en su lugar. Su nariz ya no
existe por así decirlo y de cada fosa nasal, salen pequeñas hojas de rosales.
Su boca está desprovista de labios y su mandíbula inferior está tan oculta
que ya no se ven sus dientes.
No tiene mentón. De su cuello cuelgan trozos de carne que han querido
ser retenidos por alfileres de nodriza. Sus orejas están coronadas por grandes
lunares peludos.
Su cuerpo está revestido por un forro de papel de lija usado. En las
mangas, aparecen una especie de muñones secos, cubiertos de largos pelos
duros y amarillos.
Solo tiene una mano pero está provista de doce dedos con las uñas
torcidas.
Sus pies son grandes y desnudos, igualmente provistos de doce dedos
idénticos.
47. 47
A medio metro de cada pie, en el suelo, se encuentra un pulgar hinchado
cuya uña está siendo devorada por un sifón.
A su alrededor, una docena de gatos de todos los tamaños y de todos los
colores.
Uno de ellos, el que está más cerca de ella, es muy grande: casi tan
grande y tan viejo como ella.
Ha debido ser blanco pero como es casi calvo, su carne viscosa aparece
bajo una decena de pelos atados por un pequeño cordón amarillo. Debe ser
su preferido porque de vez en cuando alarga su única mano y le saca su
única oreja violeta. Entonces el animal la mira con sus ojos cítricos que
quieren ser lánguidos.
Sobre sus rodillas, la vieja sostiene un gato minúsculo. Es todo negro con
los ojos de un verde pálido. Sus orejas eran tan largas que se las debieron
cortar. Como el trabajo se ha hecho mal, una es mucho más corta que la otra.
Sobre su pecho marrón, se ve algo que brilla. Es una pequeña linterna que
sirve de candela a la vieja para irse a acostar.
Entre sus dos pies se extiende una gata de tamaño medio. Tiene un
vientre enorme y, como es transparente, se ven pequeños gatos jugando con
un trozo de bazo.
Al lado de esta madre gata, un gato grueso que debe ser su marido. Es
gris, lo que le hace parecer una golondrina. Tiene órbitas pero no ojos, y una
sola pata, la otra le sirvió a la vieja de limpia botellas. Sobre su cabeza, está
clavado un trozo de mono y, como éste se ha podrido, hay gusanos que salen
de todos lados.
Debajo de la butaca, se extiende un enorme gato cuyos pelos terminan
todos por un pequeño bolsillo que encierra polvo de mono seco. Está
totalmente desprovisto de patas pero éstas se encuentran al lado de él, atadas
juntas por un hilo de seda rosa.
Otra gata está sentada cerca de la vieja, sobre un taburete. Pelirroja,
aunque su cabeza sea negra y sus cuatro orejas, en forma de corcho, sean
grises. Sus patas delanteras están en el lugar donde deberían encontrarse el
primer par de mamas.
Al pie del taburete, un soberbio gato azul, el único que por otra parte está
casi completo: le falta simplemente medio milímetro, de un pelo de la cola.
Sobre un sofá, siempre al lado de la butaca, cinco gatos rojos, idénticos.
Les falta a cada uno una oreja. (¡Algún día, la vieja, se olvidó de hacer la
compra, y se hizo un guiso de orejas de gato!)
………………………………………………………………………………
48. 48
La vieja se levantó. Para no molestar al gatito, fue a coger a la cocina
medio limón que ha exprimido en las fosas nasales de su preferido. Entonces
éste fue a buscar una botella de tinta en la cual había vertido tintura de yodo.
Se quitó el pequeño moño amarillo de sus pelos y lo puso en su boca.
Arrastrándose un poco con la ayuda de una hoja de papel, la vieja volvió
a la cocina donde puso a calentar su cena. Después de haber limpiado sus
zanahorias para no quitarse sus medias, emitió un gran suspiro diciendo con
una voz sin timbre: «¡Ildebert, mi niño, has sufrido tanto!»
Después se arrodilló en el suelo para comer. Enseguida se levantó
poniéndose el dedo en el ojo.
La noche llega. La vieja tiene sueño, por eso abrió su fosa nasal derecha.
Como ya no recordaba dónde estaba su lecho, instaló un libro sobre la
espalda del gran gato sin ojos. Luego, después de haber descubierto un
metro treinta de extra-fuerte amarillo en un cajón, terminó de comer.
Ahora, se desnuda porque se acuerda de que una vez, cuando era
pequeña, su madre le había dicho: «Ángela, serás ingrata.» Su lecho, hecho
de viejas macetas, la espera con impaciencia.
Así que ella continúa desvistiéndose y cantando:
«Ven a arder a mi casa
Bella mía
Solo te amaré a ti
Basura.»
Ya está desnuda.
Su cuerpo está atravesado por agujas de punto violetas que ha clavado a
propósito para que haga bonito; y, en cada extremo del alfiler, ha atado un
pequeño lazo verde.
No tiene muslos. Hay un vacío entre su bajo vientre y sus rodillas.
Para que eso aguante, ha suspendido sus piernas con un cabo de cuerda.
Por último, entra en el lecho mientras que sus ojos, fuera de las órbitas,
caen a sus pies. Ha apagado el vientre del gatito. Así que está muy oscuro.
Solo se ven en la noche dos bolas brillantes que saltan sin parar. Son los ojos
que buscan sus agujeros. Pronto caen, cada uno en su lugar respectivo, y
empañan.
La vieja duerme, las bestias duermen…
49. 49
II
La vieja sin duda quiere ir al servicio porque despierta a su preferido y le
dice: «Sin contar que eso no es como debiera.»
Entonces el gato, con una voz apagada, responde: «Pobre bella.»
La vieja, para despertarse, ha puesto en su orinal nocturno un trozo de
papel secante rosa. Piensa así poder detener al panadero de paso.
Es de día.
La vieja abre sus ojos escabrosos.
Como hace buen tiempo, está contenta y canta:
«Amo los picatostes
Encantadora amiga
Mi corazón a tientas
Bate.»
Todas las mañanas, a las siete y tres cuartos, tiene el hábito de quitarse
una de sus agujas de tejer y cambiarla de lugar. Así que efectúa su tarea y
piensa que si los armarios de la antecámara eran marrones, debería ir al
librero para comprar un frasco de mostaza a las finas hierbas.
Ahora, se viste y, como tiene mucha hambre, estira las piernas.
A las ocho y veinticinco, se escuchó un crujido y una raja de melón que
estaba sobre el aparador se despegó y dejó aparecer un pequeño ser
fantástico que, en lugar de orejas, tenía un rastrillo de jumento. Sus manos
eran tan grandes como él mismo, aunque sus dedos estaban cortados en el
centro; sus ojos tan próximos que se confundían en uno solo de donde salían
tres dientes de peine de celuloide.
Luego este hombrecito descendió del aparador bailando y se fue a situar
ante la vieja que, a su vista, se puso escarlata. Sus ojos brillaron con un
destello de jugo de limón y los cordones de su cabello volaron.
Entonces ella se agachó ligeramente para coger al buen hombre entre sus
brazos y, con un movimiento brusco, lo puso en su boca y lo tragó.
Después se fue a coger un tapón de tintero a su costurero y lo puso
cuidadosamente entre su pulgar y su dedo índice del pie.
Acordándose de las palabras del Evangelio:
«Vainilla
Brilla
Filla»
50. 50
se dirigió a su orinal nocturno, se sentó encima y se levantó enseguida. Con
uno de sus doce dedos, retiró del recipiente al pequeño buen hombre con los
dientes de peine, lo besó y lo puso bajo la raja de melón.
En ese momento, las cinco gatas del sofá se movieron y la vieja fue a
sentarse majestuosamente en su butaca.
Entonces, vimos al gato preferido, al gatito con el vientre farolillo, a la
gata encinta, su marido, al gato con los pelos terminados en un bolsillo, al
gato pelirrojo, al gato azul y a los cinco rojos, dirigirse solemnemente hacia
ella y postrarse murmurando:
«Vamos a arder a tu casa
Bella mía
Solo te amamos a ti
Basura.»
51. 51
SONDEADA
I
Un perro corría por la calle. Tenía en la boca una varilla de cerezo en la
cual habían atravesado dos trozos de carne ensangrentados, recién cortados.
Una mujer lo perseguía, arrastrando sus piernas sin pies, cubiertas de
terciopelo negro. Tenía largos cabellos blancos que tocaban casi el suelo y
un sombrero de piel de papel secante rosa, como una bolsa, que le ocultaba
los ojos. Cuando el perro dobló la esquina, se detuvo y se sentó en los
escalones de un porche. Sacó de su bolsillo una pequeña agenda, rasgó
algunas páginas y las puso sobre las palmas de sus manos. Finalmente,
después de quitarse el sombrero que arrojó al arroyo, se levantó y continuó
su camino.
Por su parte el perro, sin aliento, se detuvo e intentó comer su botín. Pero,
al primer bocado, la carne se negó a cortarse. El perro no perdió el coraje y
trató de abordar el segundo trozo cuando la visión de la mujer le hizo
emprender la fuga, olvidando la varilla y su cena.
Sondeada —era el nombre de la mujer— brincando logró atrapar la presa
del perro y la metió vivamente en un periódico que había traído. Después se
fue más lentamente haciendo el signo de la cruz para agradecer al Espíritu
de la Bondad que la había ayudado a reencontrar su bien. Caminó así mucho
tiempo y llegó a un campo grande lleno de hierba quemada, en medio del
cual se encontraba un pequeño estanque rectangular. El agua estaba
enfangada y cubierta de arañas verdes. Sondeada se aproximó y tuvo una
buena idea que le hizo hacer una mueca. Se sentó en el borde, depositó sus
cosas y se desnudó. Sacudió sus ropas y las extendió en la copa de un
pequeño cerezo que la miraba. Después se arrodilló sobre la hierba y, la
cabeza primero, desapareció en el estanque. Solo se ve el extremo violeta de
sus piernas muertas y algunos cabellos blancos de su cráneo. Hasta las dos
de la noche, se quedó en el fondo del agua, alargando el brazo de vez en
cuando para atrapar una mosca que se tragaba. Al fin, el agua se removió
ligeramente y después más fuerte, dejando aparecer a Sondeada manchada
de filamentos verdes, patas de araña y confeti azules. Recosió los bordes de
su ombligo que se habían ensanchado y se volvió a vestir dejando su camisa
sobre el árbol.
52. 52
Antes de partir, levantó sus cabellos mojados y los agrupó con uno de los
hilos verdes que le cubrían el cuerpo. Retomó el camino y se fue a sentar
sobre el mismo porche. Luego sacó del periódico la varilla de cerezo. Tomó
los trozos de carne con los dedos y los puso uno tras otro en su boca sin
labios. Terminada su comida, Sondeada se levantó como una loca y se puso
a correr por la calle gritando. Fue así hasta la puerta de la iglesia donde
desapareció hasta la mañana.
A las ocho, la vieron salir con un reclinatorio sobre la cabeza. Reía y
cantaba cánticos señalando con el dedo a un niño pequeño que se puso a
llorar. Pero apenas dio dos pasos cuando, ante ella, apareció el Espíritu de la
Mezquindad, cubierto de piel de gamuza elaborada y multicolor. Lo aplastó
con la punta de su barba azul, de la que las dos mitades se separaron.
II
Sondeada permaneció en esta amplia posición durante cuatro horas. Es
decir, hasta el mediodía.
Cuando el cura pasó para apaciguar a Dios encolerizado, arrancó uno de
los largos cabellos de Sondeada, lo que la hizo levantarse de inmediato. Pero
olvidó su reclinatorio y su varilla de cerezo que se pudrieron rápidamente.
Injuriando a todo el mundo a su paso, llegó a la puerta de una gran tienda
donde se encontraba un hombrecito barbudo con el vientre redondo y las
pantorrillas silíceas. Para esconder la parte superior de su cráneo calvo,
había pegado un trozo de papel dorado totalmente cubierto de alfileres de
novia. Se llamaba Flemón. Exasperado por la mirada pedregosa de
Sondeada, se metió en su tienda haciendo tintinear los tubos de la puerta.
Pero Sondeada no le prestó atención y se puso delante del escaparate que
atraía a las mujeres.
Observó, en esta vitrina compuesta de utensilios de cocina, un gran cubo
colocado contra la pared. Este cubo estaba agujereado de un lado a otro.
Mirando atentamente, Sondeada divisó en el fondo del agujero un ojo azul
que parecía observarla. Buscó en su cerebro a quien podía pertenecer este
ojo pero no lo encontró y concluyó que era una cebolla. Luego, después de
haber mirado lo suficiente la vitrina, se fue porque se hacía de noche.
53. 53
Al pasar por el pequeño estanque donde se había acostado la víspera, creyó
que sería bueno irse a dormir de nuevo. Entró pues en el campo y
comenzaba a desvestirse, cuando sus ojos fueron atraídos por un pequeño
agujero que acababa de formarse en medio del agua. Se inclinó para mirar y
vio en el fondo de este agujero un ojo azul que miraba fijamente sus dientes.
Un poco extrañada, se zambulló en el estanque para dormir en él.
Permaneció allí hasta las diez como la primera vez pero no comió moscas.
Durante ese tiempo, Flemón estaba a punto de llorar en un rincón de la
vajilla, al fondo de su tienda.
Antes de cenar, quiso dibujar un caballo y se dio cuenta de que no veía
muy claro. Muy fatigado, se fue a casa de su madre para tener el corazón
neto. Ésta, que era una mujer instruida, le advirtió de la ausencia de uno de
sus ojos. El pobre Flemón volvió a su casa sollozando.
En el momento en que Sondeada salía del agua como una ninfa, Flemón
lloraba desesperadamente por su ojo desaparecido. Pronto, faltándole el
agua, dejó de verter lágrimas y continuó su caballo.
III
Sondeada salió del agua y, encontrando inútil vestirse, atravesó el campo.
El camino estaba ante ella, largo y espléndido en medio de un cielo
fosforescente.
Caminó reteniendo el aliento para no hacer ruido porque al cabo de la
calle había algo que daba miedo: era una mujer desnuda, con muñones
violáceos y arrugados. Sus largos cabellos blancos llegaban hasta el suelo y
llevaba sobre la cabeza una bolsa de papel secante rosa que le ocultaba los
ojos. Al final de su nariz estaba fijado un ojo azul que la miraba.
Sondeada, a pesar de su temor, seguía caminando para llegar más rápido
y matar esta aparición. Pronto se dio cuenta de que la calle se volvía más
estrecha y que el fantasma se agrandaba. Todavía faltaban algunos pasos
para llegar al final de la calle y de repente le fue imposible avanzar: un
obstáculo invisible le separaba de la mujer a la que no podía tocar. Ella tuvo
tanto miedo que se tanteó el cuerpo para asegurar su existencia. Y, cosa
horrible, la mujer que le hacía frente la imitó.
54. 54
Frotando su nariz sintió que estaba húmeda como un trapo mojado. Se
sonó, miró y reconoció el ojo del cubo y del estanque de las arañas verdes.
Durante al menos diez minutos, guardó el ojo en la palma de su mano, sin
atreverse a mirarlo. De repente, el fantasma desapareció y Sondeada ya no
vio nada. Solo, el ojo azul hacía la función de bombilla e iluminaba el
camino. Conmovida por esta buena intención, puso el ojo en su boca, justo
al fondo de su mejilla derecha para calentarla. Pero se sorprendió mucho,
después de eso, de no ver alrededor de ella más que oscuridad. Sin pensar en
lo que hacía, se puso a caminar hacia atrás, con los ojos cerrados, con la
mejilla abombada. El sonido de sus piernas recordaba al del papel que se
arruga.
En un cierto momento, tropezó con una cosa viscosa que le mojó las
extremidades violetas de sus piernas. Sin darle tiempo de agacharse, la cosa
en cuestión se había pegado a su frente. Era un trozo de carne que tenía la
forma de un paralelepípedo cuyas costillas laterales, recién cortadas,
sangraban gota a gota. De ella salían puntas de acero agudas y dentadas
sobre las cuales estaban colgados coágulos de sangre negra. Las caras más
anchas de este paralelepípedo de carne estaban recubiertas de una piel fina y
peluda. Una de estas caras estaba perforada en su centro por un ombligo
despedazado de donde salía una larga tripa delgada y seca. En el extremo de
esta especie de cuerda colgaba una enorme cabeza humana. La frente era
estrecha, la cabellera espesa, negra y lisa. En el fondo de dos agujeros
excavados profundamente, un punto azul nadaba en el agua transparente de
un charco minúsculo. Debajo, se notaban algunos pequeños agujeros casi
invisibles como el aire, que se engullían, se ampliaban. Aún más abajo, un
gran corte sangrante dejaba aparecer dos o tres extremidades de huesos
envejecidos y pastosos. Todo se estremecía, como la cola de un perro
satisfecho.
Sondeada sentía una especie de ventosa que le aspiraba la frente. Sobre
su vientre se agitaba el enorme cráneo volteado cuyos ojos se vaciaban poco
a poco.
Al cabo de una hora, decidió tratar de caminar porque, en el fondo de su
boca, el ojo azul la quemaba. Dio algunos pasos y se dio cuenta de que podía
continuar su camino pero sosteniendo con una mano la cabeza que le
golpeaba las entrañas.
55. 55
Llegó así ante la tienda de Flemón. Entró, el trozo de carne en la frente y
el ojo azul en su mejilla derecha. Flemón, que estaba ocupado dibujando un
nudo en la cola de su caballo, no se dio cuenta de nada. Solo, sus pantorrillas
silíceas se rompieron contra el pie de la mesa.
Aproximándose sin ruido, Sondeada fue a arrancar un alfiler del cráneo
de Flemón. Éste naturalmente sintió un dolor bastante agudo. Se giró y vio a
Sondeada que le sonreía ocultando su mejilla derecha. «¡Dudú querida!»
exclamó. «¡Aquí estoy, Chon mío! tan sutil como la flor de un gallinero del
rey», lanzó Sondeada. «¿Y los ratones no te comieron?», preguntó Flemón.
Ante estas palabras, Sondeada se mantuvo derecha. Arrancó el ojo azul de su
boca y se lo arrojó a la cara de Flemón. El azar hizo que cayera justo en su
agujero. Enseguida Flemón se vio transportado ante cosas maravillosas. La
delgadez de su caballo se convirtió en luz blanca y el nudo que reunía los
largos pelos de su cola se volvieron de un bonito rosa, de un rosa sublime
que Flemón adoró. Sondeada misma se convirtió bajo su mirada en una
belleza sin igual. Sus cabellos blancos se retorcían y formaban largos rizos
plateados. Su cuerpo se parecía a una túnica de tul de oro y las extremidades
violetas de sus piernas se convertían en pequeños zapatos que olían a
madera. Pero tan pronto como el ojo azul se vio alojado en su lugar
ordinario, se volvió, como su vecino, gris y sucio. Y al mismo tiempo, las
bellezas que Flemón admiraba volvieron a la realidad. Dijo levantándose y
yendo derecho a Sondeada para tirarle de los cabellos: «La santidad de los
ángeles y el temor de Dios te devolverán la sabiduría.» Después partió
espoleando a su caballo para mostrar el elevado grado de su apetito.
Estas palabras dejaron a Sondeada estupefacta. Se sentó pesadamente en
la butaca donde había colocado el paralelogramo carnoso y, maternalmente,
lo puso sobre sus rodillas. Vertiendo lágrimas de bronce y cenizas calientes,
pronunció este discurso dirigiéndose a lo que portaba:
«¿Cómo podría cortarte, a ti, el único ser a quien venero y amo? — Me
salvaste dos veces la vida, me has llevado sobre tu seno desde los días de mi
juventud, y, a pesar de tu desnudez, me diste caucho para cubrir mis brazos.
¡Hasta el día de mi muerte tendré tu nombre en la boca, ese nombre que no
oso pronunciar porque no lo conozco aún! — te llevaré sobre mis rodillas
mientras viva y tú, para recompensarme, me comprarás varillas de cerezo.
¡Eres mi único consuelo y estoy segura de que soy para ti lo mismo, mi
bienamado!» Se durmió, sosteniendo entre sus brazos al ser al que acababa
de hablar. Poco a poco, durante su sueño, sus ojos se abrieron y la luz del día
penetró en ellos.
56. 56
Se despertó gritando: «¡Vicrata! ¡Vicrata! ¡eres Vicrata!» Y estrechó al
ser informe contra sus entrañas lamiéndole la cara.
Finalmente se levantó, depositó a Vicrata en el borde de la ventana y se
sentó con las piernas cruzadas sobre el brazo de la butaca, esperando la
llegada de Flemón.
Éste entró algunos minutos después. Había reemplazado el alfiler que
faltaba sobre su cabeza y estaba contento. Sonrió a pesar suyo a Vicrata, a
quien apreciaba desde hacía mucho tiempo, lo abrazó y, no dignándose ni
siquiera a mirar a Sondeada, fue a sentarse a su vitrina.
Como no se movía, exasperó a Sondeada que salió, llevando a Vicrata
bajo su brazo. Pasó ante Flemón caminando sobre la punta de su pie, lo que
le hizo presionar una verruga.
Sondeada se llevó con ella un trozo de pan de jengibre y un lápiz. Se
paseó por los muelles del Sena sosteniendo a Vicrata por la cabeza. Pero se
fatigó pronto y fue a sentarse sobre un hito kilométrico.
Ante ella, el río era negro. Pensó que contenía muchas cosas.
Vicrata emitió un pequeño gemido y quiso correr. Trató de bajar solo pero
se cayó y se rompió el cuello. Enloquecida, Sondeada tomó los dos pedazos
y se fue hasta la tienda de Flemón. Al pasar ante él, perdió una de las dos
mitades. Flemón, viendo caer algo, miró y reconoció a Vicrata. Recogió el
pedazo que era la cabeza y desapareció en su tienda.
Pronto, Sondeada reapareció, sosteniendo en sus brazos un nuevo
Vicrata. Al no encontrar la cabeza del primero, le pegó en su lugar un trozo
de carbón. Parecía muy feliz con este cambio y se aprestó a ir a ver a
Flemón cuando éste apareció en el marco de la ventana, llevando sobre sus
hombros la cabeza de Vicrata a la cual había fijado un cojín de plumas para
simular el cuerpo. Cada uno por su parte, instalaron su Vicrata sobre el
mismo sillón y decidieron hacerse amigos.
Sondeada puso la cabeza de su Vicrata, que nosotros llamamos Vicratuno,
en la boca de la de Flemón que ahora se llamará Vicrados.
Pero Vicratuno se resistía y fue mordido por los trozos de hueso que se
encontraban en la boca de su vecino. Su pobre cabeza estaba destrozada y le
faltaba un trozo. Se dijo a sí mismo que no quería frecuentar semejante
monstruo. Por su parte, Vicrados apartó la cabeza para hacerle comprender
que no le gustaba la carne.
57. 57
Sondeada y Flemón contrariados no dijeron una palabra más. Cada uno
tomó su Vicrata y salieron sin apretarse la mano.
Sondeada dio un paseo por el lado de los Campos Elíseos y aprovechó
para ir a ver al Presidente de la República. Se abrazaron muy tiernamente y
Sondeada le presentó a Vicratuno: «Nació en 1689, dijo. Su madre era
carnicera y su padre cultivaba limones. Calcularon hasta qué año viviría su
hijo para darle este nombre de Vicrata que realmente le va de maravilla,
salvo la V del principio que recuerda una bota de berros.» «Voluntariamente,
eso no es posible ya que no lo vistes», respondió el Presidente.
Durante la conversación de los dos amigos, Vicratuno se había arrastrado
hasta debajo de una silla. Había cerrado los ojos y removido los labios
dejando escapar unas quejas grasientas. Antes de que Sondeada se levantara
para abrir la puerta, vino a ponerse a sus pies, enderezó su cuello, se arrancó
una punta y, ensanchando su corte, cantó:
«Como sobre los valles grasientos
llevó el fruto de su pena
deslizándose en su frente
el primer cuidado de los aguas
el caprichoso perdón
de las almas cristalinas
y el bonito dibujo
de una botella escuchada.»
Este canto fue una serie de gritos amplios y rocosos que se escaparon
desesperadamente de todos los agujeros de su cuerpo. El Presidente que
tenía una nariz calcárea incrustada de conchas, enfiló su dedo índice en uno
de sus orificios nasales. Extrajo una pequeña perla blanca manchada de
verde y, con un gesto más que presidencial, se la tendió a Vicratuno
diciendo: «Poeta de la era cristiana, sois bendecido entre los encantados.»
Vicratuno clavó con los dientes el objeto en su ombligo donde
desapareció completamente.
El Presidente, que sufría de apéndice, tenía el vientre hinchado que
golpeaba de vez en cuando. Se dio un golpe tan fuerte que su vientre creció
aún más y se aplastó sobre la cabeza de Vicratuno que se rompió. Sondeada
se enfadó y dejó al Presidente ventrudo, arrastrando a Vicrata que lloraba.
58. 58
De camino, se quejaba de que no podía estar en paz en ninguna parte. No
quería volver a la tienda porque Vicratuno se abrumaría y su cabeza se
rompería totalmente. Lloraba tanto que la perdió en el camino sin que
Sondeada se diera cuenta. Su llanto se redobló y despertó la atención de
Sondeada. Se desesperó. Por suerte, encontró en el arroyo lleno de leche una
vieja jarra rosa. Ató el cuello de Vicratuno al asa del recipiente y de nuevo
tuvo una cabeza.
Tenía la intención de ir, en compañía de su protegido, a casa de una vieja
tía que acababa de arruinarse. Se dirigió pues por el lado de la avenida
Richerand.
Penetró en el inmueble cogiendo a Vicratuno por la mano. Cuando llegó
al pie de la escalera, puso al pequeño sobre su cabeza y subió hasta la tercera
planta donde vivía su tía. Tamborileó en la puerta y un joven muchacho cuya
cabeza tocaba el techo vino a abrirla. La condujo a una pequeña estancia
redonda y sin muebles. Solo, en medio, se encontraba una pequeña cómoda
malva sobre la que estaban colocadas botellas vacías de todas las
dimensiones.
En las cuatro esquinas de la habitación, sobre el parqué azul, había
veintitrés hermosas manzanas todas rojas con grandes hojas amarillas que
las ocultaban y, por encima, una tabla de madera pintada, cubierta con
alfombras turcas. Del techo muy alto pendían largos hilos de colores de los
cuales estaban suspendidas toda clase de delicias descolgadas a voluntad.
Sondeada y Vicratuno tuvieron que esperar mucho tiempo. Se aburrían
mucho. Así que se divirtieron colocando las botellas de la cómoda.
Al cabo de una hora, un ruido fantástico sacudió el inmueble. Una voz
enorme aplastó el aire y desarmó al propietario. Después todo se calló.
Pronto, la puerta parecía quebrarse por todas partes y se abrió paso una
mujer inmensa cuya cabeza estaba coronada por un monumental pastel de
arroz seco y en ruinas. Tenía el pelo amarillo rizado que caía sobre sus
enormes hombros. Su pecho prominente estaba plagado de agujeros rosados
en forma de margaritas. Llevaba un ligero pantalón amarillo, con
incrustaciones de bombones esculpidos. Seguramente era la tía, ama de casa.
Fue derecha a Sondeada que estaba escondida bajo la cómoda con Vicratuno
entre las piernas, se aplanó para agarrarle el pie y la levantó sosteniéndola
con el extremo de su brazo gigantesco para observarla mejor.
59. 59
Después de haberla hecho tocar el techo, la puso en el suelo. Después la
volvió a coger, y la sentó entre las botellas de la cómoda con Vicratuno entre
los brazos.
Ella misma se instaló en medio de las manzanas que no se movían y
comentó en inglés: «¿Tienes un lápiz que darme?» Sondeada la miró con
curiosidad: «Realmente, querida tía, no tuve tiempo. Apenas algunos
pequeños bordados pero nada más», respondió rascándose las rodillas.
«Pero, prosiguió en inglés la tía, un lápiz no es lo mismo. Si no me das una
pequeña pieza de madera, ¡no puedo hacer una casa!»
Sondeada no se movía. Estrechó tan fuerte al pobre Vicratuno que la
perla del Presidente brotó de su ombligo y fue a alojarse a uno de los
múltiples agujeros perforados en el pecho de la tía. De golpe, cayó
desvanecida.
Vicratuno, muy molesto por la pérdida de su tesoro, se precipitó para
repescarlo sobre el vientre de la tía. Enterró su dedo índice muy
profundamente en el agujero y retiró la perla, seguida de largas tripas
retorcidas y aún vivas que se puso a devorar de inmediato.
Pero la tía no se removía y uno de sus senos, que Vicratuno había
vaciado, estaba plano.
Furtivamente, Sondeada y su pequeño compañero se escapan sin
atreverse a llamar al gran joven que abría las puertas. Bajaron las tres plantas
y se encontraron en la calle, sin luz. La perla de Vicratuno que era brillante,
hacía las veces. Así es como llegaron a la tienda.
Sondeada abrió la puerta, hizo entrar a Vicratuno a quien mandó a
acostarse, y se fue ella misma a dormir sobre el sillón.
Al día siguiente, cuando se despertó, era de día. El sol penetraba por las
baldosas y daba a los objetos en venta un aspecto de exposición. Ella se
levantó y quiso ir a la habitación de al lado para asearse. Pero apenas hubo
entreabierto la cortina sus ojos se ensancharon de espanto:
Flemón yacía, envuelto en la alfombra. Solo su cabeza sobresalía. Estaba
abierta como un coco y el cerebro colgaba licuándose poco a poco. Dos
manos y un pie flotaban en sangre con las venas y los nervios que aún se
movían. Más allá, atrapado entre dos sillas, Vicrados revolvía los ojos
aterrados. Le faltaba mucho pelo y los huesos de su boca estaban en el suelo,
ensangrentados. Por una abertura de su cuerpo, el sonido se escapaba
volando.
60. 60
La estancia entera estaba salpicada de plumas de acero y cajas de
fósforos deteriorados. En una esquina, un par de tijeras abiertas todavía
sostenían un dedo gordo.
A pesar de su temor, Sondeada corrió primero a Flemón, le retiró de la
alfombra y la extendió sobre la mesa. Después liberó a Vicrados que emitía
gritos lamentables. Lo transportó al lecho de Vicratuno que se despertó
sobresaltado.
Pronto, el doctor Fradimus hizo su aparición.
Era un hombre muy pequeño, delgado, con grandes piernas, fuertes y
tambaleantes. Su mostacho pelirrojo colgaba a lo largo de sus hombros,
levantado por algunas piedras. Sobre su espalda había arrojado un chal de
seda amarillo con encaje de papel picado de cerillas.
Fue directo a Sondeada, que se retorcía la nariz de desesperación y le
pidió que le dejara ver a los heridos.
Le condujo hasta la mesa donde Flemón había estado acostado. Después
de examinarlo bien, Fradimus declaró: «Este señor que tiene alfileres en la
cabeza, está muerto. Lo mataron con plumas de escribir. ¡El que lo hizo
morir es un malvado!»
Después se dirigió hacia la cama donde bostezaba Vicrados. Le sopesó la
cabeza, clavó una especie de portaplumas en el fondo de su nariz y
permaneció en silencio. Después de algunos minutos, se golpeó las encías y,
mostrando a Sondeada una especie de bobina vacía rodeada de papel de
plata, la aplicó contra el cuello de Vicrados y habló así:
«La debilidad líquida de este joven le da una gran ventaja pulmonar.
Tiene mucho gas de fondo pero su salud es tan real que sostiene su estado
ferruginoso.»
Retomando su bobina, partió como una flecha haciendo chasquear el bajo
de sus piernas.
61. 61
IV
Durante toda la noche, Vicrados injurió al difunto Flemón.
Por la mañana, hacia las ocho, dejó de gritar, levantó las piernas hasta la
lámpara y se quedó dormido.
Más tarde, dos hombres entraron en la casa. Tenían un pequeño gorro
rojo en la cabeza y cordones blancos en sus zapatos. Cada uno sostenía unas
grandes tenazas y un rectángulo de cartón que mordían por turnos. Tras ellos
venía una gran caja de papel blanco con clavos dorados. Juntos, la izaron
sobre la mesa murmurando plegarias.
Poco después, Flemón apareció en la puerta. Los dos hombres lo
agarraron vivamente y le pusieron en el fondo de la caja que cubrieron con
papel dorado. Habían adornado la puerta de entrada con pequeños rosales
trepadores y margaritas amarillas. En lugar de los utensilios de cocina se
encontraban ahora una fila de misales con «En casa Flemón todo es bueno»,
escrito en más oscuro. Había mucha gente y entre otros el Presidente de la
República y la tía de Sondeada que había tapado sus agujeros con arena, en
homenaje a esta ceremonia. Sondeada iba de acá para allá pidiendo agua
para beber. A veces iba a consolar a Flemón que gesticulaba en su caja.
Después subió a ver a los Vicratas que se peleaban a golpe de felpudo.
Finalmente una nueva campana sonó. Todo el mundo se puso en fila y un
coche con cintas de terciopelo azul penetró en el patio. Los hombres con el
gorro rojo enfilaron la caja, donde Flemón se enervaba, en un agujero
practicado en el bajo del coche.
Pronto el cortejo se estremeció.
Sondeada seguía al carro, con una mano sujetaba a Vicratuno y con la
otra un vaso de dientes. Había puesto en sus cabellos algunos pequeños
trozos de papel dorado y avellanas. Al encontrar su boca demasiado
estrecha, había metido dos trozos de madera, largos y delgados. Vicratuno se
había colocado largos filamentos de lana marrón en la cabeza para que
pareciera que tenía cabello.
Tras ellos venía una pareja sórdida que el destino había desdeñado. La
mujer estaba desnuda hasta la cintura y su vientre enorme que salía por los
agujeros de su falda dejaba ver una caja que debía contener sus intestinos.
Su nariz se unía a su mentón gracias a largas lombrices cilíndricas que había
atrapado en las Colonias. El hombre llevaba una americana de alpaca verde
con rayas rojas. Sus pantalones se pegaban a las piernas y subían hasta las
rodillas. Sus flacas piernas no estaban recubiertas de carne ni de piel. No
eran más que huesos cortados en algunos partes y roídos por las tenias que
excavaban allí sus galerías. Su cabeza, que era un carbón ardiente, crepitaba
furiosamente.
62. 62
Después la Tía que daba su brazo generoso al Presidente de la República
Francesa, en corsé de sarga rosa.
Enseguida venía otra pareja joven y apretada. La mujer cortaba el dedo
de su marido abrazándolo de los pies a las mejillas. Estaba a la moda: su
sombrero enrollado de flores volaba al viento, los pliegues de su vestido
subían para que los pusiera en su lugar y su nariz, recientemente cosida,
temblaba de humedad. Su marido abrió unos ojos terribles para adorarla
silenciosamente. Sus pantalones, apretados al tobillo por una cinta blanca, se
levantaban rechinando.
Por último, tres metros más adelante, caminaba un hombre podrido.
Estaba vestido con una camisa de tela roja y un calzón de lana. Llevaba
calcetines grises sujetados por un cordel y zapatos de terciopelo malva con
puntas cuadradas. Sobre su cabeza se levantaba una especie de estatua de
madera, aureolada de hilos de cobre. Sobre sus hombros caídos estaba
instalado un aparato fantástico hecho de vidrio y hierro oxidado. Todo
recordaba la forma de un árbol sin hojas.
El cortejo siguió al coche hasta la iglesia. Allí, sacaron a Flemón de su
caja y lo tendieron sobre las losas del altar mayor. El frío sin duda lo
despertó porque levantó las piernas para dar patadas al párroco que estaba a
punto de bendecirle. Cuantos más gestos se hacían ante él, más lloraba y
decía que se conspiraba para su muerte. Sondeada, sentada cerca de él, le
daba caramelos envueltos para que permaneciera tranquilo.
Pronto, llegó un obispo, se situó erguido ante Flemón y dijo:
«El alma de este hombre que jamás ha robado manzanas permanecerá en
la tierra para hacer el bien y para apaciguar a los malvados. Subirá al cielo
cuando, sintiendo su próximo fin, piense en su reposo.»
Cuando, la ceremonia terminó, se quiso volver a meter a Flemón en su
caja, respondió que le habría gustado caminar al lado de Sondeada para
burlarse de ella. Pero los hombres con la gorra roja se negaron y lo volvieron
a acostar a pesar de su agitación y su deseo de acabar con esto.
A dos pasos de la iglesia estaba el pequeño jardín del cura que también
servía de cementerio. Se veían cajas de todas las dimensiones, bien
colocadas contra el muro de ladrillos. Allí acudió el cortejo.
63. 63
Estaban a punto de situar la caja de Flemón en una gran lata de hojalata
cuando, en la asamblea, se escuchó un gran grito. Era Sondeada a la que la
emoción había llevado al límite. Vicratuno se abalanzó para sostenerla y la
llevó a la tienda. La acostó cerca de Vicrados que se enfadó fuertemente al
verla.
Por la noche, suspiró y repitió veinte veces que en el fondo le gustaba
mucho ese maldito Flemón.
V
Al amanecer, Sondeada se despertó por un ruido siniestro. Se levantó
sobre su trasero y vio, en medio de la habitación, a Vicrados que hacía
gimnasia desollándose los talones. Le regañó y le ordenó que fuera a servir a
los clientes.
A mediodía se levantó y trató de caminar pero sus piernas ya no la
soportaban. A pesar de todo logró llegar hasta el jardín, sostenida por los
Vicratas. Allí, se sentó en las piedras y pensó que haría bien invitando al
Presidente a tomar el té. Lo hizo de inmediato. Pero el Presidente respondió
que no podía venir porque se había roto la columna vertebral al regresar del
cementerio. Se desesperó y decidió ir a verle.
Así que, después del mediodía, se puso una cinta en el cabello y se llevó
a los Vicratas. El Presidente los recibió muy amablemente pero no saludó a
Vicratuno porque éste había tomado su perla y le importaba. Les ofreció
pasteles y, al dejarlos, los besó diez veces a cada uno.
Esto le había proporcionado un poco de alegría a Sondeada.
Debió coger el microbio de la fiebre tifoidea porque, al llegar a casa, se
sintió mal y decidió meterse en la cama.
Eran las seis de la tarde.
Sondeada dormía. Los Vicratas jugaban al juego de la oca.
A las seis y media, Sondeada se revolvió un poco y murmuró:
«¡Vicrados!». De inmediato, éste dejó a su compañero y vino a su lado. Ella
continuó, con los ojos cerrados: «¿Por qué mataste a Flemón?» Vicrados se
puso a llorar diciendo que no lo había hecho a propósito. Se decidió a
contar:
64. 64
«Jugábamos a señores y me dijo que era demasiado bestia para estar con
él. Entonces, me enfadé y le llamé víbora. A su vez, vejado, me tiró del pelo.
Así que, para defenderme, fui a buscar cerillas y le golpeé. Me lo devolvió y
así sucesivamente hasta su muerte. Después de eso, me arrojó al aire con sus
pies y caí al suelo, entre dos sillas.»
Estalló en sollozos repitiendo a toda velocidad que no era su culpa.
Sondeada, compasiva, le envió a jugar. Después pensó que era triste estar
enferma y que Flemón era un buen chico. Decía entre dientes cosas
incomprensibles.
Cuando llegó la hora de la cena, Sondeada puso una manta sobre su
cabeza y se fue a la tienda. Tomó todas las cacerolas que encontró y las
colocó en forma de corona. Entró un cliente que quería clavos. Sondeada lo
despidió afirmando que no había nadie para atender. Después de haber
formado un círculo con las cacerolas, llamó a los Vicratas y les dijo que se
sentaran en el interior. Los pequeños obedecieron sin hacer preguntas.
Se divirtieron una hora entre las cacerolas después se hartaron bastante.
Así que subieron a la habitación donde se encontraba Sondeada.
Estaba acostada sobre la cama, desnuda. Su cabello, recogido por detrás,
estaba lleno de grandes serpientes negras y, entre sus dos senos, una amplia
abertura dejaba ver el interior de su cuerpo.
En primer lugar, los Vicratas se asustaron. Le palmotearon las mejillas
para que se despertara. Pero ni siquiera se movió. La revolvieron por todos
los lados y encontraron, atado a uno de los largos mechones blancos de su
cabellera, un pequeño rectángulo de cartón sobre el cual estaban escritas
estas palabras: «Estoy muerta.»
Se miraron al mismo tiempo y salieron automáticamente para llamar al
médico.
Éste vino. Se quitó su chal y cubrió con él a Sondeada, por pudor. Tomó
una larga venda de cretona de China azul y le envolvió las manos dentro:
«Para arrancarle el Diablo», dijo.
Luego, le quitó la venda de seda que no hizo su efecto y, muy vejado, se
fue sin decir nada.
Sin saber qué hacer, los pobres Vicratas cogieron el cuerpo de Sondeada
en brazos y partieron cerrando la tienda con llave.
65. 65
Caminaban lentamente por el fardo. Como era de noche, no sabían muy
bien dónde iban. Trotaban por el camino sin pronunciar una palabra.
Pronto llegaron a un gran campo lleno de hierba en medio del cual
brillaba algo. Se aproximaron y vieron que era un pequeño estanque
infestado de arañas verdes. Depositaron a Sondeada a la orilla del agua y
reposaron unos minutos. La difunta emitió un grito, se levantaron, la
cogieron en brazos y, con un gran impulso, la arrojaron en medio del
estanque.
El cuerpo flotó un instante después se hundió poco a poco. Los pies
primero, después el tronco, luego los brazos...
Ya solo quedaba la cabeza, toda blanca. Los Vicratas la miraron y se
marcharon desesperadamente.
Reencontraron el camino que les había conducido hasta allí y lo
retomaron. La luna iluminaba sus dos pequeñas formas monstruosas que se
balancean de lado a lado.
La cabeza de uno se inclinó y luego rodó por el arroyo. Un perro la
recogió y huyó.
El otro se agachó en la sombra y desapareció.
69. 69
CUANDO EL RUIDO TRABAJA
Era de noche. Un hombre se encontraba en su baño. Llevaba alrededor de
la boca un brazalete de oro rojo que había comprado la víspera. Estaba
oscuro. El hombre, que era zapatero de oficio, se sentó en el lavabo que él
calificó de «cosa fría». Se quedó allí sin embargo y, como había caminado
mucho, se quedó dormido...
Mientras el zapatero dormía, en la habitación de al lado, un ciervo y una
araña se peleaban pronunciando palabras hirientes. La araña sujetaba al
ciervo por la punta de sus cuernos, esperando arrastrarlo así hasta un armario
que hacía esquina en el dormitorio. Finalmente, con la ayuda de su hija, lo
consiguió.
Cuando el ciervo se encontró encerrado en el armario, pensó que la araña
quería asfixiarlo. Así que, cogiendo sus cuernos con las dos manos, los clavó
en el techo con todas sus fuerzas. Esto provocó un ruido que tuvo
repercusión hasta en el baño donde el zapatero dormía. El ruido llegó hasta
él y tocó su mano. Pero el hombre no se despertó. Solamente se movió e
hizo caer el brazalete de oro.
Cuando el ruido vio brillar el metal, se regocijó y avanzó. Esta vez, tocó
la nariz del hombre, que no pudiendo respirar, se despertó. Entonces se
entabló una lucha. El hombre, que jamás había visto un ruido, se intrigó
extremadamente por esta cosa oscura. Avanzó suavemente la mano para
tocarlo. El ruido, atraído por el buen olor a jabón que liberaba el zapatero,
saltó sobre él y arrancó una parte de su mostacho. Luego, como era más
fuerte que el hombre, le ató al borde de la cabeza. Y así, en la noche que se
iba, el ruido desmembró al hombre que casi muere.
70. 70
VISIÓN TORTUOSA
Una mujer en su balcón miraba el cielo, los cabellos al viento y las
manos esforzándose por retenerlos. Desde hacía una hora ya, miraba
fijamente una pequeña nube gris similar a una gran bombilla. Sus ojos claros
no se movían, solo parpadeaban de vez en cuando, ya no se veían: eran tan
negros que se volvían invisibles.
Se quedó en este lugar sin que su cuerpo se moviera ni una sola vez,
esperando la noche. Cuando ésta vino y no hubo más viento, la mujer bajó
sus manos y las dejó caer junto a su cuerpo. El choque le hizo abrirse
longitudinalmente con gran ruido. Entonces dos corazones pegados el uno al
otro escaparon con mucha sangre que se expandió por la terraza. Rodaron
hasta una pequeña puerta de emergencia y allí, se detuvieron en seco,
todavía humeantes y llenos de convulsiones.
En cuanto a la mujer, ensimismada y desprovista de fuerza, se paseaba
por el balcón de una manera fláccida, mirando la sangre que corría por la
calle, con los mismos ojos alternativamente claros y negros.
71. 71
UNA PETICIÓN DE MATRIMONIO
Había, en un viejo patio, bajo la bóveda de la cava, una familia de
caldereros que se habían instalado allí un día de fuerte lluvia. El hombre era
pequeño, seco, y dejaba crecer su mostacho en forma de minas de lápiz.
Retenía los bordes con pequeños hilos de metal oro o plata con los que
también fabricaba trenzas para el cabello de su mujer. Ésta era del mismo
tipo pero todavía más pequeña y, como no tenía mostacho, pegaba sobre su
labio superior dos trozos de encaje ocre terminados en cola de bacalao. Para
parecer una mujer de bandera, se levantaba los cabellos y, para ocultar su
moño, ponía una especie de cuenco redondeado hecho de esas pequeñas
trenzas particulares de los caldereros. No tenían hijos pero mantenían bajo
su tutela una especie de culebra corta cuya piel estaba tachonada
naturalmente de puntos rosados que se parecían a la gelatina. La mujer, para
impedir que el animal se resfriara en invierno, le había fabricado una cesta
de metal que se fijaba en su espalda con la ayuda de algunas tiras de piel. La
culebra vivía con ellos y se alimentaba de bolas de cobre que el hombre
dejaba caer durante sus operaciones nocturnas. Se divertía a menudo con un
pequeño caracol que una vecina había adoptado y con el que podía hablar
del tiempo. Este caracol no era como los otros. En lugar de concha, tenía un
mechón de pelos blancos, rizados y vaporosos. Sus ojos eran muy grandes y
muy bonitos según la culebra que lo trataba como a su propio hijo.
72. 72
Un día que el calderero volvía de su trabajo, encontró a su mujer ocupada
en bordar un tapete destinado a cubrir la cabeza de la serpiente para el
próximo día de su boda. «¿Por qué escondes tus manos?» le dijo posando su
mostacho en la repisa de la ventana. La mujer no respondió y rompió a reír
de una manera tan extraña que el hombre debió creer que se había vuelto
idiota. «Responde», prosiguió. Un nuevo estallido de risa resonó. «¡Estás
loca!» insistió el hombre. Esta vez, pequeñas risas agudas y espaciadas
salieron de la boca de su esposa. Entonces el hombre encolerizado la cogió
por las uñas y quiso tirarla por el balcón. Pero en ese momento, en el marco
de la puerta, apareció la culebra, que llevaba en el brazo al caracol que
babeaba de felicidad. Reían ambos muy fuerte como si hubieran tenido algo
precipitado que decirse. El hombre la soltó y su mujer que continuaba riendo
con ese tono molesto cayó sobre el parqué. Seguía bordando, diciendo que si
no el tapete jamás estaría terminado.
El hombre, que adoraba a su hija adoptiva, avanzó hacia ella tendiéndola
sus diminutas manos secas. La culebra se arrojó, arrastrando a su intimidado
novio. El hombre comprendió que estos jóvenes querían casarse. Por eso,
tomando sus pequeñas manos húmedas de timidez, las unió arrojando sobre
ellas un poco de su mostacho como bendición. Todavía en el suelo, la mujer
bordaba, pensando que si su hija no hubiese venido a detener las ideas de su
esposo, ahora estaría en el pavimento, sin fuego y sin útiles para terminar su
obra. Se regocijaba pero no escuchaba la conversación de los demás. El
hombre, suavizado por la felicidad, se enterneció al ver a su esposa y,
recordando sus primeros días de novios, fue a levantarla esbozando algunos
pasos de minué. Entonces la mujer, que acababa de terminar su bordado,
saltó sobre sus piernas y, por supuesto, sobre los hombros de su marido. Por
su parte, la culebra y el caracol se lamían mutuamente luciendo en sus
bonitos rostros la serenidad particular de los enamorados. En esta posición
vieron llegar la noche, después la mañana. Se casaron. Ese día fue muy
bello.
La culebra adornada con su tapete avanzó, majestuosa, arrastrando a su
nuevo marido cuyos pelos blancos habían sido teñidos para rejuvenecerlo.
También le habían puesto en todo el cuerpo pequeñas migas de pan
adherentes. Parecía alegre y solo veía a su bienamada cuyos miembros
ligeros volaban sobre la iglesia.
73. 73
Tras ellos venían los padres. El hombre lloraba y recogía sus lágrimas en
un caldero automático que ya le había servido para su propia boda. A su
lado, su mujer bordaba un camino de mesa mientras reía silenciosamente
para divertirse.
Luego venía un gran coche negro rodeado de flores y sobre el cual se
encontraba un hombre que quería parecerse a Napoleón. Tenía un látigo
dorado que agitaba con fiereza, para desesperación de su mujer que comía
una media naranja colocada entre sus rodillas.
El cortejo pasó por el restaurante del Museo del Louvre y de allí a la casa
del calderero donde le esperaba una mesa bien servida, en medio de la cual
había un agujero para permitir a los jóvenes esposos ser vistos por la
multitud.
Todos penetraron en el edificio pero cuando quisieron instalarse, se
dieron cuenta de que faltaba el pavo. Rogaron a la culebra que fuera a
comprar uno pero ella respondió que no quería dejar al caracol.
Al día siguiente, encontraron a la familia entera asfixiada, salvo el caracol
que se divertía escribiendo su nombre en el suelo con su pegamento pintado
de azul.
74. 74
DOS MENDIGOS
Dos mendigos salen de una alcantarilla sosteniendo una tenaza abierta,
picada de azul.
Uno de ellos, después de haber dado algunos pasos, se da la vuelta, se
acerca al agujero de donde acaba de escapar y, arrojando su tenaza, lanza
una risilla estridente que hace venir a su compañero.
Juntos, vuelven a caer en la alcantarilla y salen unos minutos después,
portando, aferradas al extremo de sus pulgares, dos tenazas abiertas. Están
cogidos por la mano y parecen inquietos.
Llegan a la puerta de una casa totalmente blanca con muchas ventanas,
solo una está abierta. En esta ventana se encuentra una niña pequeña cuyos
pies claquean extrañamente. Ante un grito emitido por uno de los mendigos,
pasa su pierna derecha entre dos barrotes del balcón y se deja caer.
Pende, la cabeza hacia abajo, con sus cabellos llenos de tenazas que ellos
le arrancan. Sus ojos, que no se ven, no dan más que una pequeña luz suave
que se adivina que procede de ellos. Solo su vientre es el de una niña
hembra, blanco y fino.
Los dos hombres de abajo la miran y, con sus tenazas, le muestran a la
niña una pequeña casa que parece una taza cuyo borde está cortado. Esta
casa está al final de la calle y la niña piensa que jamás podrá llegar hasta
ella.
Se ve en esta casa, sentada en un taburete redondo. Alrededor de ella,
pequeños perros envueltos en paños sucios ladran mordiéndole las
pantorrillas. Entre ellos, un gran galgo que tiene las patas muy flácidas,
como ella, quiere ir a besarla. No puede a causa de la gran distancia que los
separa.
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«Oh: ¡La casa!» grita ella enrollando su otra pierna alrededor de un
barrote.
Su cabeza se pone roja y sus cabellos vuelan. Pero los hombres están
siempre allí, como petrificados, sus tenazas señalan la casa que se aleja
saltando.
La niña pequeña quiere tomar esta casa. Sus brazos tiemblan y su vientre
se hincha de envidia. Se endereza bruscamente, con los brazos extendidos,
hacia lo que desea. Pero sus nervios se rompen y vuelve a caer, toda flácida
como sus piernas, al mismo tiempo que la casa desaparece.