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En nombre de ese laurel I
En nombre de ese laurel I
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
O B R A P O É T I C A , 1
Lic. Rubén Moreira Valdez
Gobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza
Lic. Ana Sofía García Camil
Secretaria de Cultura de Coahuila
Lic. Carlos Flores Revuelta
Director de Actividades Artísticas y Culturales
Lic. Miguel Gaona Hernández
Coordinador Editorial
© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza
© Secretaría de Cultura de Coahuila
Juárez e Hidalgo s/n. Zona Centro
CP 25000. Saltillo, Coahuila de Zaragoza
Correo electrónico: sec.editorial@gmail.com
© Marco Antonio Campos
© Eduardo Lizalde
© Eduardo Figueroa Orrantia
© Julián Herbert Chávez
© Álvaro Canales Santos
© Gerardo de Jesús Monroy
Edición: Miguel Gaona
Diseño: Estefanía Nicté Estrada
Impreso y hecho en México
ISBN Obra completa: 978-607-96210-6-3
ISBN Tomo 1: 978-607-96210-5-6
Saltillo, Coahuila de Zaragoza, 2013
Directorio
Para los coahuilenses, el 2013 ha sido un año de importantes conmemo-
raciones: celebramos el centenario de la firma del histórico Plan de Gua-
dalupe; recordamos el 170 aniversario luctuoso del padre del federalismo,
Miguel Ramos Arizpe, y asimismo el sesquicentenario de la Batalla de
Puebla, en la que el general Ignacio Zaragoza cubrió de gloria a la nación y
a nuestro estado. Finalmente, el 6 de diciembre, tras un año de actividades
y festejos de nivel internacional en su memoria, conmemoramos el 140
aniversario luctuoso del poeta Manuel Acuña Narro.
Esta publicación, EN NOMBRE DE ESE LAUREL, reúne su poesía
completa y nos presenta de nuevo al autor y al personaje; es el testimonio
material de la devoción y orgullo con que el Gobierno del Estado se ha
planteado la celebración del saltillense, cuya existencia trágica, breve, le dio
tiempo bastante para confeccionar una obra literaria imprescindible en la
cultura mexicana.
Esta edición no cierra, sino que abre permanentemente el homenaje y
las vías de acceso a la obra de Manuel Acuña, reiterando asimismo el com-
promiso del Gobierno de Coahuila por fortalecer la imagen y la calidad de
vida en nuestro estado a través de la poesía, de capitalizar en beneficio de la
sociedad los valores culturales que nos pertenecen.
El inminente reencuentro de Acuña con los lectores representa en sí
mismo un motivo de festejo, pues no sólo el poeta, sino también los que
entendemos su obra como parte de nuestra identidad, vemos enriquecer con
ello la generosa herencia cultural que recibimos. Sirva como regalo para los
lectores del presente y del futuro la obra poética de Manuel Acuña, orgullo
coahuilense y joya del siglo XIX mexicano.
LIC. RUBÉN MOREIRA VALDEZ
GOBERNADOR CONSTITUCIONAL
DEL ESTADO DE COAHUILA DE ZARAGOZA
En nombre de ese laurel I
La segunda mitad del siglo XIX, imprescindible para entender el devenir
y el pensamiento del México naciente, fue la cuna del poeta coahuilense
Manuel Acuña. En ella vivió de forma apresurada, casi siempre en circuns-
tancias adversas, dejando tras de sí una biografía brevísima, colmada de
palmas, triunfos, laureles, como expresó su amigo Justo Sierra; la promesa
de un porvenir feliz que no llegó a cumplirse para él pero sí para su obra.
Manuel Acuña representa un ideal romántico.Durante mucho tiempo ha
sido,para el público,como la flor que espera entre las páginas de un libro para
desmoronarse en nuestras manos.Sin embargo,hace falta todavía mucho más
para asistir al desmoronamiento de una obra que,bien leída,tiene importantes
asideros en la historia, la cultura y la imaginación de nuestra lengua.
A 140 años de la muerte de Acuña, sus poemas son, todavía, nuestro or-
gullo, y la clave para revalorar su historia, novelada por la imaginación colec-
tiva; para entender el reconocimiento de maestros como Ignacio M. Altami-
rano o Menéndez y Pelayo, y las impresionantes muestras de cariño popular
que recibió a su muerte, en la Ciudad de México, a los 24 años de edad.
A ello han dedicado su inteligencia, su tiempo y su talento los autores
que colaboran en esta nueva edición de la obra poética de Manuel Acuña,
reforjando la espada que se encontraba rota, ya fuera por la sobreexposición
o por el abandono. La defensa, en algunos casos, pero, ante todo, la generosa
relectura que realizan de la poesía del coahuilense, nos regala el encuentro
con un autor imprescindible cuyo instante de gloria no acaba todavía, y al
que el Gobierno del Estado de Coahuila ha brindado un homenaje mayús-
culo llevándolo de nuevo a los reflectores internacionales en este 2013, pero,
ante todo, a las manos de sus lectores para este nuevo siglo.
LIC. ANA SOFÍA GARCÍA CAMIL
SECRETARIA DE CULTURA DE COAHUILA
En nombre de ese laurel I
Contenido
10
84
131
185
221
248
Manuel Acuña en Ciudad de México
Marco Antonio Campos
Obra poética, 1
Poemas de amor y biográficos
“Lejos de ti”: una romanza de Manuel Acuña		
Nota de Eduardo Figueroa Orrantia
Manuel Acuña desde el más allá		
Álvaro Canales Santos
Dos poemas de Eduardo Lizalde		
Nota de Gerardo de Jesús Monroy
Manuel Acuña: Valleto & Co.		
Julián Herbert
MARCO ANTONIO CAMPOS
MANUEL ACUÑA
EN CIUDAD DE MÉXICO
Una casa de dama pobre Luis Gonzaga Urbina (1867-1934)
recordaba en páginas de La vida literaria en México,1
con emoción tímida
–intimidado–, cuando por el 1890 se asomó al álbum de pasta de concha
nácar que le mostraba una mujer que frisaría los cuarenta años pero que
a él le gustaba pensar que andaba por los treinta. O para ser precisos: en
ese momento la dama contaba con cuarenta y tres años.La mujer guarda-
ba el álbum como reliquia. Quizá Urbina fue el primer escritor, después
de la muerte de Acuña, Ramírez y Flores, que lo vio, o al menos, que lo
documenta.
1  Es un conjunto de cinco conferencias que Urbina dictó en la Universidad de Buenos
Aires en 1917 donde se combinan la historia literaria, el ensayo y la crónica. Quizá en
estas páginas es donde mejor reluzcan el juicio y el estilo de Urbina. Desde luego hay buen
número de equivocaciones; podemos excusarlas parcialmente tomando en cuenta que a
menudo cita de memoria. Como libro se editó en Madrid el mismo año. Debió llegar pronto
a México porque López Portillo y Rojas lo cita en Rosario la de Acuña (1920).
En nombre de ese laurel I
12
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
“Era como su libro de oraciones. Lo guardaba bajo siete llaves. Lo escondía
a las miradas del mundo”. Como frontispicio estaba el famoso dístico de
1874 de Ignacio Ramírez:
Ara es este álbum; esparcid, cantores,
a los pies de la diosa, incienso y flores.
Era el arrebato (uno de los muchos) del hombre de cincuenta y seis años
ante el amor imposible por la bellísima mujer de veintisiete. Sin embargo,
las terribles cárceles y los dolores sin cuento hacían que Ramírez pareciese
mayor. “Amor romántico, hecho de ternura paternal e ilusión tardía, en la
que, no obstante, brillan relámpagos de deseos anacreónticos”, dijo Urbina.
En la breve obra poética de Ramírez encontramos, al menos, doce pie-
zas escritas para Rosario, algunas de las cuales son una porción ardiente de
su obra e instantes de lo mejor de la poesía amorosa mexicana del siglo XIX.
Antes de 1873, apenas es dable hallar en su lírica momentos amorosos; Ro-
sario los despertó y el amor y el deseo sin recompensa se dieron de la mano
con la resignación y el autoescarnio.
Urbina vio el álbum y oyó las confidencias de la atractiva mujer “en la
salita de una casa pobre, con vestigios de faustos extinguidos –un mueble
antiguo, un retrato al óleo, un candelabro arcaico–”. Rosario ya residía en
Tacubaya. Urbina recordaba de Rosario de la Peña y Llerena, ya conoci-
da entonces sólo como Rosario o Rosario la de Acuña, sus ojos negros y
abismales, su perfil numismático de líneas delicadas y su fascinante cabeza
romana. Pese a que la rosa ronsardiana empezaba a marchitarse, conserva-
ba “una belleza arrogante, una hermosura matronal”. Enamorado del mito
13
E N C I U D A D D E M É X I C O
como muchos otros, hechizado por las saetas sangrientas de amor y las
pavesas de muerte que Rosario dejó con los años, el adolescente Urbina
le escribió dos poemas donde declara su amor sin esperanza, como quien
enciende una vela sabiendo que a nadie alumbrará.
De esa mujer se habían enamorado los mejores poetas de su tiempo: el
propio Ramírez (1818-1879), Manuel Acuña (1849-1873) y Manuel Ma-
ría Flores (1838-1885), y fue, pese a su disgusto, rival amorosa de Laura
Méndez, la poeta más notable de esos años y acaso del siglo. Al santuario
del álbum sólo entraron, dice Urbina, estos “tres sacerdotes del arte. Ra-
mírez entró anciano y escéptico; Flores, fogoso y sensual, y Acuña, ingenuo
y desesperado”.2
Urbina cuenta, en una fábula de convivencia ideal, que los
tres jugaban sobre temas que Ramírez proponía y los otros dos contestaban.
En él quedó escrito, con gotas de sangre y un vaso de cenizas, el “Nocturno”
a Rosario.
Pero empecemos desde el principio. Con Urbina inicia, ya documenta-
da, la comedia de mentiras, distorsiones y equívocos, y me atrevería a decir
que muchos intencionados, para embellecer el mito de la inolvidable musa
de nuestro último romanticismo; en lo dicho líneas atrás hay al menos tres,
graves, que en nada ayudan a la verdad histórica ni a la biográfica: los tres
poetas no podían jugar a hacer versos por una simple y sencilla razón: Ma-
nuel M.Flores conoció a Rosario el 25 de agosto de 1874,o sea,ocho meses
y medio después del suicidio de Acuña; segundo, los únicos que aparecen
en el álbum son Ramírez y Flores,porque el álbum es un regalo de Ramírez
de 1874,3
y tercero, si bien Rosario conservó el manuscrito del “Nocturno”
2  ¿Ramírez anciano a los 55 o 56 años? ¿Acuña ingenuo?
3  En la portada misma del álbum hay una fecha: 1874.
14
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
que le entregó Acuña,no estaba,no podía estar dentro del álbum,porque se
trata de una hoja suelta y porque el joven poeta se había dado muerte meses
antes de que el álbum existiera.
El novicio en San Ildefonso Al menos cinco libros son claves para
adentrarse a la vida y la obra de Acuña y la figura de Rosario. El primero
que abrió puertas para fijar el mito fue Rosario la de Acuña (1920), donde
con los medios que poseía a su alcance, José López Portillo y Rojas analizó,
con honestidad y objetividad, a los personajes del drama: Rosario, Acuña,
Ramírez y Flores. Que yo sepa es la primera vez que Rosario aparece en
libro como “la de Acuña”. Tres años más tarde Roberto Núñez y Domín-
guez titularía la entrevista que le hizo para Revista de Revistas “Rosario la
de Acuña” y en 1948 Carmen Toscano puso de título a su bella biografía
novelada Rosario la de Acuña.
También hay dos libros que, por su amplia documentación, son piedra
de fundamento para adentrarse en la vida y obra del coahuilense: Manuel
Acuña. Biografía, obras completas, epistolario y juicios (1971), de José Farías
Galindo y, sobre todo, El verdadero Manuel Acuña (1984), de Pedro Caffarel
Peralta. Es notable el rescate que Farías logra de materiales de archivo sobre
Acuña: del paso por colegios saltillenses y del paso en Ciudad de México por
el Colegio de San Ildefonso y la Escuela de Medicina, de cartas a la familia
y amigos y aun de textos inéditos. Pero las limitaciones del libro son serias:
está poblado de frases desgastadas, de adjetivos ampulosos, de explicaciones
y especulaciones banales y de opiniones repetitivas de periodistas saltillen-
15
E N C I U D A D D E M É X I C O
O B R A S R E L A C I O N A D A S
16
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
ses. Farías Galindo olvidó con creces aquello que Stevenson vio como un
arte: omitir. Caffarel, en cambio, sólo confió en los documentos y los expuso
cronológicamente con atingencia. No puede omitirse asimismo el libro lite-
rario biográfico de Francisco Castillo Nájera,Manuel Acuña (UNAM,1950),
donde, con rigurosa lógica, se evidencian las calumnias, contradicciones y
mentiras dichas por Rosario sobre el desdichado poeta. Castillo Nájera se
basa en las entrevistas que dio Rosario a varias personalidades desde 1893 a
1923. El quinto libro es el antes citado de Carmen Toscano.
Acuña nace en Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849, en la casa
número 218 de lo que hoy es la calle de Allende. Lo bautiza al día siguiente
en la parroquia, oh ironía del azar, un sacerdote llamado Manuel Flores.
Fue el segundo de quince hijos.
Sus padres se habían casado dos años antes. La familia Acuña era en-
tonces (lo fue siempre) de magros recursos. Acuña tomó de niño clases con
un profesor particular y más tarde ingresó al Colegio Público de Saltillo
o Colegio Josefino, que luego fue convento de San Francisco y hoy Plaza
Ateneo. El director del colegio, oh nueva ironía, era el propio sacerdote
Manuel Flores que lo bautizó. Los registros que quedan del paso de Acuña
por colegios saltillenses ilustran a un estudiante de excelencia y de “de-
cencia y firmeza en sus costumbres”. De manera notable termina su ciclo
saltillense en 1864. Se conserva una fotografía de busto de ese año: con
bigote, piocha y con esa mirada melancólica, como yéndose, que nunca lo
abandonaría. Usa traje y corbata. Tiene menos de quince años y parece de
más de veinte. Imágenes de la ciudad de Saltillo y de la casa familiar hay
en dos poemas: “Lágrimas”, escrito a la memoria del padre, y en la segunda
mitad del “Nocturno”.
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E N C I U D A D D E M É X I C O
M A N U E L A C U Ñ A , 1 8 6 4
18
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Viajó a fines de diciembre o principios de enero a la capital de la repú-
blica. Lo acompañaban Antonio García Carrillo y Blas Rodríguez. Desde
su arribo, cuando se inscribe en el Colegio de San Ildefonso,4
Acuña jamás
volvió a Saltillo, pese a las promesas, primero a los padres y después sólo
a la madre. Acuña vivió todo el tiempo en Ciudad de México a la buena
de Dios y olvidado de la Magnífica. Al principio recibía algún dinero del
padre pero desde 1871, luego de la muerte de éste, se recorta el subsidio
familiar. Por poemas y cartas puede verse que la relación con los padres fue
entrañable y respetuosa. Para medir el tamaño del amor a su padre basta
leer “Lágrimas”,donde llega aun a decir: “Y en la religión de mis recuerdos/
tú eres el dios que amo”. Para medir asimismo el amor a la madre baste
precisar que en el “Nocturno”, escrito en 1873, dos o tres meses antes de su
muerte, la imagina como un dios entre él y la amada.
Desde la primera carta, o al menos, la primera que queda, fechada el 3
de febrero de 1867, se ve a un hijo minuciosamente inquieto por la vida de
don Francisco Acuña Valdés, de doña Refugio Narro Valdés de Acuña y de
sus numerosos hermanos. La familia se mantenía con un negocio de mer-
cería y telas corrientes.Para Acuña era un día de celebración cuando recibía
en Ciudad de México cartas de la familia. Al padre se dirige siempre de
usted y a la madre de tú,y son el “querido papacito”y la “querida mamacita”.
A su vez él se denigra como el “indigno hijo” o “el pobre hijo”.
4  En un pie de página de su Manuel Acuña, Francisco Castillo Nájera refiere que de 1865 a
1871, antes de mudarse al cuarto número 13 de la Escuela de Medicina, el poeta moró en el
exconvento de Santa Brígida. Es posible, pero Castillo no aporta ningún documento. De ser
cierto, no entiendo por qué, si Acuña era estudiante de San Ildefonso, no residió en el colegio
de los jesuitas, donde existían cuartos para internos. ¿Se necesitaban también becas y él no era
considerado un estudiante pobre?
19
E N C I U D A D D E M É X I C O
El dinero recibido por Acuña era escaso pero por las misivas se ve que
hacía cuentas escrupulosas al progenitor: “Le remito las cuentas de mis gas-
tos para que ustedes vean en lo que he empleado el dinero que ustedes han
tenido la bondad de mandarme”. El hijo sabía demasiado bien que el dinero
costaba a su padre un gran esfuerzo extra, y aun, con remordimiento, decía
que tenía vivos deseos de seguir estudiando pero no a costa de la ruina fami-
liar.Por ese entonces era el único dinero que percibía.Aún el 27 de octubre de
1870 acusa recibo de cincuenta pesos y refiere que los ha empleado en “lo más
urgente”. La siguiente misiva de Acuña data de fines de abril o principios de
mayo de 1871,es decir,siete meses después,y versa sobre la muerte del padre.
Se enteró de casualidad, a dieciocho días de ocurrida, al encontrarse a un
compañero el domingo 30 de abril,mientras se encaminaba a Telégrafos para
enviar un parte donde preguntaba por la salud del progenitor. El compañero
se había enterado al leer una escueta noticia en el número 16 de la revista La
linterna de Diógenes. Acuña escribió en “Lágrimas”:
Padre... duérmete... mi alma estremecida
te manda su cantar y sus adioses;
vuela hacia ti, y flotando
sobre la piedra fúnebre que sella
tu huesa solitaria,
mi amor la enciende, y sobre ti, sobre ella,
en la noche sin fin de tu sepulcro
mi alma será una estrella.
Para el joven Acuña, la muerte del padre fue un golpe aniquilador tanto al
corazón como al bolsillo. Pese a haber solicitado beca varias ocasiones con
anterioridad, una y otra vez se la habían negado. Con la muerte del padre
20
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
las cosas cambian: “Gil me ha ayudado mucho para conseguir la beca, así
como un catedrático mío a quien le debo mucho aprecio, el señor Alvarado.
Yo espero que se logrará, pues los huérfanos, más valía que no lo fuera, son
los generalmente preferidos”,escribió en una misiva de 1871.Así fue: pocos
días más tarde se la concedieron pero dándole sólo cuarto y comida.En una
de sus últimas cartas (fue la única vez que lo hizo) era tanta su desespera-
ción que le pide a su madre “una pequeña cantidad”.
Se inscribió para el segundo curso de Filosofía en el Colegio de San Il-
defonso el 14 de enero de 1865.5
Debemos pisar terreno con sumo cuidado.
Hay cosas que no hilan muy bien o hay cabos que quedan sueltos. Según
los registros, Acuña estudió en San Ildefonso hasta fines de 1867, cuando
entra a Medicina; es decir, supuestamente estuvo en el plantel tres años. No
sabemos casi nada de los dos primeros años de Acuña en Ciudad de Méxi-
co, primero, porque no hay casi testimonios, y segundo, porque las cartas a
sus padres –al menos las conservadas– sólo empiezan en 1867.
5  Caffarel Peralta sintetiza así los avatares políticos de entonces que afectaron también al
Colegio: “En mayo de 1863 el licenciado Sebastián Lerdo de Tejada, que había fungido de
rector una década, abandona la capital para seguir en su éxodo al presidente Juárez y confía
la dirección del establecimiento al licenciado Francisco Artigas. Éste, pocos meses después,
se ve obligado a suspender las actividades docentes, al ser ocupado el edificio por las tropas
francesas del general Neigre, pero el obispo Ormaechea, ministro de gobernación de la
Regencia, restablece la enseñanza religiosa y nombra rector al padre Basilio de Arrillaga,
quien, auxiliado por otros jesuitas, reanuda los cursos en febrero de 1864. Por esos días
Acuña llega a las aulas alonsiacas en las que, año y medio más tarde, por agosto de 1865,
nuevamente se dejan sentir los cambios políticos que sufre el país: Maximiliano destituye al
padre Arrillaga, nombra rector al licenciado Artigas y dispone que el plantel se organice de
acuerdo con las normas que rigen en los liceos franceses. En virtud del nuevo reglamento –el
5 de julio del dicho año– se suprimen en el plantel cuantas prácticas pudieren darle alguna
semejanza con los seminarios. Sin embargo la situación de San Ildefonso no es definitiva,
porque Artigas pasa al ministerio de educación del emperador y designa para que lo sustituya
al licenciado Joaquín Eguía Lis. Acuña concluye sus estudios y sale de aquellas aulas en los
momentos en que se restablece la República y el doctor Gabino Barreda asume la dirección
del Colegio que se transforma en la Escuela Nacional Preparatoria”.
21
E N C I U D A D D E M É X I C O
¿Qué pasó con las cartas de entonces? Siendo un adolescente, siendo
tan apegado a los padres y dependiendo enteramente del dinero familiar,
aunque nunca fue un corresponsal acucioso, es lógico que hayan existido.
Perviven nueve cartas de Acuña a la familia: ocho a sus padres y una a su
hermana Guadalupe. ¿Y las primeras?
Según los archivos, el 31 de enero de 1868 se matricula de primero en
la Escuela de Medicina. Sin embargo sabemos por una carta a sus padres
del 3 de febrero de 1867, o sea, un año y diez meses antes, que “desde el
quince de enero se abrieron los cursos de la Escuela de Medicina, y desde
entonces estoy asistiendo a las cátedras de Química y Zoología, en cuyo
curso espero salir bien en el favor de Dios, al fin del año escolar”.
Pero el 28 de diciembre de 1868 vuelve a inscribirse en primero de
Medicina. ¿Qué sucedió? ¿Qué estudios hizo? ¿Qué hizo entonces? Por
fortuna, en los registros aparece que en los diciembres siguientes, hasta
1872, se inscribió en segundo, tercero y cuarto de la carrera.
Pero ya no se matriculó para el aciago 1873.
poetas en el exconvento de san jerónimo El 24 de abril de
1869 un grupo de jóvenes poetas funda la Sociedad Nezahualcóyotl en el
exconvento de San Jerónimo. Sería la primera de las varias sociedades lite-
rarias y científicas a las que Acuña pertenecería (Sociedad Filoiátrica, Liceo
Hidalgo,La Concordia,El Porvenir,Bohemia Literaria).El grupo de jóvenes
estaba conformado por Agustín F. Cuenca, Francisco Ortiz, Pablo Sandoval,
Francisco G. Cosmes, Gerardo M. Silva, Javier Santa María, Alfredo Hi-
gareda, Miguel Portilla y Rafael Rebollar. Del único de ellos que queda una
22
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
vaga huella es de Agustín F. Cuenca, quien se desposaría después con Laura
Méndez, y moriría joven. Presidían la sociedad Ricardo Ramírez, hijo del
Nigromante, y Francisco Zarco, periodista de periodistas.Tenían el apoyo de
Ignacio Manuel Altamirano y de Manuel Payno.
Escogieron el exconvento como homenaje a Sor Juana, quien moró,
construyó sus castillos intelectuales, escribió sus poemas geométricos y fue
devorada por la peste en este recinto. ¿Por qué no nombraron a la sociedad
Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Qué relaciones hallaron entre Nezahualcóyotl
y la lúcida y sapiente monja?
Agustín F. Cuenca recordaría un año después en un artículo publicado
en El Siglo XIX que las reuniones se efectuaban bajo los árboles del jardín
y que Acuña recitaba sus primeros poemas.
En 1869 apareció un folleto que incluye composiciones de los jóvenes.
De Acuña hay diez poemas y una prosa:“La brisa”,“Madrigal”,“Aislamien-
to”, “Dolora”, “A Ch...”, “Una limosna”, “Un sueño”, “Amor”, “Pobre flor”,
“San Lorenzo (paisaje)”y “Amar y dormir”. En el prólogo se refiere que los
jóvenes son amigos y se reúnen para leerse “composiciones ligeras” y piden
disculpas “por las incorrecciones técnicas y lo nimio de los contenidos”.
Acuña no sabía, no podía saber, que ese 24 de abril de 1868, cuando
ingresa a su primera sociedad literaria, Rosario cumplía veintiún años y
estaba por casarse con el capitán Juan Espinoza y Gorostiza.
escuela de medicina Según Juan de Dios Peza, que escribe de me-
moria veinticuatro años después, Acuña moró en el cuarto número 13 del
patio de los naranjos de la Escuela de Medicina. Al parecer llegó a mediados
23
E N C I U D A D D E M É X I C O
de 1871, luego de la muerte del padre. En ese cuarto, afirma Peza, habitaba
el joven poeta veracruzano Juan Díaz Covarrubias (1837-1859), también es-
tudiante de medicina, cuando salió de allí el trágico 11 de abril para morir
fusilado en Tacubaya.6
Hasta 1820 el edificio de la Escuela fue sede del tribunal de la Inqui-
sición. Luis González Obregón expresa que desde la radicación del sinies-
tro tribunal el viernes 2 de noviembre de 1571,7
no mudó de domicilio y,
como todos saben, el inmueble sigue siendo casi por completo el de antes,
situado en lo que era la esquina de Santo Sepulcro de Santo Domingo
(hoy República de Brasil) y Cocheras (hoy República de Colombia), en el
costado oriente de la plaza de Santo Domingo. Ligera y armónica, la plaza
alberga la iglesia del mismo nombre, y en su costado poniente, en el portal
de los Evangelistas, siguen escribiendo infinitamente los mecanógrafos y
siguen imprimiendo infinitamente los propietarios de las imprentas lili-
putienses.
Años después de la Conquista, la casa perteneció a la familia Guerrero,
que la donó a los dominicos, quienes la cedieron a la Inquisición. Hacia
1736 se terminó un agrandamiento del edificio, ampliándose el número
de salas, con la novedad del chaflanamiento del frontispicio, por lo que se
le conoció también como Casa Chata. Por 249 años el tribunal ejerció sus
funciones de infamia en este recinto.
6  Francisco Castillo Nájera, que estudió medicina en la primera década del siglo, dice en
la página 40 de su Manuel Acuña: “En 1909, la sociedad de alumnos de la Escuela Nacional
de Medicina discutió una proposición: colocar una placa recordatoria del lugar en que vivió
Acuña: por las transformaciones, los cuartos de los internos habían desaparecido”. Castillo
Nájera no precisó la fecha de la desaparición de los cuartos.
7  México viejo, “La inquisición”, capítulo XII, México.
24
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Una puerta de hierro separaba el frontis del primer patio, el cual aún
conserva la ágil arquería sostenida por columnas renacentistas. Se pasa a
un segundo patio, y luego, caminando a la izquierda, se llega al patio de los
naranjos. Al fondo de la planta baja se hallaba el cuarto del poeta. En los
siglos de oprobio de la colonia había sido cárcel, y en 1820, un año antes
de la declaración de Independencia, para apuntalar la funesta tradición, se
había vuelto prisión de estado. Incluso llegó a llamársele la Bastilla mexi-
cana. En 1823 fray Servando Teresa de Mier aún padeció allí. En el centro
del patio había una fuente y en torno amarillaban los naranjos. De allí el
nombre del patio.
De cárcel de estado pasó luego a ser sede de la Lotería, cuartel, recinto
del Congreso, Palacio del Estado de México, asiento de la escuela latinoa-
mericana Sol y, de 1850 a 1853, morada del Seminario Conciliar. A partir
de 1854 se instauró la Escuela de Medicina. En 1879 se añadió el tercer
piso. En 1968, al quitarse éste, se volvió a la configuración original.
Escribe Peza en sus memorias que el cuarto de Acuña era escueto y
sombrío. Daba la imagen de una pobreza extrema. Había un catre con un
colchón raído cubierto por un sarape saltillense, un buró en la cabecera,
una mesa desvencijada color azul pálido, tres sillones en el abandono y un
librero hecho de cajones con tres tablas largas.
Al llegar a vivir a la Escuela de Medicina, Acuña buscó –problema
primario– cómo lavar su ropa. Se enteró de una mujer que lavaba para otros
estudiantes. Se llamaba Soledad, le decían Chole, pero para él fue solamen-
te Celi. No sabemos su apellido.“Era de esas criollas de ojos negros, de piel
trigueña pero sonrosada, de pocas palabras, más bien seria que risueña, y
tan recatada en sus maneras que inspiraba respeto al numeroso grupo de
25
E N C I U D A D D E M É X I C O
estudiantes que la veían una vez por semana cruzar los patios de la escuela”,
escribió Peza de memoria. El “hermano de corazón” observaba asimismo
que Acuña la trataba con afecto ante los demás compañeros de escuela y
sentía por ella gratitud. Pero Nemesio Icaza, entonces ayudante de conserje
de la Escuela, y a quien el saltillense, por cierto, escribió un poema cordial-
mente gracioso, la precisó así: “No era muy joven, como dice Juanito Peza;
tampoco guapa ni trigueña; prietita y bocona...’’.8
Muy pronto Soledad o Celi no sólo lavaría la ropa del joven amigo
sino también asearía el cuarto. Pasaban temporadas sin que Acuña pudiera
pagar ni ella hiciera nada por cobrarle. Al parecer la lavandera lo ayudó
en la medida de sus estrechas posibilidades. Las camisas estaban albas y
con el cuello duro. Aun llegó a darse la ocasión extrema de que, para un
compromiso de gala del joven, Celi le regalara una camisa nueva. Soledad
fue de una fidelidad conmovedora, aun en las exigencias más ácidas. Nadie
quizá vio tan de cerca la miseria y las miserias del poeta. Ninguna mujer lo
recordó con más apego luego de su muerte.
Hay quienes fueron más lejos y hablaron de un hijo de Acuña con la
planchadora. No hay, ya no una prueba, sino siquiera un mínimo indicio de
que esto haya ocurrido.
8  Francisco Castillo Nájera, Manuel Acuña, “Siluetas femeninas”, pág. 40. Peza e Icaza
coinciden en algo: el poeta y la lavandera jamás fueron amantes. “Miente quien lo diga, mi
poeta no se rebajaba”, dijo Nemesio Icaza en una opinión que hoy escandalizaría por clasista.
También dijeron que nunca fueron amantes el poeta y la lavandera dos amigos de Acuña: el
médico Gregorio Orive, quien le dio respiración de boca a boca al poeta recién fallecido para
tratar de devolverlo a la vida, y José Bandera, quien despreciativamente sentenció: “Chismes de
[Guillermo] Prieto”.
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
el pasado en el teatro principal La noche del 17 de marzo
de 1870 (cuenta Armando de Maria y Campos al principio de su libro
Manuel Acuña en su teatro) se estrenó en el Teatro Principal el drama de
un joven poeta, excompañero del saltillense en San Ildefonso. La pieza
se llamaba Piedad y el autor respondía al nombre de Justo Sierra (1848-
1912). Se trataba de una función extraordinaria en beneficio de los deudos
del actor Merced Morales (1821-1870), muerto en la miseria. Huérfano
desde muy pronto, Morales se había dedicado a la carpintería, pero sien-
do aficionado al teatro desde muy joven, actuaba en pastorelas populares.
Debutó en el Teatro de la Unión en 1841 y luego pasó al de los Gallos
y al Principal. Uno de sus maestros fue Manuel Eduardo Gorostiza, el
primer dramaturgo de relieve del México independiente. Se le tenía en
alto aprecio como actor y solía ir a menudo de gira por el país con diversas
compañías teatrales.
La compañía que representaba la obra de Sierra pertenecía a Eduardo
González (también pertenecía a ella el actor fallecido) y actuaron en la
obra el propio González, Pilar Belaval, María Mayora y actores mexicanos
y españoles. Al terminar la función empezó el homenaje. Se colocó en el
centro del escenario, como una suerte de ara, el retrato del actor, que ro-
deaban actores y actrices de los teatros Nacional, lturbide y Nuevo México.
Luego leyeron poemas actores, actrices y poetas, y al final “Manuel Acuña,
que de poco tiempo atrás había empezado a llamar la atención con algu-
nas composiciones de una extraordinaria entonación varonil, leyó una oda
pronunciadamente materialista”. La oda prefigura, por sus contenidos, su
poema mayor: “Ante un cadáver”. Armando de Maria y Campos precisa
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E N C I U D A D D E M É X I C O
que fue la primera vez que Acuña pisó las tablas. El 20 de mayo de 1870, en
su Revista de la Semana que publicaba en el diario El Siglo XIX, Altamirano
incluyó el poema.
En su escueta obra Acuña no sólo cantó a la muerte y a la nada, sino a
parientes, amigos o prohombres fallecidos. Además de su padre y de Mer-
ced Morales, compuso una “Oda ante el cadáver de José B. de Villagrán” y
una “Cineraria ante el cadáver de la Sra.Luz Presa”.Estar “ante un cadáver”
fue una obsesión oscura del joven coahuilense.
La segunda vez que un poema de Acuña se oyó en un escenario ocu-
rrió el 31 de marzo de 1870, es decir, dos semanas después, con motivo del
homenaje a la actriz María Jesús Servín, quien, en palabras de Altamirano,
“era una dama joven, guapa, modesta y buena”. El acto se verificó en el
Teatro Nacional ante numeroso público. El actor José Zamora leyó “La
soñadora”; Acuña oía desde una butaca.
Esa noche se dijeron también piezas líricas de Luis G. Ortiz, Justo
Sierra, Emilio Rey, Hilarión Frías y Soto y de Olavarría y Ferrari.
en el velorio del señor méndez El 30 de agosto de 1919, en
algo que tiene todos los visos de una fábula tremendista, de una patraña
sucia e inútil, Rosario de la Peña confía al presbítero y doctor José Castillo
y Piña, por demás una autoridad de poco fiar, la forma como Acuña cono-
ció a Laura Méndez. El doctor Castillo y Piña reproduciría esta confesión
veintidós años más tarde en su libro Mis recuerdos.9
9  Castillo y Piña en esas mismas páginas dijo que ya Rosario en ese tiempo era una santa.
¿Cómo tomarlo en serio luego de una opinión así?
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Para dar mayor verosimilitud a su libelo contra el joven suicida,el pres-
bítero dice que inmediatamente después de que Rosario le narró los hechos,
redactó los apuntes. Pese a sus afanes de verosimilitud, pese a la obligación
de la verdad que le imponía ser presbítero, Castillo, tenemos la impresión,
jugó a la fantasía y apostó a la conclusión morbosa.
Según esta historia, cuando Rosario reclama a Acuña a mediados de
1873 sobre sus amores con Laura y Soledad,10
con base en las hablillas de
Guillermo Prieto, él acepta su falta, pero le pide que haga caso omiso de la
planchadora. El poeta le cuenta cómo conoció a Laura:
Un día Acuña paseaba por las calles, cuando la vio frente al zaguán de su
casa “pálida, desencajada, macilenta y revelando en su semblante una gran
angustia”. El joven preguntó qué le pasaba. Ella lo hizo entrar a un cuarto
misérrimo y sucio donde yacía un cadáver sobre un petate y donde apenas dos
cajones de cartón servían de asiento. El cuerpo presente era el del padre de
Laura, quien había fallecido de hambre. Laura se encontraba en una situación
de miseria extrema.
Acuña salió de la casa, empeñó unos volúmenes, y trajo unos cirios y al-
gún dinero, y la acompañó en el afligido velorio. Cuando las velas se apagaron
y aprovechando la oscuridad y la desprotección de la muchacha, la poseyó.“Y
desde entonces –dijo Rosario al cura– Acuña concibió la idea de suicidarse”.11
10  Que yo sepa, López Portillo y Rojas, en su Rosario la de Acuña, es el primero que alude
públicamente, con base en testimonios oídos, que un prócer de edad provecta tuvo una
aventura con Laura y que Acuña se enteró del desliz. El prócer era nada menos que Guillermo
Prieto. Cuando Castillo Nájera preguntó a Justo Sierra sobre Laura, Sierra respondió de modo
terrible: “Guillermo Prieto es el que, por intrigante, tuvo mucha responsabilidad... Detestaba
a Manuel… Le hirió uno de sus quereres”. A su vez Porfirio Parra, condiscípulo de Sierra y de
Manuel Acuña, añadió sobre la respuesta de don Justo: “Guillermo Prieto, por su pique literario
con Acuña, pretendió a Laura, la conquistó y, después, le llevó el chisme a Rosario”. En esa
historia, el gran Prieto sale mal parado. Por decir lo menos, queda como un abusivo e intrigante.
Lástima: también los grandes tienen pequeñas y grandes sombras.
11  Una versión más creíble. En la página 47 de su libro, Castillo Nájera cita la entrevista de un
tal Ignacio Miranda con el doctor Gregorio Orive en el cincuentenario de la muerte del poeta
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E N C I U D A D D E M É X I C O
Esta fábula maquillada parece sacada más de nota roja de un periódico de
escándalos, de leyendas negras condimentadas para el bajo pueblo o de un
relato gótico de imaginación vulgar, con el fin de que el lector odie o se
resienta contra el protagonista.Harta de ser llamada “la de Acuña”,Rosario
trató por los medios a su alcance de dejar en claro dos cosas: nunca estuvo
enamorada de Acuña ni fue la causa directa y principal de su suicidio. El
objetivo –aclarar los hechos– era correcto; Rosario tenía razón; pero los
medios usados no dejaron de ser tramposos y aun arteros. Varias ocasiones
mintió, modificó versiones, se contradijo y llegó a ensuciar sin elegancia a
Acuña y aun a la familia de éste. No le sirvió de mucho, o mejor, de nada.
Contra toda la verdad biográfica e histórica, sería, acabaría siendo no Ro-
sario la de Flores, sino Rosario la de Acuña, como Laura no fue para la
posteridad Laura la de Acuña sino Laura Méndez de Cuenca.
Sin embargo,para la verdad biográfica hay un inconveniente: nunca,en
anteriores confidencias, Rosario contó esta historia truculenta, o si lo hizo,
nadie la documentó.Es decir,Rosario relata esta versión sospechosa 46 años
después de la muerte de Acuña, a la edad de 72 años, estando muy enferma, y
sólo esa vez. A ningún otro de los que la oyeron y dejaron testimonio de sus
palabras (Urbina, Amézaga, López Portillo y Núñez y Domínguez) doró
semejante píldora. Más: ni a Laura Méndez, ni a los amigos próximos o
lejanos de Acuña se les ocurrió siquiera sugerir esto. La misma Laura escri-
bió, probablemente hacia febrero de 1874, un poema llamado “Adiós”, que
(1923). El doctor responde que él fue quien llevó a Acuña a casa de Laura, “donde se reunía
un selecto grupo de literatos”. De lo dicho por Orive se coligen dos cosas: el lugar donde se
conoció la pareja y otra, como observa Castillo Nájera, si asistía a la casa “un selecto grupo de
literatos” las condiciones económicas de la familia Méndez no eran precisamente de miseria
extrema.
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
es una respuesta póstuma al poema “Adiós”de Acuña. Dos meses antes ha-
bía muerto el amigo. Este “poema de la desgracia”, como Laura lo llamó, si
no tiene la redondez deseada, si hay imágenes marchitas de tanto usarse, si
sus alejandrinos llegan por instantes a cojear, está escrito a corazón abierto.
Por demás, tiene en su construcción, en su música y en imágenes, oh ironía,
oh paradoja, turbadoras semejanzas con el “Nocturno” a Rosario (Laura
quiso creerse, en un rapto extraño, destinataria del poema):
Soñé que en el santuario donde te adora el alma,
era tu boca un nido de amores para mí,
y en el altar augusto de nuestra santa calma
cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma
por pájaros y flores y besos para ti.
¿Una mujer que ha sido doblemente ofendida de modo grave –una cuando
fue poseída en el velorio de su padre, y la otra, cuando se la dejó, estando
enamorada, por otra mujer (en este caso Rosario)– escribiría así al amigo?
Baste recordar que Laura tuvo un hijo de Acuña,quien murió al mes y doce
días de éste. ¿Una mujer ofendida escribiría esto?
¡Qué bello el panorama alzado en mi ilusión!
¡Un mundo de delicias gozar hora tras hora,
y entre crespones blancos y ráfagas de aurora
la cuna de nuestro hijo como una bendición!
Son los anhelos y ensueños imposibles de una joven que soñaba vivir cada
momento, en un país idílico, al lado del amante. Pero en ese país fantástico,
en vez de la madre, como en el “Nocturno”, quien está en el centro es el
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hijo.Pero todo era una delirante quimera; ya amigo e hijo yacían bajo tierra.
Quizá como subtítulo de su “Adiós”–respuesta a su otro adiós y al “Noctur-
no”– Laura pudo nombrarlo “Nocturno a Manuel”.
Fuera de esto, más allá de esto, no hay noticias precisas de cuándo
nació, se desarrolló y concluyó la unión amorosa. El poema “A Laura” es
de abril de 1872. En ese año y principios del siguiente, me atrevo a suge-
rir, se dio el lapso de los amoríos. Si el hijo nació en octubre de 1873 (el
acta de defunción que descubrió Caffarel Peralta en 1958, consigna que el
niño murió el 17 de enero de 1874, es decir, tres meses luego de nacido),
habría sido concebido en febrero de ese 1873. Al parecer, en mayo de ese
año, cuando Manuel conoce a Rosario, el amor del poeta por Laura empe-
zaba a enfriarse o de hecho se había enfriado. En octubre, es decir, el mes
cuando nace su hijo, Acuña envía dedicados a Rosario y a Laura ejemplares
del folleto de su poema “La Gloria”. Por las dedicatorias es ya visible el
enorme abismo de afecto hacia una y otra. Para la nueva musa: “Obre. ii de
1873. Rosario: usted tiene la culpa si me atrevo a enviarle este cuaderno,
por haberme dicho que le agradaba el día que tuve el gusto de leérselo; si
ahora fuese yo tan desgraciado que usted lo hallara malo,perdónelo siquiera
porque él le va a decir que como siempre cuenta usted en mí un sincero y
buen amigo.– Man. Acuña”. Para la musa precedente: “A Laura. Manuel”.
La dedicatoria no puede ser más escueta y gélida. Hasta donde sé, son las
últimas palabras por escrito que dejó a Laura luego de su liga ardiente.
¿Pero cómo era Laura? Según Peza era una mujer apasionada y tem-
pestuosa. Un poeta, Agapito Silva, amigo de Acuña, que la pretendió, com-
puso un poema donde habla de su belleza jovial, de su blancura y de sus
ojos brillantes. Queda de Laura una fotografía de 1879. Lejos está, en mi
32
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
concepto, del ideal de hermosura. Vemos en el retrato a una mujer blanca,
regordeta, con pechos prominentes, pelo ensortijado, ojos oscuros, con una
mirada a la vez decidida y triste y una boca pequeña como de media hoja
de cuchillo12
.
Por demás, sin discusiones, Laura tuvo una naturaleza intelectual y
artística muy por arriba de la media de las mujeres de su época. Acuña lo
sabía y lo dijo para siempre en tercetos inolvidables.En su opúsculo Poetas y
escritores mexicanos del 31 de diciembre de 1877, Juan de Dios Peza escribió
(ya estaba casada con el poeta Agustín F. de Cuenca):
Laura Méndez de Cuenca, instruida, elocuente y con una inteligencia nada
vulgar, ha escudado en el anónimo sus más bellas producciones. Muchos de
sus versos publicados en El siglo XIX en el año de 1874,llamaron notablemen-
te la atención. Sus poesías son filosóficas y de escuela enteramente moderna
[...] Es, si no la mejor, una de la mejores poetisas de México.
Es probable que varias de esas composiciones que comenta Peza tuvieran
algo que ver con el drama del 6 de diciembre del año previo. Y nótese: a los
21 años Laura ya había llamado “notablemente la atención”.
12  Escribí esto en 1999. En 2010 apareció el escrupuloso libro de la investigadora Milada
Bazant Laura Méndez de Cuenca: mujer indómita y moderna: Vida cotidiana y moderna, 498
págs., Colegio Mexiquense, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, Toluca, 2010. En el libro
hay varias fotografías en diversas edades que no le hacen mucho favor estético. Sin embargo
hay una sólo de rostro, muy jovencita, que está en la portada y se reproduce en la página 92.
Se ve una Laura delgada, bonita, ojos profundos y tristes, nariz recta y labios delgados, en fin,
una imagen romántica de las que aparecían en el teatro y en la ópera del siglo XIX. Es tal vez la
Laura que conoció Acuña. Pertenece –según el pie de foto- al archivo personal de Carlos Beteta
de la Garza.
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E N C I U D A D D E M É X I C O
poemas cruzados: “a laura” y “nieblas” Acuña leyó su poe-
ma “A Laura” en los salones del Conservatorio el 29 de abril de 1872. No
cumplía aún los veintitrés años y Laura tenía diecinueve. Sería uno de los
poemas cruzados que tendría con la joven. O con más exactitud: a los mag-
níficos tercetos de “A Laura”, la poeta mexiquense responde con los tam-
bién magníficos de “Nieblas”, y después al “Adiós” y al “Nocturno” (del que
no era la destinataria) responde con otro “Adiós”.
En “A Laura”, se observa a un Acuña deslumbrado por el talento
notable de la amiga y predice que escalará alturas. Anota que hay dos vías
por las que los elegidos pueden cumplir su misión: por la ciencia y por el
arte, o si se quiere, por la razón y por las fantasías y el sueño. Para cumplir
su “misión sublime”, a Laura se destinaba la segunda vía. Acuña la llama
a no someter a nadie su conciencia, a luchar contra toda adversidad y a
asumir su condición superior. Que fantasee y sueñe y ascienda a la cum-
bre pero que al bajar cuente en su canción lo que vio y vivió. Y escribe
entonces algunos de los versos más armónicos de su obra que suenan en
un acorde:
Sí, Laura... que tus labios de inspirada
nos repitan la queja misteriosa
que te dice la alondra enamorada;
que tu lira tranquila y armoniosa
nos haga conocer lo que murmura
cuando entreabre sus pétalos la rosa;
que oigamos en tu acento la tristura
de la paloma que se oculta y canta
desde el fondo sin luz de la espesura
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Y termina con unos versos impresionantes que dibujan la condición de la
mujer en el siglo XIX y anticipan la rebelión femenina del siglo XX:
Y que hallemos en ti a la mujer fuerte
que del oscurantismo se redime.
En su imagen de la mujer, me digo, Laura representaba el ideal intelectual;
Rosario el amor y el deseo ardiente.
De su lado, Laura responde, o al menos tiene toda la impresión de
ser una respuesta, con su doloroso poema “Nieblas”. Es no sólo la mejor
pieza lírica escrita por una mujer en el siglo XIX sino, tal vez, una de las
mejores del siglo. Si Acuña le pedía que no se amilanara ante el dolor ni
ante la cercanía del abismo para ascender a las alturas, Laura, en los pri-
meros tercetos, provoca al sufrimiento humano para que la acose, porque
ella despreciará sus golpes y no temerá que marque su rostro con surcos de
fuego.“Ni gracia, ni piedad imploro”. A continuación, sin embargo, Laura
escribe un terceto turbador que es imposible disociar con momentos de
su vida:
Que nada es la razón, si a nuestro lado
surge con insistencia incontrastable
la tentadora imagen del pecado.
En el poema pasa entonces Laura del singular al plural.Si Acuña la estimu-
la a que no se amilane al borde del abismo, el “hombre iluso”, que se afana
por una imposible perfección, es, en el poema de Laura, el que se amilana.
Después pasa a decir que en la primavera de la vida, como en la primavera
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E N C I U D A D D E M É X I C O
misma, todo es un paisaje idílico donde la fantasía “forja el amor”. Sueños
y esperanzas se multiplican como las hojas de los árboles. Pronto, no obs-
tante, desaparece la inocencia y se aísla el perfume.Ya no palpita el corazón
enamorado. El “hombre iluso” sucumbe. El misterio vence al pensamiento.
Y en un terceto inolvidable dice:
¿Qué deja al hombre al fin? Tedio, amargura,
recuerdos de una sombra pasajera
quién sabe si de pena o de ventura.
¿Eso es vida?, se pregunta en la estancia final. Ya no sabe ni en lo que cree:
Ven, oh dolor, mi espíritu salvaje
te espera como al buitre Prometeo.
Mujer apasionada, lúcida y elocuente, Laura fue maestra normalista y par-
ticipó en varios congresos internacionales. Escribió una novela y un libro
de cuentos.
¿Pero Laura alcanzó la grandeza que auguró Acuña? Si la medimos con
el rasero de su tiempo,si la ubicamos en aquellos años,si vemos desde tal án-
gulo su poesía y su activa participación pública,destacó como ninguna poeta
del siglo XIX.Subió lo que no pudieron,o no las dejaron subir,o no tuvieron
la voluntad de subir, poetas como Josefa Murillo y Josefina Pérez. Pero Lau-
ra pudo subir más. Si vemos en frío su poesía, salvo “Nieblas”, y en menor
medida “Oh corazón”, no hay nada que salga de la medida, ni siquiera sus
dolorosas piezas “Adiós” y “Bañada en lágrimas”, o composiciones descrip-
tivas muy correctas como “Invierno” y “Sequía”. La mayoría de los poemas
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
claves o importantes están fechados en el primer lustro de los setenta,o para
decirlo más concretamente, los escribió entre los diecinueve y los veintidós
años. “Adiós” y “Bañada en lágrimas” son poemas de dolor extremo para el
amado y el hijo muertos pero sin mayor desprendimiento lírico. Podemos
suponer que luego de 1875 deja de escribir poesía,y la retoma a inicios de los
noventa. Pero ya no hallamos pieza alguna que tenga la profundidad emo-
cional ni el vigor antiguo. En su ya de por sí escasa obra se encuentran buen
número de poemas ocasionales, ya para el álbum de las señoritas, ya como
regalo al amigo. Laura trabajó con mayor o menor fortuna poesía amorosa,
religiosa y descriptiva. Era una mujer a quien las hadas le dieron el don, que
poseía un talento desusual,pero su vocación no tuvo consistencia.Y la poesía
no perdona. Y la poesía no la perdonó.
acuña y flores en el liceo hidalgo Altamirano, el íntegro y
laborioso Altamirano, había fundado, con sus propios medios, una revista
que haría época, El Renacimiento, y, gracias a su iniciativa, se había refun-
dado el Liceo Hidalgo. Luego de los terribles años de las querellas políti-
cas, Altamirano buscaba ser mediador para unir a intelectuales, escritores y
artistas de los bandos conservador y liberal. Como diría Gutiérrez Nájera,
Altamirano era, a la inversa del demoledor Ignacio Ramírez, el creador y el
constructor.
El 29 de abril, en la sesión para reinstalar el Liceo Hidalgo, Manuel
Acuña lee en los salones del Conservatorio sus espléndidos tercetos de “A
Laura” y una semana después, el 6 de mayo, es designado miembro titular
del antedicho Liceo, junto con otros poetas jóvenes, como sus inseparables
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E N C I U D A D D E M É X I C O
Javier Santa María y Gerardo M. Silva, como Jesús Echaiz y –léase bien–
Manuel M. Flores. Otros socios adscritos fueron José María Lafragua, José
María Iglesias y Francisco Pimentel.
Que yo sepa es, documentada, la primera y quizás la única vez (se pu-
blicó la información al día siguiente en El Siglo XIX) que aparece el nom-
bre de Manuel M. Flores al lado suyo. En su escuetísima autobiografía de
menos de una página, Flores escribe que perteneció también a la Sociedad
Nezahualcóyotl –de la cual Acuña fue miembro fundador– pero no especi-
fica el año. ¿Cuántas veces se encontraron? No lo sabemos pero todo hace
suponer que muy pocas. No hay un dato, o no lo conocemos, de encuentros
de ambos en el año y siete meses que le quedaban de vida a Acuña luego de
aquella sesión de incorporación múltiple.
El 28 de abril de 1873, o sea, un año después, Acuña fue nombrado
vicepresidente del Liceo. Y lo sería hasta la muerte.
las exequias del presidente en el cementerio de san
fernando13
En el periódico El Federalista apareció una noticia el mar-
tes 23 de julio de 1872: “Los estudiantes de Medicina encargaron al señor
Manuel Acuña hiciera hoy el panegírico del señor Juárez en el acto solemne
de las exequias”.
¿En dónde? No, desde luego, en el cementerio de San Fernando, don-
de hablaron doce personas, siendo el único que leyó un poema José Rosas
Moreno. Los otros once dijeron discursos y fueron, en este orden: José Ma-
13  Los datos están tomados de: Benito Juárez, discursos y correspondencia. Selección y notas
de Jorge L. Tamayo, Secretaría de Patrimonio Nacional, 1970, tomo 13, págs. 1026-1043. Debo
la información a Gastón García Cantú.
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ría Iglesias, orador oficial, quien abrió el acto; el diputado Ignacio Silva,
en nombre de la Diputación Permanente; Alfredo Chavero, representante
del Ayuntamiento; el masón Francisco T. Gordillo; el periodista opositor
José María Vigil, quien reconoció “al gran Juárez que dio a la prensa una
libertad sin límites”; el músico José María Baranda; el médico Roque Jacin-
to Morán; don Victoriano Mereles, en representación de los obreros; don
Gumersindo Magaña,en nombre del Consejo Superior de Salubridad,y los
niños Antonio Álvarez y Salvador Martínez Zurita,alumnos del Tecpan de
Santiago.
Programado para salir a las nueve de la mañana, el cortejo fúnebre
partió media hora más tarde de Palacio Nacional siguiendo este trayecto:
Puente de Palacio, Palacio Nacional, el portal de las Flores, la Diputación,
el portal de Mercaderes, San Francisco, Santa Isabel, La Mariscala, San
Juan de Dios y San Hipólito. En el recorrido todas las casas “ostentaban
cortinas con lazos de crespón y coronas de siempre vivas”. Acompañaron al
cuerpo de Juárez cerca de 5 mil personas. “Nunca se había visto en México
exequias tan concurridas”, observa el cronista. El acto terminó al cuarto
para las dos de la tarde. Podemos imaginar que cuando el cortejo fúnebre
pasó por Santa Isabel a eso de las diez y cuarto de la mañana, una joven
de 25 años, que tenía simpatías liberales, estaría en el balcón o en la acera.
Acuña también simpatizó con los liberales pero no hay huella de que
militara en el partido. Conocido de Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto,
discípulo predilecto de Ignacio Manuel Altamirano, su legado escrito se
halla, en este renglón, en seis o siete poemas civiles: “El poeta mártir Juan
Díaz Covarrubias”,“Ocampo”y “Cinco de mayo”y en los cuatro que tienen
como fondo el tema de la Independencia: “El giro”,“A la patria”,“Hidalgo”
L A U R A M É N D E Z D E C U E N C A
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
y “15 de septiembre”: poemas pensados más para la recitación cívica que
para hacer una pieza estética. Pero no hay poemas de Acuña a Juárez ni
queda en prosa una sola alocución.
¿Dónde quedó ese texto? ¿Lo escribió realmente alguna vez? ¿En qué
exequias emblemáticas lo leyó?
Lo que llama a curiosidad es su participación periodística de apoyo a
fines de 1872 a la candidatura presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada
y a la candidatura de Vicente Riva Palacio a la presidencia de la Suprema
Corte de Justicia.
en el patio de los naranjos Miseria y enfermedades lo persi-
guieron desde 1872. Por octubre de ese año, lo sabemos por una carta, se
encontraba enfermo del pecho. El día 29 escribe a la madre y comenta so-
bre el examen que hará de varias materias a principios de diciembre. Busca
tranquilizarla diciéndole que son las que mejor ha estudiado.
Algo lo ha conmovido hasta la raíz del corazón. En la carta, el hijo
precisa que en Saltillo ha aparecido por primera vez un artículo laudatorio
sobre su poesía en una publicación llamada El Mosquito. Eso lo sorprende,
porque mientras en Ciudad de México se vuelcan en elogios sobre su obra,
en la tierra natal no existía como poeta. Y exagerando su notoriedad nacio-
nal e internacional, culmina: “El autor de ese artículo puede estar seguro
de que los elogios de la prensa de México y de la extranjera han excitado
menos mi gratitud que las suyas tan inmerecidas como cariñosas”.
No es difícil imaginar que a él le conmovía pensar que familia, amigos
y allegados podían haber leído el artículo y enorgullecerse de él.
R O S A R I O D E L A P E Ñ AM A N U S C R I T O D E L N O C T U R N O
42
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Pero Acuña no volvió al solar nativo. El hijo pródigo murió como hijo
pródigo.
el laureado del teatro principal Acuña no cumplía los 23
años. En el Teatro Principal, sitio de las glorias efímeras de Ignacio Ro-
dríguez Galván y del resplandor melancólico de Soledad Cordero, se re-
presentó tres veces su drama El pasado,14
o como él lo subtituló, “Ensayo
dramático en tres actos”. Las representaciones fueron el 9 de mayo15
y el 11
y el 16 de junio de 1872; la cuarta se verificó en el Teatro Nacional el 26 de
julio de 1873.
En las dos primeras Pilar Belaval fungió como primera actriz en el rol
de Eugenia. En la representación inaugural se llamó a Acuña al término de
cada acto, y en el tercero –según reseña Javier Santa María (amigo íntimo
e incondicional del novel dramaturgo) en su crítica aparecida en el diario
El Siglo XIX– “se le hizo objeto de una verdadera ovación y atronaron los
aplausos, los bravos, las vivas al joven compositor y las dianas pedidas por el
público”. La función extraordinaria se efectuó a beneficio del actor Carlos
Neto, que encarnaba el personaje de don Ramiro.
Sobre la primera puesta en escena, Santa María dijo del drama que era
“una verdadera joya”; Juan Mateos, que no quería a Acuña, refirió en una
reseña escrita con prosa atrabancada: “La composición adolece de grandes
14  Armando de Maria y Campos dice en la página 23 de su libro Manuel Acuña en su teatro
(Compañía de Ediciones Populares, S. A., 1952), que Acuña escribió su pieza en 1870, es decir,
a los 21 años de edad, pero “no la tocó ni retocó nunca”.
15  Aquel mismo 9 de mayo de 1872, Acuña y sus amigos Agustín F. Cuenca y Gerardo M.
Silva iniciaron una nueva época de la Sociedad Nezahualcóyotl.
43
E N C I U D A D D E M É X I C O
defectos, pero denuncia una buena imaginación, de éxito en el porvenir
[sic]”; en una crónica de El Domingo se detalló que Acuña recibió tres co-
ronas: de la prensa capitalina, de la sociedad literaria La Concordia y del
señor Macedo,empresario del Teatro Principal.Años más tarde,el historia-
dor y crítico Francisco Sosa recordaría la función como un gran triunfo del
dotado poeta y dramaturgo, y arguyó que quienes lo coronaron no fueron
los amigos, sino la sociedad entera y los literatos. La polémica suscitada
por el contenido de la obra –a decir de Sosa– se extendió a la prensa, a las
sociedades literarias y a las conversaciones en casas y cafés.
Cierto: a Acuña no lo coronaron en triunfo los amigos pero los amigos
magnificaron, o al menos, hiperbolizaron el triunfo. Armando de Maria y
Campos muestra, o acaso demuestra, que ante una avalancha de estrenos, el
triunfo del joven se olvidó pronto.
La última puesta en escena se verificó un año más tarde, el 26 de julio,
en el Gran Teatro o Teatro Nacional, siendo primera actriz la andaluza
Salvadora Cairón. La función fue a beneficio de ella. El prestigiado actor y
director de la compañía, José Valero, esposo de la Cairón, ya había pasado
por México en 1868 y su paso dejó marca. Con mano noble apoyó en aquel
entonces al actor Merced Morales otorgándole el principal rol en el drama
Sullivan. Por gratitud o por interés, Acuña escribió poemas dedicados al
director de la compañía (“El reo de muerte”) y dos a su cónyuge (“A la
eminente actriz Salvadora Cairón” y “Adiós a México”). El primero de los
dedicados se leyó la noche del estreno y en él se dice que acude a darle “si
no las flores del arte/las flores del corazón”; el otro,“Adiós a México”–relata
De Maria y Campos– lo leyó la actriz “empapada en lágrimas de emoción,
desde el escenario del [Teatro] Nacional, el 19 de agosto de 1873”.
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Antes del estreno, Acuña exultaba. Envió una carta a su amigo Juan
de Dios Peza invitándolo al ensayo.Todo eran grandes expectativas. Valero
prometía esforzarse al máximo. Acuña estaba seguro de que la Cairón y el
actor Juan Reiz salvarían por sí solos la obra. Según la prensa, el día del es-
treno asistió “lo más selecto” de la elegante sociedad. Como de costumbre,
el fiel Santa María elogió la obra del amigo y resaltó el papel de la Cairón;
pocos días más tarde, sin embargo, firmada por Juvenal (Enrique Cháva-
rri), apareció en El Monitor una nota a vuelapluma, donde se hablaba del
“malísimo éxito [sic]” de la obra. El 4 de agosto, Juan Mateos, quien jamás
dejó de tener fobia y envidia por Acuña, incluso después de muerto, criticó
con rigor exagerado la puesta en escena.“Se portó muy duro”, dijo Arman-
do de Maria y Campos. Muy duro es poco: la reseña es aniquiladora. De
principio, con conocimiento de causa, Mateos habla del teatro mexicano
de la época, el cual vivía de la imitación de la imitación, y después, ya sin
miramientos, se arroja como perro de presa sobre obra y actores para sub-
rayar el megafraude de la representación: “Desde el señor Valero hasta el
señor Segarra los papeles fueron equivocados [sic], y la comedia [sic] salió
mal, pero tan mal, que sólo los simpatizantes del poeta pudieron librarla de
la catástrofe”.
Podemos imaginar el golpe que Acuña recibió al leer la reseña. Pode-
mos imaginar lo que le dolió pensar que Rosario la hubiera leído.
Como otros poetas notables mexicanos que incursionaron en el teatro,
ya en prosa, ya en verso –Rodríguez Galván y Manuel José Othón–, que en
su momento gozaron una breve celebridad (Rodríguez con El privado del
virrey, Othón con Después de la muerte), algo parecido ocurrió con Acuña.
Los tres disfrutaron al principio de éxito de crítica y público. Fueron en su
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instante y en un instante astros que fulguraron en el Teatro Principal.Todo
duró lo que dura en una noche la luz de la estrella en el cielo y la luz de la
estrella en el teatro.
El drama de Acuña, pese a su hondura humana, a su hábil sentido de
la expectativa, apenas resistiría, o acaso no resistiría, una puesta en escena
actual. Más que drama se vería ahora como un melodrama, o dicho de otro
modo, como un “culebrón”. Su argumento parece más apropiado para pe-
lículas nacionales de los años treinta y cuarenta o para una telenovela con
pretensiones ultrarrománticas de las que de pronto nos endilgan, con todo
tipo de máscaras y maquillajes,Televisa o Televisión Azteca. El lenguaje de
Acuña en El pasado abunda en frases comunes y metáforas ajadas, en los
actos suele haber entradas abruptas y la obra termina en una gran pantalla
de color blanco y negro. Sería injusto no repetir que al escribirlo Acuña
tenía 20 o 21 años.
El drama versa sobre la mujer mancillada que acaba siendo suprimida
por el juicio inmisericorde de la sociedad, lo que la lleva a suicidarse. Sin
duda Eugenia representaba un personaje tipo de aquellos años; los demás
protagonistas parecen cortados por la misma tijera.
La pieza nació de una conversación nocturna entre amigos. En un ar-
tículo publicado cuando Acuña vivía aún, Ignacio Manuel Altamirano, su
maestro Ignacio Manuel Altamirano, apunta que dos fueron las fuentes de
la pieza teatral, la cual tenía como raíz sangrienta las causales de los celos
retrospectivos y el “terrible problema de la mujer mancillada por una falta”.
Las fuentes de la obra fueron una real y otra literaria: la real provenía de un
hecho trágico que acaeció en la época y del cual Acuña fue testigo; la lite-
raria, del recuerdo de dramas, novelas y estudios que esa noche repasaron
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
en la conversación, como La dama de las camelias (Dumas hijo), Historia
de una mujer (Marzet), Vida de Bohemia (Murger), El suplicio de una mujer
(Gerardin) y Fernanda (Sardou). En la reunión Acuña estuvo todo el tiem-
po pensativo y no dijo palabra. Días más tarde, el poeta visitó a Altamirano
y le leyó la obra.
El pasado, que se ha editado mucho, apareció por primera vez como
libro en 1872. La crítica de nuestro siglo le ha otorgado escaso o nulo valor
artístico.
estación colonia El año de 1873 había iniciado con un frío parali-
zador, apenas caldeado por el viaje inaugural del ferrocarril en México, que
encabezó el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. El ferrocarril salió de la
lujosa estación Colonia, en Buenavista, a las cuatro de la mañana del día 1
y llegó a Veracruz a las siete de la noche del día siguiente. Pero el frío había
sido tan severo que ese primer día del año a Tiburcio Montiel, gobernador
del Distrito, casi lo fulmina una pulmonía. La crónica de viaje México-Ve-
racruz-México, la redactó Alfredo Bablot, en cuya casa, durante un baile,
Manuel M. Flores conocería a Rosario un año y ocho meses después. El
general Joaquín Calles, en cuya casa Rosario presuntamente conoció a Ma-
nuel Acuña, escribió, ignoramos si sobre pedido y a sueldo, sus “Impresio-
nes de viaje”, seis sonetos que deben estar, si Dios es magnánimo, hundidos
para siempre en una gaveta. Por cierto, Acuña, en la carta del 14 de enero,
dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, se mofa del presidente y
del viaje (la prosa es desafortunada):
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E N C I U D A D D E M É X I C O
Pasando a otra cosa, D. Sebastián está bueno, está viejo y está paseándose por
última. Como tú habrás sabido, fue a dar su vueltecita a Veracruz, después de
echar en La Lonja un zapateado, y ahí, según me han dicho, comió y se em-
borrachó de tal manera, que daba gusto verlo.
Ese viaje,se deleita el poeta,sirvió para que el ministro de Guerra y Marina
conociera por primera vez el mar.“Cuentan que al ver el mar se quedó ver-
daderamente asustado, y preguntaba si todo aquello era agua”.
El presidente Lerdo de Tejada bailó tan bien, se la pasó tan bien en el
Puerto, que retardó varios días la vuelta.
arquillo 6 Acuña se interesaba en la nota roja. Basta subrayar que una
de las dos fuentes de El pasado fue un hecho criminal de la época y que
escribió poemas como “Dos víctimas” y “El reo de muerte”, donde contaba
con humor o en serio noticias policiales. En el primero incluso llega a bur-
larse del gobernador Montiel, cuando el curioso personaje del poema dice:
Para que a nadie acuse de mi muerte
don Tiburcio Montiel,
sépase que me mato, porque quiero
dejar de padecer...,
porque ya estoy cansado de esta vida
que tan odiosa me es,
y porque ya he bebido hasta las heces
el cáliz de la hiel.
Mi novia Sinforiana se ha casado,
y esto no puede ser…
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
En su libro Un año, hace ciento. La ciudad de México en 1873, Salvador Novo
reconstruye la historia de la ciudad gracias a las memorias anuales de Ti-
burcio Montiel. De ese mes de enero, Novo cuenta que el día veinticinco
se suscitó un escandalazo en la casa del diputado veracruzano Rafael He-
rrera, situada en Arquillo número 6. El diputado Herrera era un tahúr de
siete suelas y un fullero marca diablo. Ese día se cateó la casa y arrestaron
a treinta jugadores. Herrera amenazó y vociferó a los cuatro vientos y acu-
só a Montiel de abuso de autoridad. Tomando las cosas con tranquilidad,
Montiel evidenció al diputado con documentos, mostrándolo públicamen-
te como dueño de garitos desde 1870 y pidiendo al gobierno de Veracruz
que mandara mejores representantes.
Por demás los garitos hervían como chinches en Ciudad de México, y
por la red de complicidades, se dificultaba su cierre. Como ahora.
La delincuencia campeaba en una ciudad que entonces contaba con
200 mil habitantes. En 1872 ingresaron en la cárcel 23 mil 813 reos, es
decir, más de 10 por ciento de la población, sin contar los que no fueron
aprehendidos. Unas cifras de verdadero horror.
polémica en el liceo hidalgo El poema había sido publicado
por primera vez el 19 de septiembre de 1872. Desde su aparición suscitó
admiración y repulsa.Cinco meses más tarde,el 3 y el 10 de febrero,luego de
leerlo, despertó en las sesiones del Liceo Hidalgo una polémica que levantó
fuego. En la segunda sesión intervinieron Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel
Altamirano y Justo Sierra. La polémica sirvió a Acuña para afinar versos y
estancias y perfilar correctamente “el sentido filosófico que las animaba”.
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Desde luego, el texto discutido del que hablamos es “Ante un cadáver”,
quizá el mejor poema del romanticismo tardío mexicano, y al cual Menén-
dez Pelayo juzgó en 1893 como “una de las más vigorosas inspiraciones con
que puede honrarse la poesía castellana de nuestros tiempos”. Y el críti-
co enciclopedista, fervoroso católico, añadió con honradez: “Acuña era tan
poeta que hasta la doctrina más áspera y desolada podía convertirse para él
en raudal de inmortales armonías”.
La contemplación de un cadáver en la plancha de acero permite a
Acuña reflexionar sobre la dinámica del mundo. A diferencia de los bellos
tercetos de “A los gregorianos muertos”, donde Ignacio Ramírez da a en-
tender que luego de la muerte sólo hay el vacío y la nada, Acuña insiste en
la innumerable transmutación de la materia. “El ser que muere es otro ser
que brota”. Y en el que es quizá el pasaje mejor resuelto (el cual reproduce
también Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana),
el poeta habla al cadáver sobre la plancha y le dice que pronto volverá a la
tierra. Y llega aun a imaginar escenas macabras que pueden acaecerle, pero
que Acuña resuelve en versos como acordes:
Y allí, a la vida en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.
Y al ascender de la raíz al grano,
irás del vegetal a ser testigo
en el laboratorio soberano.
Tal vez para volver cambiado en trigo,
al triste hogar donde la triste esposa
sin encontrar un pan sueña contigo.
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En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa,
que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarle tus ósculos de muerto.
Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,
en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima, tal vez, con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.
La existencia es pasajera pero nuestro cuerpo, como todo, sólo mudará de
forma y sitio. Todavía el 20 de marzo de ese año, como contestación ca-
tólica, el poeta Franz Cosmes publica en el diario El Siglo XIX un poema
titulado asimismo “Ante un cadáver”.
El 28 de abril Acuña es designado vicepresidente del Liceo Hidalgo.
Cinco días antes el gobernador del Distrito empezó a circular con pro-
fusión el decreto en que el presidente de la república comunicaba que el
Congreso de la Unión había decidido otorgar a Benito Juárez el título de
Benemérito en grado heroico, erigirle una estatua y fijar su nombre con
letras de oro en el Congreso.
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la seductora musa de la calle santa isabel Rosario dijo
en 1923 a Núñez y Domínguez que conoció a Acuña en mayo de 1873
cuando éste tenía veintitrés años y ella veintiséis.16
El joven Acuña ya era
una joven celebridad. El año anterior se había puesto en escena su obra El
pasado y había publicado en periódicos poemas como “A Laura” y, el más
celebrado por la crítica, “Ante un cadáver”. Los notables poemas presagia-
ban los grandes poemas.
Se conocieron –según contó Rosario a Amézaga (Poetas mexicanos)– en
1872, en la propia casa de la joven “con motivo de sus triunfos poéticos”.
Pero de nuevo entramos a una casa quebradiza. En una de sus habituales
modificaciones,Rosario contó a Núñez y Domínguez,31 años después,una
nueva versión de los hechos:
16  Tengo la impresión de que la fecha es correcta. Quizá varios acuñistas han creído que
se conocieron en mayo de 1872, porque en la entrevista con Núñez y Domínguez, contó que,
después de una puesta en escena triunfal de El pasado, Acuña le llevó una de las coronas y
la puso a sus pies. Imposible: ese triunfo apoteósico ocurrió el 9 de mayo de 1872, día del
estreno. Pero a Rosario, como siempre, se le enrevesan fechas y acontecimientos y dice que eso
ocurrió luego de la función donde fue primera actriz Salvadora Cairón, es decir, la fecha sería
entonces el 16 de junio de 1873. Pero aquí surge un problema: dicha representación fue un
fracaso. No hay prueba de que Acuña haya dado a Rosario una corona; sí la hay, en cambio,
de que le dio una hoja de una corona de laurel, siendo la prueba un soneto, “Esta hoja”, que
el joven adjuntó al poema autógrafo. El soneto deja traslucir que la hoja de laurel la ganó hace
tiempo y con modestia explica que la corona se la otorgaron con esa benevolencia “con que el
primer ensayo se perdona”, y aun agrega que la hoja le emociona “como en aquella noche” y
que Rosario la vio nacer y se estremeció, como el poeta mismo, con “el encanto que produjo
al rodar sobre la escena”. Si no entendemos mal, es una hoja de “aquella noche”, de la noche
del estreno del 9 de mayo de 1872, y Acuña sugiere que Rosario asistió a la presentación.
Pero aunque haya asistido, no significa que se conocieron; Rosario pudo hacerlo como simple
espectadora. Y me parece que así fue. Basta ver que la fecha en el autógrafo del soneto es del 6
de junio pero de 1873. No existe nada antes. Nada tampoco sugiere, ni menos confirma, que
Acuña haya tardado más de un año en enamorarse. Las fechas de los poemas guardados por
Rosario son todos de 1873: “Nada sobre nada”, de mayo; “Esta hoja” y “A la luna”, de junio, y
el “Nocturno” probablemente en septiembre. El folleto con el poema “La Gloria”, que recibió
dedicado a Rosario, esta signado en octubre. Nada hay de 1872 ni de antes de mayo de 1873.
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
Una noche fui de visita con mi madre y mi hermana Asunción a la casa del
general Joaquín Téllez, gran amigo de mi familia. En tanto que ellas se entre-
tenían platicando con la esposa del general,yo me dirigí hacia la sala,donde él
[Téllez] estaba sentado en el sofá escuchando lo que un joven, de revuelta ca-
bellera y nervioso continente le leía.Traté de no avanzar.Para no interrumpir-
los pero don Joaquín exclamó al verme: “Adelante, Rosario, que voy a tener el
gusto de presentarle a esta nueva gloria nacional que se llama Manuel Acuña”.
Se saludaron de mano.
El nombre de la calle donde Rosario residía entonces, Santa Isabel,
provenía del convento e iglesia que cercaban la Alameda por el lado orien-
te. Del otro lado, cercando el lado poniente, se erguían el convento y la
iglesia de San Diego, en cuya plazuela existió el quemadero de la Inqui-
sición. La exigua calle de Santa Isabel iba de Puente de San Francisco al
Hospital de Terceros. El convento se asentó sobre los terrenos de un mer-
cado, el tianguis de Juan Velázquez, “llamado así –escribe Luis González
Obregón en el capítulo dedicado al convento en su México viejo 1521-
1899– porque en el rumbo que estuvo existió la casa de un indio principal
de ese nombre y apellido”.
Templo,convento y cementerio eran de las postrimerías del siglo XVII.
El 26 de julio de 1681 la iglesia se abrió al culto. Un cronista colonial,
Agustín de Vetancourt, en Tratado de la ciudad de México y las grandezas
que la ilustran después que la fundaran los españoles, describe con emoción, en
1797, las bellezas interiores del templo, resaltando sobre todo las pinturas.
Más de un siglo y medio después, en 1852 (Rosario tendría cinco años), se
levantó el piso para evitar inundaciones en meses veraniegos y otoñales. Un
trabajo infecundo; en 1861, con las Leyes de Reforma las monjas debieron
dejar el sitio.
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Miro una fotografía de época de la calle de Santa Isabel.Tal vez sea la
única que exista. Data de 1855. Se ha reproducido en numerosas publica-
ciones sobre Ciudad de México. Me detengo en la del libro de Guillermo
Tovar y de Teresa La ciudad de los palacios: un patrimonio perdido. Al detallar
la fotografía, el cronista refiere que en el sitio donde se hallaban el templo
y convento se yergue el Palacio de Bellas Artes, y donde estuvo el cemen-
terio se halla el estacionamiento. Que yo sepa, no hay una sola imagen que
muestre completamente lo que fueron la iglesia y el convento. Enfrente,
en vez de la casa de los marqueses de Santa Fe de Guardiola, se levanta
el edificio Guardiola; donde había tres casas coloniales, se abrió Cinco de
Mayo y se alzó, como una mole ominosa, el Banco de México, y donde se
alzaba el Hospital de Terceros, hoy encontramos el Palacio de Correos. Son
los antiestéticos regalos del porfiriato y del callismo. De seguro en una de
las tres casas coloniales habitó la familia De la Peña y Llerena. En esa casa
nació Rosario el 24 de abril de 1847, uno de los años más tristes y aciagos
de la historia nacional.
Rosario de la Peña y Llerena fue hija de Juan de la Peña y Barragán y
de Margarita Llerena y Gotty. El padre entonces era dueño de la hacienda
del Hospital en el estado de Morelos. La familia tenía recursos. Sin embar-
go, por los años que la conocieron Ramírez, Acuña, Martí y Flores, el padre
ya había muerto y los bienes familiares de fortuna se hallaban ostensible-
mente disminuidos. Como en los casos de Acuña, Flores y López Velarde,
la muerte prematura del padre golpeó con severidad la economía de la casa.
La familia, compuesta por la madre y cinco hermanos, vivía eso que Borges
llamaba la pobreza decente. Una prueba de la difícil situación familiar: en
una carta, cuando Flores comienza a querer zafarse del compromiso matri-
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monial con Rosario, el poeta, al comentar una escena de agresiones de doña
Margarita Llerena contra los prometidos, y sobre todo contra él, escribe
que doña Margarita, sintiéndose engañada y traicionada, lo ofendió: “¿No
dijo, en fin, que se pretendía sólo burlarse de sus hijas, y esto porque no
tenían padre y porque eran pobres?”17
¿Cómo era físicamente Rosario? El primero en describirla y en desta-
car que no era fotogénica fue el propio Manuel M. Flores en una carta del
29 de enero de 1879, donde se detiene, como lo haría Urbina una década
más tarde, en su intenso perfil:
Es tu bello perfil cleopátrico el que he visto en tu retrato, pero no eres tú...
Hay algo en ti que no será nunca retratable, y es la expresión inteligente y
espiritual de tu fisonomía, es ese reflejo de la llama del alma que resplandece
en la mirada e ilumina la frente; ese no sé qué sin el cual la hermosura no tiene
vida ni durable encanto.
López Portillo escribió también que no era fotogénica, y lo creemos a pie
juntillas. Salvo una fotografía de 1873, año del suicidio de Acuña, donde
se mira a una joven preciosa, las otras dejan ver apenas la figura, henchida
de voluptuosidad, que es fama que tuvo. Hay una de 1875, es decir, dos
años más tarde, donde su rostro parece el de una matrona que linda en los
17  La vida de Rosario en esos años, en especial de 1873 a 1876, fue mucho eso: una hermosa
joven de magros recursos, inteligente, sensible, culta y educada, que vivía del asedio de poetas
tanto o más pobres que ella. Hay una historia curiosa y tierna que José Juan Tablada relata, con
un sesgo burlón, en sus memorias (La feria de la vida), la cual ocurrió quizá a fines del decenio
de los ochenta y que muestra la incurable fidelidad de Rosario al asedio y al amor de los poetas.
Tablada solía acompañar al poeta José Bustillos, “delicado, frágil y vibrante”, desde su oficina,
que se hallaba en Correos, hasta Puente de Alvarado, “donde vivía su novia, aquella misma
Rosario Peña [sic], célebre por su singular atractivo sobre los poetas de dos generaciones”.
Siempre una calle antes de la casa donde vivía Rosario, Bustillos “se despedía de mí, con
precauciones de celos o de misterio, que me hacían sonreír”.
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cuarenta. Precisamente en ese tiempo su presencia era un efluvio ardoroso
y hacía escribir, más con la piel que con la pluma, a los poetas de la ronda.
Su cuerpo era la viva imagen del deseo, y los hombres, al verla, contenían
la respiración. López Portillo la detalló así cuando Rosario rondaba ya los
setenta años:
Por poco que se la observe encuéntrase en toda su persona, la razón de ser
del influjo enloquecedor que ejerció sobre los poetas de su época. Es mujer
alta, arrogante, y deben haber sido esculturales las formas. La expresión de su
fisonomía es a la vez dulce y enérgica, y adivínase por la mirada de sus ojos
y por el calor de sus expresiones que fue en la mocedad de temperamento
vivo y apasionado. Sus retratos fotográficos no la favorecen […] Son bastante
regulares sus facciones, pero su conjunto y expresión es lo que principalmente
las embellece.
Todavía en 1923, Núñez y Domínguez nota algo semejante en la anciana:
Hay en el rostro, nimbado por la escarcha de la vida, la suavidad de líneas que
recuerda la perfección juvenil de las facciones.En los ojos profundos perduran
reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones.
Añádase a esto algo que repitieron varios que la conocieron: la elocuencia
y el aliño en la expresión, el gusto literario y su vivo interés de estar al día
sobre lo que pasaba en la vida literaria. ¿Qué poeta sobresaliente, desde
Ramírez, Prieto y Altamirano, hasta Peza y Martí, no visitó su casa?
Desde los albores de su juventud Rosario conoció la terrible y angus-
tiosa unión de amor y muerte. Su primer gran amor, Juan Espinosa y Go-
rostiza, nieto del dramaturgo Manuel Eduardo Gorostiza, “joven apuesto,
valiente, de buena sociedad, murió en un duelo con su amigo, el coronel
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Arancivia”18
en 1868. El duelo tuvo lugar porque el coronel, en una ausen-
cia de Espinosa, para incomodar a Rosario, comentó en broma ante ella y
oyéndolos varios en casa de la familia De la Peña, que Espinosa se había ido
a Oaxaca porque temía a una partida de rebeldes que merodeaban la Ciudad
de México. Un testigo, de apellido Lombardo, comentó con Espinosa lo di-
cho por Arancivia,y aquél,iracundo,sintiéndose deshonrado,desafió al ami-
go.Arancivia se disculpó una y otra vez pero Espinosa no oía nada.Espinosa
murió atravesado,con una estocada en el pecho en el valle de Mixcoac.Tenía
30 años. El cuerpo fue enterrado en el panteón de San Fernando, donde, en
una placa de mármol que cubría un nicho, podía leerse: “Guarda su nombre
entre el laurel la gloria,/ la amistad entre lágrimas su historia”.
Rosario guardó luto varios años.
Sobre la relación de Rosario y Acuña contamos con la exclusiva ver-
sión, o mejor dicho, las varias versiones de Rosario. Cinco hombres las re-
gistraron en distintos años: Luis G. Urbina en 1890, quien escribiría sus
recuerdos de la visita a la casa de Tacubaya 27 años después en su Vida
literaria en México; el peruano Carlos Amézaga, quien la oyó en 1892 y
publicó notas y apuntes en su libro Poetas mexicanos (Buenos Aires, 1896);
José López Portillo y Rojas, quien la entrevistó hacia 1917, pero cuyo libro,
Rosario la de Acuña,se imprimió en 1920; José Castillo y Piña,quien oyó sus
confidencias el 30 de agosto de 1919 y las publicó en Mis recuerdos en 1941,
y Roberto Núñez y Domínguez, quien conversó también con ella en la casa
de Tacubaya y publicó la entrevista en Revista de Revistas, el 9 de diciembre
de 1923, nueve meses antes del fallecimiento de la mujer.
18  José López Portillo y Rojas, Rosario la de Acuña, pág. 56, México, 1920. La mejor
descripción de los hechos se halla en el libro de Carmen Toscano, titulado también Rosario la
de Acuña, tomando la información de un diario de la época.
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Partamos de dos hechos incontrovertibles: Rosario jamás amó a Acuña
ni fue la causa fundamental y directa de su suicidio, pero contra todo, lo
quiera Rosario o no, lo niegue o no, alguna gota del cianuro funesto bebido
por el poeta salió de su corazón. Rosario lo dijo muy bien a Amézaga: ella
fue pretexto pero no causa, o para nosotros, causa menor o justificación
romántica. Los más próximos sabían que Acuña, de muchas formas, ya se
estaba despidiendo del mundo. En la carta del 14 de enero del año aciago,
dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, al comentar el viaje que
éste hace a Saltillo, “la magnífica ciudad de los jorongos”, le dice que se
alegra de ser cristiano todavía, porque si no fuera por el temor al infierno,
ya no viviría. “Si no fuera por esto, te repito, tu desgraciado amigo hubiera
muerto, ¡porque es mucho, muchísimo por cierto, lo que sufre y padece el
pobrecito…!” El ultra citadísimo “Nocturno” no fue el último poema que
escribió, como la leyenda o la ignorancia repiten, pues, como dejó en claro
Juan de Dios Peza, ya circulaba tres meses antes de su acto terminal y aun
los amigos lo sabían desde entonces de memoria. Y un ribete: Acuña, en su
carta de suicida, no culpa a nadie.
Por otro lado, para decirlo como Robert Musil, Acuña era un hombre
casi sin atributos: muy lejos estaba de ser apuesto y su estatus económico
era excepcionalmente precario. Vivía en un cuarto misérrimo de estudiante
y andaba muchas veces, sin ninguna metáfora, con el estómago vacío.
Pero ¿cómo era físicamente? En el artículo de 1897,Peza lo describe así:
Lo recuerdo, como si lo viera, en la víspera de su fin trágico. Delgado de con-
textura; con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alzaba rebelde el oscuro
cabello echado hacia atrás, y que parecía no tener otro peine que la mano
indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras; ojos grandes
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y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca
chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los
extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita oscura de
largos faldones; rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra.
Un médico y también hombre de letras que lo conoció, llamado, oh nueva
coincidencia irónica, Manuel Flores (1853-1924), lo evoca así en 1895 en
un artículo escrito con prosa terrible (“Manuel Acuña”):
Al verlo andar se comprendía que debía tener alas. La naturaleza, al crearlo,
descuidó lamentablemente sus condiciones de equilibrio. Le dio por base de
sustentación dos muñones deformes, inadecuados a la marcha y a la estación
de pie, siempre enfermos y siempre doloridos. No andaba: tropezaba. No ha-
bía calzado para él posible y apenas toleraba se lo hormaban en una piña.
Si Rosario fue víctima por muchos años de la condena popular por creerla
la causa del suicidio, Acuña fue víctima de las mentiras y tergiversaciones
de Rosario.
Veamos una nueva: ¿Cómo fue el trato entre el poeta y su musa?
Al peruano Amézaga,Rosario le dijo que recibió y trató a Acuña como
amigo y agregó que lo quiso como podía quererse a seres como él: con ad-
miración y cierto respeto. Asegura que nunca se dio cuenta del cariño del
joven porque la trataba como a una hermana y siempre estaba alegre en su
presencia. “Acuña19
–declaró– se manifestaba [como] un buen muchacho,
contento de su felicidad y nada exigente”.
Pero a López Portillo y Rojas le contó, veinticinco años después, exac-
tamente lo opuesto. En la página 48 de su Rosario la de Acuña, José López
19  Siempre le dijo Acuña; jamás lo llamó Manuel. ¿Para no confundirlo o integrarlo con el
otro Manuel?
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Portillo y Rojas escribe algo que sólo pudo decirle la antigua musa: “La
amó, en efecto, y ardorosamente se lo dijo en multiplicadas ocasiones, pero
Acuña era reservado,de pocas palabras,huraño y melancólico”.En suma: ni
la veía como hermano ni estaba alegre en su presencia.
Muy enferma, Rosario confirma en agosto de 1919 a Castillo y Piña,
que Acuña “la pretendió mucho”.
Veamos: lo que en Amézaga era mero trato de hermanos, se convirtió
en “multiplicadas ocasiones” en las confidencias a López Portillo y Rojas,
pero con Castillo y Piña fue más allá: mientras Rosario mostraba al cura
sus “valiosos objetos”, le decía (el subrayado es nuestro) que “infinidad de
veces [Acuña] hablaba para que le correspondiera” y de continuo le man-
daba versos, libros con dedicatorias, flores, laureles desprendidos de las
coronas que le regalaban. Sin embargo, aclara Rosario, no le correspondió
por varias razones: porque no le tenía cariño y porque era además (esta
retahíla no la había dicho antes) “un descreído, un ateo, un vicioso, un
infiel”. Guillermo Prieto, dice Rosario, fue quien le advirtió que Acuña
tenía como amante a una lavandera y un hijo con “X” [Laura Méndez],
de modo que cuando Acuña fue a declararle su amor se negó de forma
definitiva y rotunda y adujo por qué. En ese momento supuestamente
Acuña contó la historia de espantapájaros del velorio del padre de Laura.
Aún más: a Núñez y Domínguez, en diciembre de 1923, le dijo que a las
pocas semanas de haberse conocido, Acuña “le declaró su amor” pero ella
repuso que sentía admiración por el poeta y amistad por el caballero, aun-
que tal vez con el tiempo podrían modificarse sus sentimientos. ¿Dónde
quedó el supuesto “hermano”? ¿Dónde quedó el desdén total? ¿Vicioso,
infiel? ¿Qué entendería Rosario por “vicioso”? ¿Más allá de la bohemia
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
de la época y del abuso del mal café, cuáles serían los vicios de ese pobre
joven que no tenía ni para comer al día siguiente? ¿Qué entendería por
“infiel”? ¿Cómo pudo haberle sido infiel si nunca se dio entre ambos una
unión amorosa? ¿O todo fueron exageraciones morbosas del doctor y cura
José Castillo y Piña?
el “nocturno” y sus leyendas Fue el poema mexicano más leído
de fines del siglo XIX y principios del XX. Casi cincuenta años después de
haberse escrito, López Portillo y Rojas concluía que “no ha habido en la
república poesía más popular ni que haya sido más recitada que ésa”. In-
numerablemente parodiado, es, sin embargo, tal la sinceridad, se oye de tal
modo el grito del corazón, nos envuelve en su vuelo y sortilegio rítmico,
que la pieza supera todos sus defectos, sobre todo de cursilería profusa, de
pobreza de lenguaje y de rimas comunes. Sus versos aún nos estremecen,
como si leyéramos en los versos la despedida de un amigo, una despedida
que es, de manera figurada, también su despedida de una tierra que ya le
resulta del todo ajena. Si bien no tiene la concentración verbal y la resolu-
ción admirable de “A Laura” y de “Ante un cadáver”, el “Nocturno” posee
una vibración que, leyéndolo en su contexto, hace temblar nuestras manos
y nos crea un sentimiento de pérdida irreparable. Aun Menéndez Pelayo,
que a todo encontraba reparos, reconoció que los versos del “Nocturno”,
“aunque muy incorrectos, tienen toda la vehemencia y toda la angustia
del momento supremo: es poesía que no puede leerse sin cierto terror y
tras de la cual se adivina el próximo naufragio de la conciencia moral del
poeta”. A su juicio sólo dos “ráfagas de genio” tuvo Acuña en su exigua
I C O N O G R A F Í A
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
vida: el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Y trazó este admirable apunte
melancólico: “En aquel niño tan infelizmente extraviado había el germen
de un gran poeta”.20
No hay mayores complejidades en el “Nocturno”. Si de alguna manera
pudiera resumirlo diría que es el poema del “Hubiera sido...” Dividido en
diez octavas y medido en heptasílabos, la primera parte del poema es la de-
claración de amor y la conciencia de la imposible reciprocidad, y la segunda,
el orbe idílico que Acuña sueña y fantasea, y el cual consiste en la vuelta a la
ciudad y la casa natales,donde Rosario y él se casarían en la iglesia saltillense
y donde ambos, felices siempre, enamorados siempre, tendrían a la madre
del poeta en medio como un dios.21
Es un poema en el que no podernos
distanciarnos de los contenidos y no sufrir al figurarnos el drama inmediato.
Pero Acuña no volvió a la pequeña Ítaca familiar, ni en compañía de
Rosario ni solo, sino que decidió tristemente tomarse el derecho de morir
y que su cuerpo formara parte, en la tumba, de la innumerable transforma-
ción de la materia.
una extraña tarde en la alameda Era diciembre. Eran los
últimos días del otoño. Eran esos fríos días, más fríos aún entre los muros
del edificio de la Escuela de Medicina.
20  Poesía hispanoamericana, capítulo I, págs. 154-156, Madrid, 1893.
21  Acuña fantasea con una vida provinciana, mediocremente doméstica, que no podía ser
desde luego el ideal de la muchacha citadina. ¿Cómo figurarse que para la asediada joven de
la capital las horas de esa vida serían hermosas y “dulce y bello el viaje por una tierra así”?
Pero si se analiza bien el “Nocturno” se percibirá una segunda lectura donde Rosario pasa a
un segundo plano. Es un poema de la culpa: el hijo no ha vuelto al terruño ni ha visitado a la
madre en ocho años.
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E N C I U D A D D E M É X I C O
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E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
El viernes 5, acompañado de Juan de Dios Peza, caminaron en la maña-
na por las calles céntricas y en la tarde anduvieron por la Alameda. Leyeron
juntos páginas de Les Feuilles de l’Automne de Victor Hugo. Viendo cómo
caían a causa del viento las hojas de los fresnos y álamos, Acuña tomó una y
la mostró al amigo: “Mira, una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de
tiempo”.A continuación Acuña dijo de memoria su poema “La génesis de mi
vida”(que se ha perdido) y dictó a Peza el soneto “A un arroyo”,y se lo dedicó
de puño y letra. Peza afirmaba que fue el último poema que Acuña compuso.
Permanecieron en la Alameda hasta la caída del crepúsculo y Peza lo
acompañó a una casa de calle Santa Isabel. Se despidieron. Acuña lo citó a
la una de la tarde del otro día advirtiéndole que si no llegaba en punto se
iría sin despedirse. Le preguntó a dónde iba.
–De viaje.
la víspera en santa isabel 10 ¿Qué pasó esa noche? Sólo tene-
mos el testimonio de Rosario,o mejor,los testimonios alterados de Rosario.
Cuarenta y seis años después de la muerte de Acuña, Rosario, en palabras
que suenan casi increíbles, le dijo al doctor Castillo y Piña que ella y su ma-
dre,“principalmente esta última, le dieron consejos muy elevados, para que,
sobreponiéndose a las ideas, se armara de valor y venciera las dificultades
que tenía y llegara a ser un verdadero hombre”. Y añadió algo que parece
más real: “Acuña estuvo más que de costumbre triste y poco comunicativo”.
Sin embargo, cuatro años más tarde los hechos se revolucionaron en
su memoria y dio una versión completamente distinta. En la entrevista de
1923 con Núñez y Domínguez ya no dijo que Acuña estaba “triste y poco
65
E N C I U D A D D E M É X I C O
comunicativo”, sino que charló largamente con ella y que al final Rosario
llamó a su madre para despedirse. Al momento de separarse le dio en la
mano una carta, que Rosario leyó después en su alcoba. Acuña se despedía
de ella “para siempre” y le rogaba que pidiera a su madre que lo perdonara,
pues la veneraba como si fuera la suya. “No pensé ni por un momento que
hubiera tomado la fatal resolución de arrancarse la vida y atribuía aquello a
una de sus acostumbradas violencias en que hubiera decidido únicamente
no volver a pisar las puertas de mi casa”. Es decir, en la nueva versión la
madre no estuvo con ellos en la charla ni hubo los elevados consejos ni se
tocó el tema del suicidio. ¿Acuña le dio una carta? Tengo mis dudas. Nunca
la mencionó en sus anteriores versiones. Cuando Núñez y Domínguez le
pregunta si puede verla, Rosario contesta que es tan íntima que no puede
mostrarla. Sin embargo, todas las cartas de gran vehemencia íntima que le
dirigió Flores, Rosario no tuvo a mal dárselas a Castillo y Piña, quien a su
vez las prestó a Margarita Quijano Terán y a Grace Ezel Weeks. ¿Existió
esa carta? ¿Por qué ni a Urbina, ni a Amézaga, ni a López Portillo, ni a
Castillo y Piña se las mencionó?
¿Qué pasó esa noche? ¿Cuál fue el verdadero estado de ánimo de Acu-
ña? ¿De qué hablaron?
hospital de san andrés La mañana del día 6, Rosario estuvo es-
perando que pasara Acuña, como solía hacerlo, luego de las prácticas en el
Hospital de San Andrés. El hospital22
se levantaba donde hoy se yergue el
22  El edificio original se construyó para noviciado de la Compañía de Jesús. Se fundó en 1626.
Desde 1778, luego de la expulsión de los jesuitas, el arzobispo Haro y Peralta logró que se
convirtiera en hospital. La piqueta porfiriana acabaría demoliéndolo en 1905.
66
E N N O M B R E D E E S E L A U R E L
MUNAL (Museo Nacional de Arte), frente al Palacio de Minería. Estaba
apenas a una calle de la casa de Rosario. Un minuto a pie. Rosario pensaba
que la decisión de Acuña de decir adiós no tenía por qué ser drástica.
Ya podrían hablar y serenarse los ánimos.
el cuarto número 13 El 11 de abril de 1859 el poeta, novelista y
estudiante de medicina de veintidós años de edad, Juan Díaz Covarrubias,
autor de las novelas La clase media y El diablo en México, salió del cuarto
número 13 de los internos de la Escuela de Medicina para unirse en Tacu-
baya a las fuerzas liberales de Santos Degollado. No regresaría nunca. El
general conservador, Leonardo Márquez, junto con los generales Miramón
y Mejía, en una de las páginas más ignominiosas de la historia mexicana,
planificaron en el sitio una matanza donde no se excluyó a médicos y civiles.
En el prólogo a la segunda edición de las Pasionarias (1882) de Manuel
M. Flores, en estampas dolorosamente inolvidables, Altamirano evoca al
grupo de estudiantes –Marcos Arróniz, Florencio María del Castillo, José
Rivera y Río,Juan Mateos,Manuel Mateos,Juan Díaz Covarrubias,Manuel
M. Flores, entre otros– que se reunía en el Colegio de Letrán hacia 1857 y
1858, para ventilar asuntos de política y literatura. En las discusiones, Ma-
nuel Mateos, quien era alto, fuerte y de voz tonante, tomaba de conejillo de
indias al delicado Juan Díaz Covarrubias,quien por lo bajo le contestaba con
frases cortadas con el filo del cuchillo. “¡Cosa singular! –escribió Altamira-
no–,aquellos dos jóvenes,el grande y hercúleo Manuel Mateos y el pequeño
y pálido Juan Díaz Covarrubias, que estaban siempre en discordia, dos años
después debían morir juntos y abrazados en el cadalso de Tacubaya”.
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E N C I U D A D D E M É X I C O
Con todo el fuego de la ira y la impotencia, el gran Ignacio Ramírez
escribió sobre los sucesos un soneto aniquilador donde jura venganza eterna:
Guerra sin tregua ni descanso, guerra
a nuestros enemigos, hasta el día
en que su raza detestable, impía
no halle ni tumba en la indignada tierra.
Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,
tus fieras y torrente; tu armonía
niégales, ave de la selva umbría;
y de sus ojos, tu luz destierra.
Y si impasible y ciega la natura
sobre todos extiende un mismo velo
y a todos nos prodiga su hermosura;
anden la flor y el fruto por el suelo,
no les dejemos ni una fuente pura,
si es posible ni estrellas en el cielo.
Al morir Díaz Covarrubias, Acuña estaba por cumplir 10 años y vivía en
Saltillo. Pero Acuña habitaría, según la memoria de Juan de Dios Peza, en
el mismo cuarto, el 13, y tal vez escribió allí la pieza de homenaje “El poeta
mártir Juan Díaz Covarrubias”,donde de manera emblemática construye al
poeta veracruzano un altar y donde eleva su muerte a la altura del arte.Acu-
ña leyó el poema el 6 de septiembre de 1873 en una velada que la Sociedad
Concordia consagró al joven asesinado.
Conocido al principio como el Tigre, Leonardo Márquez se inmorta-
lizó inmundamente como el Carnicero de Tacubaya. Para Acuña era sim-
plemente “el monstruo”:
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En nombre de ese laurel I

  • 3. E N N O M B R E D E E S E L A U R E L O B R A P O É T I C A , 1
  • 4. Lic. Rubén Moreira Valdez Gobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza Lic. Ana Sofía García Camil Secretaria de Cultura de Coahuila Lic. Carlos Flores Revuelta Director de Actividades Artísticas y Culturales Lic. Miguel Gaona Hernández Coordinador Editorial © Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza © Secretaría de Cultura de Coahuila Juárez e Hidalgo s/n. Zona Centro CP 25000. Saltillo, Coahuila de Zaragoza Correo electrónico: sec.editorial@gmail.com © Marco Antonio Campos © Eduardo Lizalde © Eduardo Figueroa Orrantia © Julián Herbert Chávez © Álvaro Canales Santos © Gerardo de Jesús Monroy Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Impreso y hecho en México ISBN Obra completa: 978-607-96210-6-3 ISBN Tomo 1: 978-607-96210-5-6 Saltillo, Coahuila de Zaragoza, 2013 Directorio
  • 5. Para los coahuilenses, el 2013 ha sido un año de importantes conmemo- raciones: celebramos el centenario de la firma del histórico Plan de Gua- dalupe; recordamos el 170 aniversario luctuoso del padre del federalismo, Miguel Ramos Arizpe, y asimismo el sesquicentenario de la Batalla de Puebla, en la que el general Ignacio Zaragoza cubrió de gloria a la nación y a nuestro estado. Finalmente, el 6 de diciembre, tras un año de actividades y festejos de nivel internacional en su memoria, conmemoramos el 140 aniversario luctuoso del poeta Manuel Acuña Narro. Esta publicación, EN NOMBRE DE ESE LAUREL, reúne su poesía completa y nos presenta de nuevo al autor y al personaje; es el testimonio material de la devoción y orgullo con que el Gobierno del Estado se ha planteado la celebración del saltillense, cuya existencia trágica, breve, le dio tiempo bastante para confeccionar una obra literaria imprescindible en la cultura mexicana. Esta edición no cierra, sino que abre permanentemente el homenaje y las vías de acceso a la obra de Manuel Acuña, reiterando asimismo el com- promiso del Gobierno de Coahuila por fortalecer la imagen y la calidad de vida en nuestro estado a través de la poesía, de capitalizar en beneficio de la sociedad los valores culturales que nos pertenecen. El inminente reencuentro de Acuña con los lectores representa en sí mismo un motivo de festejo, pues no sólo el poeta, sino también los que entendemos su obra como parte de nuestra identidad, vemos enriquecer con ello la generosa herencia cultural que recibimos. Sirva como regalo para los lectores del presente y del futuro la obra poética de Manuel Acuña, orgullo coahuilense y joya del siglo XIX mexicano. LIC. RUBÉN MOREIRA VALDEZ GOBERNADOR CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE COAHUILA DE ZARAGOZA
  • 7. La segunda mitad del siglo XIX, imprescindible para entender el devenir y el pensamiento del México naciente, fue la cuna del poeta coahuilense Manuel Acuña. En ella vivió de forma apresurada, casi siempre en circuns- tancias adversas, dejando tras de sí una biografía brevísima, colmada de palmas, triunfos, laureles, como expresó su amigo Justo Sierra; la promesa de un porvenir feliz que no llegó a cumplirse para él pero sí para su obra. Manuel Acuña representa un ideal romántico.Durante mucho tiempo ha sido,para el público,como la flor que espera entre las páginas de un libro para desmoronarse en nuestras manos.Sin embargo,hace falta todavía mucho más para asistir al desmoronamiento de una obra que,bien leída,tiene importantes asideros en la historia, la cultura y la imaginación de nuestra lengua. A 140 años de la muerte de Acuña, sus poemas son, todavía, nuestro or- gullo, y la clave para revalorar su historia, novelada por la imaginación colec- tiva; para entender el reconocimiento de maestros como Ignacio M. Altami- rano o Menéndez y Pelayo, y las impresionantes muestras de cariño popular que recibió a su muerte, en la Ciudad de México, a los 24 años de edad. A ello han dedicado su inteligencia, su tiempo y su talento los autores que colaboran en esta nueva edición de la obra poética de Manuel Acuña, reforjando la espada que se encontraba rota, ya fuera por la sobreexposición o por el abandono. La defensa, en algunos casos, pero, ante todo, la generosa relectura que realizan de la poesía del coahuilense, nos regala el encuentro con un autor imprescindible cuyo instante de gloria no acaba todavía, y al que el Gobierno del Estado de Coahuila ha brindado un homenaje mayús- culo llevándolo de nuevo a los reflectores internacionales en este 2013, pero, ante todo, a las manos de sus lectores para este nuevo siglo. LIC. ANA SOFÍA GARCÍA CAMIL SECRETARIA DE CULTURA DE COAHUILA
  • 9. Contenido 10 84 131 185 221 248 Manuel Acuña en Ciudad de México Marco Antonio Campos Obra poética, 1 Poemas de amor y biográficos “Lejos de ti”: una romanza de Manuel Acuña Nota de Eduardo Figueroa Orrantia Manuel Acuña desde el más allá Álvaro Canales Santos Dos poemas de Eduardo Lizalde Nota de Gerardo de Jesús Monroy Manuel Acuña: Valleto & Co. Julián Herbert
  • 10. MARCO ANTONIO CAMPOS MANUEL ACUÑA EN CIUDAD DE MÉXICO Una casa de dama pobre Luis Gonzaga Urbina (1867-1934) recordaba en páginas de La vida literaria en México,1 con emoción tímida –intimidado–, cuando por el 1890 se asomó al álbum de pasta de concha nácar que le mostraba una mujer que frisaría los cuarenta años pero que a él le gustaba pensar que andaba por los treinta. O para ser precisos: en ese momento la dama contaba con cuarenta y tres años.La mujer guarda- ba el álbum como reliquia. Quizá Urbina fue el primer escritor, después de la muerte de Acuña, Ramírez y Flores, que lo vio, o al menos, que lo documenta. 1  Es un conjunto de cinco conferencias que Urbina dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1917 donde se combinan la historia literaria, el ensayo y la crónica. Quizá en estas páginas es donde mejor reluzcan el juicio y el estilo de Urbina. Desde luego hay buen número de equivocaciones; podemos excusarlas parcialmente tomando en cuenta que a menudo cita de memoria. Como libro se editó en Madrid el mismo año. Debió llegar pronto a México porque López Portillo y Rojas lo cita en Rosario la de Acuña (1920).
  • 12. 12 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L “Era como su libro de oraciones. Lo guardaba bajo siete llaves. Lo escondía a las miradas del mundo”. Como frontispicio estaba el famoso dístico de 1874 de Ignacio Ramírez: Ara es este álbum; esparcid, cantores, a los pies de la diosa, incienso y flores. Era el arrebato (uno de los muchos) del hombre de cincuenta y seis años ante el amor imposible por la bellísima mujer de veintisiete. Sin embargo, las terribles cárceles y los dolores sin cuento hacían que Ramírez pareciese mayor. “Amor romántico, hecho de ternura paternal e ilusión tardía, en la que, no obstante, brillan relámpagos de deseos anacreónticos”, dijo Urbina. En la breve obra poética de Ramírez encontramos, al menos, doce pie- zas escritas para Rosario, algunas de las cuales son una porción ardiente de su obra e instantes de lo mejor de la poesía amorosa mexicana del siglo XIX. Antes de 1873, apenas es dable hallar en su lírica momentos amorosos; Ro- sario los despertó y el amor y el deseo sin recompensa se dieron de la mano con la resignación y el autoescarnio. Urbina vio el álbum y oyó las confidencias de la atractiva mujer “en la salita de una casa pobre, con vestigios de faustos extinguidos –un mueble antiguo, un retrato al óleo, un candelabro arcaico–”. Rosario ya residía en Tacubaya. Urbina recordaba de Rosario de la Peña y Llerena, ya conoci- da entonces sólo como Rosario o Rosario la de Acuña, sus ojos negros y abismales, su perfil numismático de líneas delicadas y su fascinante cabeza romana. Pese a que la rosa ronsardiana empezaba a marchitarse, conserva- ba “una belleza arrogante, una hermosura matronal”. Enamorado del mito
  • 13. 13 E N C I U D A D D E M É X I C O como muchos otros, hechizado por las saetas sangrientas de amor y las pavesas de muerte que Rosario dejó con los años, el adolescente Urbina le escribió dos poemas donde declara su amor sin esperanza, como quien enciende una vela sabiendo que a nadie alumbrará. De esa mujer se habían enamorado los mejores poetas de su tiempo: el propio Ramírez (1818-1879), Manuel Acuña (1849-1873) y Manuel Ma- ría Flores (1838-1885), y fue, pese a su disgusto, rival amorosa de Laura Méndez, la poeta más notable de esos años y acaso del siglo. Al santuario del álbum sólo entraron, dice Urbina, estos “tres sacerdotes del arte. Ra- mírez entró anciano y escéptico; Flores, fogoso y sensual, y Acuña, ingenuo y desesperado”.2 Urbina cuenta, en una fábula de convivencia ideal, que los tres jugaban sobre temas que Ramírez proponía y los otros dos contestaban. En él quedó escrito, con gotas de sangre y un vaso de cenizas, el “Nocturno” a Rosario. Pero empecemos desde el principio. Con Urbina inicia, ya documenta- da, la comedia de mentiras, distorsiones y equívocos, y me atrevería a decir que muchos intencionados, para embellecer el mito de la inolvidable musa de nuestro último romanticismo; en lo dicho líneas atrás hay al menos tres, graves, que en nada ayudan a la verdad histórica ni a la biográfica: los tres poetas no podían jugar a hacer versos por una simple y sencilla razón: Ma- nuel M.Flores conoció a Rosario el 25 de agosto de 1874,o sea,ocho meses y medio después del suicidio de Acuña; segundo, los únicos que aparecen en el álbum son Ramírez y Flores,porque el álbum es un regalo de Ramírez de 1874,3 y tercero, si bien Rosario conservó el manuscrito del “Nocturno” 2  ¿Ramírez anciano a los 55 o 56 años? ¿Acuña ingenuo? 3  En la portada misma del álbum hay una fecha: 1874.
  • 14. 14 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L que le entregó Acuña,no estaba,no podía estar dentro del álbum,porque se trata de una hoja suelta y porque el joven poeta se había dado muerte meses antes de que el álbum existiera. El novicio en San Ildefonso Al menos cinco libros son claves para adentrarse a la vida y la obra de Acuña y la figura de Rosario. El primero que abrió puertas para fijar el mito fue Rosario la de Acuña (1920), donde con los medios que poseía a su alcance, José López Portillo y Rojas analizó, con honestidad y objetividad, a los personajes del drama: Rosario, Acuña, Ramírez y Flores. Que yo sepa es la primera vez que Rosario aparece en libro como “la de Acuña”. Tres años más tarde Roberto Núñez y Domín- guez titularía la entrevista que le hizo para Revista de Revistas “Rosario la de Acuña” y en 1948 Carmen Toscano puso de título a su bella biografía novelada Rosario la de Acuña. También hay dos libros que, por su amplia documentación, son piedra de fundamento para adentrarse en la vida y obra del coahuilense: Manuel Acuña. Biografía, obras completas, epistolario y juicios (1971), de José Farías Galindo y, sobre todo, El verdadero Manuel Acuña (1984), de Pedro Caffarel Peralta. Es notable el rescate que Farías logra de materiales de archivo sobre Acuña: del paso por colegios saltillenses y del paso en Ciudad de México por el Colegio de San Ildefonso y la Escuela de Medicina, de cartas a la familia y amigos y aun de textos inéditos. Pero las limitaciones del libro son serias: está poblado de frases desgastadas, de adjetivos ampulosos, de explicaciones y especulaciones banales y de opiniones repetitivas de periodistas saltillen-
  • 15. 15 E N C I U D A D D E M É X I C O O B R A S R E L A C I O N A D A S
  • 16. 16 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L ses. Farías Galindo olvidó con creces aquello que Stevenson vio como un arte: omitir. Caffarel, en cambio, sólo confió en los documentos y los expuso cronológicamente con atingencia. No puede omitirse asimismo el libro lite- rario biográfico de Francisco Castillo Nájera,Manuel Acuña (UNAM,1950), donde, con rigurosa lógica, se evidencian las calumnias, contradicciones y mentiras dichas por Rosario sobre el desdichado poeta. Castillo Nájera se basa en las entrevistas que dio Rosario a varias personalidades desde 1893 a 1923. El quinto libro es el antes citado de Carmen Toscano. Acuña nace en Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849, en la casa número 218 de lo que hoy es la calle de Allende. Lo bautiza al día siguiente en la parroquia, oh ironía del azar, un sacerdote llamado Manuel Flores. Fue el segundo de quince hijos. Sus padres se habían casado dos años antes. La familia Acuña era en- tonces (lo fue siempre) de magros recursos. Acuña tomó de niño clases con un profesor particular y más tarde ingresó al Colegio Público de Saltillo o Colegio Josefino, que luego fue convento de San Francisco y hoy Plaza Ateneo. El director del colegio, oh nueva ironía, era el propio sacerdote Manuel Flores que lo bautizó. Los registros que quedan del paso de Acuña por colegios saltillenses ilustran a un estudiante de excelencia y de “de- cencia y firmeza en sus costumbres”. De manera notable termina su ciclo saltillense en 1864. Se conserva una fotografía de busto de ese año: con bigote, piocha y con esa mirada melancólica, como yéndose, que nunca lo abandonaría. Usa traje y corbata. Tiene menos de quince años y parece de más de veinte. Imágenes de la ciudad de Saltillo y de la casa familiar hay en dos poemas: “Lágrimas”, escrito a la memoria del padre, y en la segunda mitad del “Nocturno”.
  • 17. 17 E N C I U D A D D E M É X I C O M A N U E L A C U Ñ A , 1 8 6 4
  • 18. 18 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Viajó a fines de diciembre o principios de enero a la capital de la repú- blica. Lo acompañaban Antonio García Carrillo y Blas Rodríguez. Desde su arribo, cuando se inscribe en el Colegio de San Ildefonso,4 Acuña jamás volvió a Saltillo, pese a las promesas, primero a los padres y después sólo a la madre. Acuña vivió todo el tiempo en Ciudad de México a la buena de Dios y olvidado de la Magnífica. Al principio recibía algún dinero del padre pero desde 1871, luego de la muerte de éste, se recorta el subsidio familiar. Por poemas y cartas puede verse que la relación con los padres fue entrañable y respetuosa. Para medir el tamaño del amor a su padre basta leer “Lágrimas”,donde llega aun a decir: “Y en la religión de mis recuerdos/ tú eres el dios que amo”. Para medir asimismo el amor a la madre baste precisar que en el “Nocturno”, escrito en 1873, dos o tres meses antes de su muerte, la imagina como un dios entre él y la amada. Desde la primera carta, o al menos, la primera que queda, fechada el 3 de febrero de 1867, se ve a un hijo minuciosamente inquieto por la vida de don Francisco Acuña Valdés, de doña Refugio Narro Valdés de Acuña y de sus numerosos hermanos. La familia se mantenía con un negocio de mer- cería y telas corrientes.Para Acuña era un día de celebración cuando recibía en Ciudad de México cartas de la familia. Al padre se dirige siempre de usted y a la madre de tú,y son el “querido papacito”y la “querida mamacita”. A su vez él se denigra como el “indigno hijo” o “el pobre hijo”. 4  En un pie de página de su Manuel Acuña, Francisco Castillo Nájera refiere que de 1865 a 1871, antes de mudarse al cuarto número 13 de la Escuela de Medicina, el poeta moró en el exconvento de Santa Brígida. Es posible, pero Castillo no aporta ningún documento. De ser cierto, no entiendo por qué, si Acuña era estudiante de San Ildefonso, no residió en el colegio de los jesuitas, donde existían cuartos para internos. ¿Se necesitaban también becas y él no era considerado un estudiante pobre?
  • 19. 19 E N C I U D A D D E M É X I C O El dinero recibido por Acuña era escaso pero por las misivas se ve que hacía cuentas escrupulosas al progenitor: “Le remito las cuentas de mis gas- tos para que ustedes vean en lo que he empleado el dinero que ustedes han tenido la bondad de mandarme”. El hijo sabía demasiado bien que el dinero costaba a su padre un gran esfuerzo extra, y aun, con remordimiento, decía que tenía vivos deseos de seguir estudiando pero no a costa de la ruina fami- liar.Por ese entonces era el único dinero que percibía.Aún el 27 de octubre de 1870 acusa recibo de cincuenta pesos y refiere que los ha empleado en “lo más urgente”. La siguiente misiva de Acuña data de fines de abril o principios de mayo de 1871,es decir,siete meses después,y versa sobre la muerte del padre. Se enteró de casualidad, a dieciocho días de ocurrida, al encontrarse a un compañero el domingo 30 de abril,mientras se encaminaba a Telégrafos para enviar un parte donde preguntaba por la salud del progenitor. El compañero se había enterado al leer una escueta noticia en el número 16 de la revista La linterna de Diógenes. Acuña escribió en “Lágrimas”: Padre... duérmete... mi alma estremecida te manda su cantar y sus adioses; vuela hacia ti, y flotando sobre la piedra fúnebre que sella tu huesa solitaria, mi amor la enciende, y sobre ti, sobre ella, en la noche sin fin de tu sepulcro mi alma será una estrella. Para el joven Acuña, la muerte del padre fue un golpe aniquilador tanto al corazón como al bolsillo. Pese a haber solicitado beca varias ocasiones con anterioridad, una y otra vez se la habían negado. Con la muerte del padre
  • 20. 20 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L las cosas cambian: “Gil me ha ayudado mucho para conseguir la beca, así como un catedrático mío a quien le debo mucho aprecio, el señor Alvarado. Yo espero que se logrará, pues los huérfanos, más valía que no lo fuera, son los generalmente preferidos”,escribió en una misiva de 1871.Así fue: pocos días más tarde se la concedieron pero dándole sólo cuarto y comida.En una de sus últimas cartas (fue la única vez que lo hizo) era tanta su desespera- ción que le pide a su madre “una pequeña cantidad”. Se inscribió para el segundo curso de Filosofía en el Colegio de San Il- defonso el 14 de enero de 1865.5 Debemos pisar terreno con sumo cuidado. Hay cosas que no hilan muy bien o hay cabos que quedan sueltos. Según los registros, Acuña estudió en San Ildefonso hasta fines de 1867, cuando entra a Medicina; es decir, supuestamente estuvo en el plantel tres años. No sabemos casi nada de los dos primeros años de Acuña en Ciudad de Méxi- co, primero, porque no hay casi testimonios, y segundo, porque las cartas a sus padres –al menos las conservadas– sólo empiezan en 1867. 5  Caffarel Peralta sintetiza así los avatares políticos de entonces que afectaron también al Colegio: “En mayo de 1863 el licenciado Sebastián Lerdo de Tejada, que había fungido de rector una década, abandona la capital para seguir en su éxodo al presidente Juárez y confía la dirección del establecimiento al licenciado Francisco Artigas. Éste, pocos meses después, se ve obligado a suspender las actividades docentes, al ser ocupado el edificio por las tropas francesas del general Neigre, pero el obispo Ormaechea, ministro de gobernación de la Regencia, restablece la enseñanza religiosa y nombra rector al padre Basilio de Arrillaga, quien, auxiliado por otros jesuitas, reanuda los cursos en febrero de 1864. Por esos días Acuña llega a las aulas alonsiacas en las que, año y medio más tarde, por agosto de 1865, nuevamente se dejan sentir los cambios políticos que sufre el país: Maximiliano destituye al padre Arrillaga, nombra rector al licenciado Artigas y dispone que el plantel se organice de acuerdo con las normas que rigen en los liceos franceses. En virtud del nuevo reglamento –el 5 de julio del dicho año– se suprimen en el plantel cuantas prácticas pudieren darle alguna semejanza con los seminarios. Sin embargo la situación de San Ildefonso no es definitiva, porque Artigas pasa al ministerio de educación del emperador y designa para que lo sustituya al licenciado Joaquín Eguía Lis. Acuña concluye sus estudios y sale de aquellas aulas en los momentos en que se restablece la República y el doctor Gabino Barreda asume la dirección del Colegio que se transforma en la Escuela Nacional Preparatoria”.
  • 21. 21 E N C I U D A D D E M É X I C O ¿Qué pasó con las cartas de entonces? Siendo un adolescente, siendo tan apegado a los padres y dependiendo enteramente del dinero familiar, aunque nunca fue un corresponsal acucioso, es lógico que hayan existido. Perviven nueve cartas de Acuña a la familia: ocho a sus padres y una a su hermana Guadalupe. ¿Y las primeras? Según los archivos, el 31 de enero de 1868 se matricula de primero en la Escuela de Medicina. Sin embargo sabemos por una carta a sus padres del 3 de febrero de 1867, o sea, un año y diez meses antes, que “desde el quince de enero se abrieron los cursos de la Escuela de Medicina, y desde entonces estoy asistiendo a las cátedras de Química y Zoología, en cuyo curso espero salir bien en el favor de Dios, al fin del año escolar”. Pero el 28 de diciembre de 1868 vuelve a inscribirse en primero de Medicina. ¿Qué sucedió? ¿Qué estudios hizo? ¿Qué hizo entonces? Por fortuna, en los registros aparece que en los diciembres siguientes, hasta 1872, se inscribió en segundo, tercero y cuarto de la carrera. Pero ya no se matriculó para el aciago 1873. poetas en el exconvento de san jerónimo El 24 de abril de 1869 un grupo de jóvenes poetas funda la Sociedad Nezahualcóyotl en el exconvento de San Jerónimo. Sería la primera de las varias sociedades lite- rarias y científicas a las que Acuña pertenecería (Sociedad Filoiátrica, Liceo Hidalgo,La Concordia,El Porvenir,Bohemia Literaria).El grupo de jóvenes estaba conformado por Agustín F. Cuenca, Francisco Ortiz, Pablo Sandoval, Francisco G. Cosmes, Gerardo M. Silva, Javier Santa María, Alfredo Hi- gareda, Miguel Portilla y Rafael Rebollar. Del único de ellos que queda una
  • 22. 22 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L vaga huella es de Agustín F. Cuenca, quien se desposaría después con Laura Méndez, y moriría joven. Presidían la sociedad Ricardo Ramírez, hijo del Nigromante, y Francisco Zarco, periodista de periodistas.Tenían el apoyo de Ignacio Manuel Altamirano y de Manuel Payno. Escogieron el exconvento como homenaje a Sor Juana, quien moró, construyó sus castillos intelectuales, escribió sus poemas geométricos y fue devorada por la peste en este recinto. ¿Por qué no nombraron a la sociedad Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Qué relaciones hallaron entre Nezahualcóyotl y la lúcida y sapiente monja? Agustín F. Cuenca recordaría un año después en un artículo publicado en El Siglo XIX que las reuniones se efectuaban bajo los árboles del jardín y que Acuña recitaba sus primeros poemas. En 1869 apareció un folleto que incluye composiciones de los jóvenes. De Acuña hay diez poemas y una prosa:“La brisa”,“Madrigal”,“Aislamien- to”, “Dolora”, “A Ch...”, “Una limosna”, “Un sueño”, “Amor”, “Pobre flor”, “San Lorenzo (paisaje)”y “Amar y dormir”. En el prólogo se refiere que los jóvenes son amigos y se reúnen para leerse “composiciones ligeras” y piden disculpas “por las incorrecciones técnicas y lo nimio de los contenidos”. Acuña no sabía, no podía saber, que ese 24 de abril de 1868, cuando ingresa a su primera sociedad literaria, Rosario cumplía veintiún años y estaba por casarse con el capitán Juan Espinoza y Gorostiza. escuela de medicina Según Juan de Dios Peza, que escribe de me- moria veinticuatro años después, Acuña moró en el cuarto número 13 del patio de los naranjos de la Escuela de Medicina. Al parecer llegó a mediados
  • 23. 23 E N C I U D A D D E M É X I C O de 1871, luego de la muerte del padre. En ese cuarto, afirma Peza, habitaba el joven poeta veracruzano Juan Díaz Covarrubias (1837-1859), también es- tudiante de medicina, cuando salió de allí el trágico 11 de abril para morir fusilado en Tacubaya.6 Hasta 1820 el edificio de la Escuela fue sede del tribunal de la Inqui- sición. Luis González Obregón expresa que desde la radicación del sinies- tro tribunal el viernes 2 de noviembre de 1571,7 no mudó de domicilio y, como todos saben, el inmueble sigue siendo casi por completo el de antes, situado en lo que era la esquina de Santo Sepulcro de Santo Domingo (hoy República de Brasil) y Cocheras (hoy República de Colombia), en el costado oriente de la plaza de Santo Domingo. Ligera y armónica, la plaza alberga la iglesia del mismo nombre, y en su costado poniente, en el portal de los Evangelistas, siguen escribiendo infinitamente los mecanógrafos y siguen imprimiendo infinitamente los propietarios de las imprentas lili- putienses. Años después de la Conquista, la casa perteneció a la familia Guerrero, que la donó a los dominicos, quienes la cedieron a la Inquisición. Hacia 1736 se terminó un agrandamiento del edificio, ampliándose el número de salas, con la novedad del chaflanamiento del frontispicio, por lo que se le conoció también como Casa Chata. Por 249 años el tribunal ejerció sus funciones de infamia en este recinto. 6  Francisco Castillo Nájera, que estudió medicina en la primera década del siglo, dice en la página 40 de su Manuel Acuña: “En 1909, la sociedad de alumnos de la Escuela Nacional de Medicina discutió una proposición: colocar una placa recordatoria del lugar en que vivió Acuña: por las transformaciones, los cuartos de los internos habían desaparecido”. Castillo Nájera no precisó la fecha de la desaparición de los cuartos. 7  México viejo, “La inquisición”, capítulo XII, México.
  • 24. 24 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Una puerta de hierro separaba el frontis del primer patio, el cual aún conserva la ágil arquería sostenida por columnas renacentistas. Se pasa a un segundo patio, y luego, caminando a la izquierda, se llega al patio de los naranjos. Al fondo de la planta baja se hallaba el cuarto del poeta. En los siglos de oprobio de la colonia había sido cárcel, y en 1820, un año antes de la declaración de Independencia, para apuntalar la funesta tradición, se había vuelto prisión de estado. Incluso llegó a llamársele la Bastilla mexi- cana. En 1823 fray Servando Teresa de Mier aún padeció allí. En el centro del patio había una fuente y en torno amarillaban los naranjos. De allí el nombre del patio. De cárcel de estado pasó luego a ser sede de la Lotería, cuartel, recinto del Congreso, Palacio del Estado de México, asiento de la escuela latinoa- mericana Sol y, de 1850 a 1853, morada del Seminario Conciliar. A partir de 1854 se instauró la Escuela de Medicina. En 1879 se añadió el tercer piso. En 1968, al quitarse éste, se volvió a la configuración original. Escribe Peza en sus memorias que el cuarto de Acuña era escueto y sombrío. Daba la imagen de una pobreza extrema. Había un catre con un colchón raído cubierto por un sarape saltillense, un buró en la cabecera, una mesa desvencijada color azul pálido, tres sillones en el abandono y un librero hecho de cajones con tres tablas largas. Al llegar a vivir a la Escuela de Medicina, Acuña buscó –problema primario– cómo lavar su ropa. Se enteró de una mujer que lavaba para otros estudiantes. Se llamaba Soledad, le decían Chole, pero para él fue solamen- te Celi. No sabemos su apellido.“Era de esas criollas de ojos negros, de piel trigueña pero sonrosada, de pocas palabras, más bien seria que risueña, y tan recatada en sus maneras que inspiraba respeto al numeroso grupo de
  • 25. 25 E N C I U D A D D E M É X I C O estudiantes que la veían una vez por semana cruzar los patios de la escuela”, escribió Peza de memoria. El “hermano de corazón” observaba asimismo que Acuña la trataba con afecto ante los demás compañeros de escuela y sentía por ella gratitud. Pero Nemesio Icaza, entonces ayudante de conserje de la Escuela, y a quien el saltillense, por cierto, escribió un poema cordial- mente gracioso, la precisó así: “No era muy joven, como dice Juanito Peza; tampoco guapa ni trigueña; prietita y bocona...’’.8 Muy pronto Soledad o Celi no sólo lavaría la ropa del joven amigo sino también asearía el cuarto. Pasaban temporadas sin que Acuña pudiera pagar ni ella hiciera nada por cobrarle. Al parecer la lavandera lo ayudó en la medida de sus estrechas posibilidades. Las camisas estaban albas y con el cuello duro. Aun llegó a darse la ocasión extrema de que, para un compromiso de gala del joven, Celi le regalara una camisa nueva. Soledad fue de una fidelidad conmovedora, aun en las exigencias más ácidas. Nadie quizá vio tan de cerca la miseria y las miserias del poeta. Ninguna mujer lo recordó con más apego luego de su muerte. Hay quienes fueron más lejos y hablaron de un hijo de Acuña con la planchadora. No hay, ya no una prueba, sino siquiera un mínimo indicio de que esto haya ocurrido. 8  Francisco Castillo Nájera, Manuel Acuña, “Siluetas femeninas”, pág. 40. Peza e Icaza coinciden en algo: el poeta y la lavandera jamás fueron amantes. “Miente quien lo diga, mi poeta no se rebajaba”, dijo Nemesio Icaza en una opinión que hoy escandalizaría por clasista. También dijeron que nunca fueron amantes el poeta y la lavandera dos amigos de Acuña: el médico Gregorio Orive, quien le dio respiración de boca a boca al poeta recién fallecido para tratar de devolverlo a la vida, y José Bandera, quien despreciativamente sentenció: “Chismes de [Guillermo] Prieto”.
  • 26. 26 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L el pasado en el teatro principal La noche del 17 de marzo de 1870 (cuenta Armando de Maria y Campos al principio de su libro Manuel Acuña en su teatro) se estrenó en el Teatro Principal el drama de un joven poeta, excompañero del saltillense en San Ildefonso. La pieza se llamaba Piedad y el autor respondía al nombre de Justo Sierra (1848- 1912). Se trataba de una función extraordinaria en beneficio de los deudos del actor Merced Morales (1821-1870), muerto en la miseria. Huérfano desde muy pronto, Morales se había dedicado a la carpintería, pero sien- do aficionado al teatro desde muy joven, actuaba en pastorelas populares. Debutó en el Teatro de la Unión en 1841 y luego pasó al de los Gallos y al Principal. Uno de sus maestros fue Manuel Eduardo Gorostiza, el primer dramaturgo de relieve del México independiente. Se le tenía en alto aprecio como actor y solía ir a menudo de gira por el país con diversas compañías teatrales. La compañía que representaba la obra de Sierra pertenecía a Eduardo González (también pertenecía a ella el actor fallecido) y actuaron en la obra el propio González, Pilar Belaval, María Mayora y actores mexicanos y españoles. Al terminar la función empezó el homenaje. Se colocó en el centro del escenario, como una suerte de ara, el retrato del actor, que ro- deaban actores y actrices de los teatros Nacional, lturbide y Nuevo México. Luego leyeron poemas actores, actrices y poetas, y al final “Manuel Acuña, que de poco tiempo atrás había empezado a llamar la atención con algu- nas composiciones de una extraordinaria entonación varonil, leyó una oda pronunciadamente materialista”. La oda prefigura, por sus contenidos, su poema mayor: “Ante un cadáver”. Armando de Maria y Campos precisa
  • 27. 27 E N C I U D A D D E M É X I C O que fue la primera vez que Acuña pisó las tablas. El 20 de mayo de 1870, en su Revista de la Semana que publicaba en el diario El Siglo XIX, Altamirano incluyó el poema. En su escueta obra Acuña no sólo cantó a la muerte y a la nada, sino a parientes, amigos o prohombres fallecidos. Además de su padre y de Mer- ced Morales, compuso una “Oda ante el cadáver de José B. de Villagrán” y una “Cineraria ante el cadáver de la Sra.Luz Presa”.Estar “ante un cadáver” fue una obsesión oscura del joven coahuilense. La segunda vez que un poema de Acuña se oyó en un escenario ocu- rrió el 31 de marzo de 1870, es decir, dos semanas después, con motivo del homenaje a la actriz María Jesús Servín, quien, en palabras de Altamirano, “era una dama joven, guapa, modesta y buena”. El acto se verificó en el Teatro Nacional ante numeroso público. El actor José Zamora leyó “La soñadora”; Acuña oía desde una butaca. Esa noche se dijeron también piezas líricas de Luis G. Ortiz, Justo Sierra, Emilio Rey, Hilarión Frías y Soto y de Olavarría y Ferrari. en el velorio del señor méndez El 30 de agosto de 1919, en algo que tiene todos los visos de una fábula tremendista, de una patraña sucia e inútil, Rosario de la Peña confía al presbítero y doctor José Castillo y Piña, por demás una autoridad de poco fiar, la forma como Acuña cono- ció a Laura Méndez. El doctor Castillo y Piña reproduciría esta confesión veintidós años más tarde en su libro Mis recuerdos.9 9  Castillo y Piña en esas mismas páginas dijo que ya Rosario en ese tiempo era una santa. ¿Cómo tomarlo en serio luego de una opinión así?
  • 28. 28 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Para dar mayor verosimilitud a su libelo contra el joven suicida,el pres- bítero dice que inmediatamente después de que Rosario le narró los hechos, redactó los apuntes. Pese a sus afanes de verosimilitud, pese a la obligación de la verdad que le imponía ser presbítero, Castillo, tenemos la impresión, jugó a la fantasía y apostó a la conclusión morbosa. Según esta historia, cuando Rosario reclama a Acuña a mediados de 1873 sobre sus amores con Laura y Soledad,10 con base en las hablillas de Guillermo Prieto, él acepta su falta, pero le pide que haga caso omiso de la planchadora. El poeta le cuenta cómo conoció a Laura: Un día Acuña paseaba por las calles, cuando la vio frente al zaguán de su casa “pálida, desencajada, macilenta y revelando en su semblante una gran angustia”. El joven preguntó qué le pasaba. Ella lo hizo entrar a un cuarto misérrimo y sucio donde yacía un cadáver sobre un petate y donde apenas dos cajones de cartón servían de asiento. El cuerpo presente era el del padre de Laura, quien había fallecido de hambre. Laura se encontraba en una situación de miseria extrema. Acuña salió de la casa, empeñó unos volúmenes, y trajo unos cirios y al- gún dinero, y la acompañó en el afligido velorio. Cuando las velas se apagaron y aprovechando la oscuridad y la desprotección de la muchacha, la poseyó.“Y desde entonces –dijo Rosario al cura– Acuña concibió la idea de suicidarse”.11 10  Que yo sepa, López Portillo y Rojas, en su Rosario la de Acuña, es el primero que alude públicamente, con base en testimonios oídos, que un prócer de edad provecta tuvo una aventura con Laura y que Acuña se enteró del desliz. El prócer era nada menos que Guillermo Prieto. Cuando Castillo Nájera preguntó a Justo Sierra sobre Laura, Sierra respondió de modo terrible: “Guillermo Prieto es el que, por intrigante, tuvo mucha responsabilidad... Detestaba a Manuel… Le hirió uno de sus quereres”. A su vez Porfirio Parra, condiscípulo de Sierra y de Manuel Acuña, añadió sobre la respuesta de don Justo: “Guillermo Prieto, por su pique literario con Acuña, pretendió a Laura, la conquistó y, después, le llevó el chisme a Rosario”. En esa historia, el gran Prieto sale mal parado. Por decir lo menos, queda como un abusivo e intrigante. Lástima: también los grandes tienen pequeñas y grandes sombras. 11  Una versión más creíble. En la página 47 de su libro, Castillo Nájera cita la entrevista de un tal Ignacio Miranda con el doctor Gregorio Orive en el cincuentenario de la muerte del poeta
  • 29. 29 E N C I U D A D D E M É X I C O Esta fábula maquillada parece sacada más de nota roja de un periódico de escándalos, de leyendas negras condimentadas para el bajo pueblo o de un relato gótico de imaginación vulgar, con el fin de que el lector odie o se resienta contra el protagonista.Harta de ser llamada “la de Acuña”,Rosario trató por los medios a su alcance de dejar en claro dos cosas: nunca estuvo enamorada de Acuña ni fue la causa directa y principal de su suicidio. El objetivo –aclarar los hechos– era correcto; Rosario tenía razón; pero los medios usados no dejaron de ser tramposos y aun arteros. Varias ocasiones mintió, modificó versiones, se contradijo y llegó a ensuciar sin elegancia a Acuña y aun a la familia de éste. No le sirvió de mucho, o mejor, de nada. Contra toda la verdad biográfica e histórica, sería, acabaría siendo no Ro- sario la de Flores, sino Rosario la de Acuña, como Laura no fue para la posteridad Laura la de Acuña sino Laura Méndez de Cuenca. Sin embargo,para la verdad biográfica hay un inconveniente: nunca,en anteriores confidencias, Rosario contó esta historia truculenta, o si lo hizo, nadie la documentó.Es decir,Rosario relata esta versión sospechosa 46 años después de la muerte de Acuña, a la edad de 72 años, estando muy enferma, y sólo esa vez. A ningún otro de los que la oyeron y dejaron testimonio de sus palabras (Urbina, Amézaga, López Portillo y Núñez y Domínguez) doró semejante píldora. Más: ni a Laura Méndez, ni a los amigos próximos o lejanos de Acuña se les ocurrió siquiera sugerir esto. La misma Laura escri- bió, probablemente hacia febrero de 1874, un poema llamado “Adiós”, que (1923). El doctor responde que él fue quien llevó a Acuña a casa de Laura, “donde se reunía un selecto grupo de literatos”. De lo dicho por Orive se coligen dos cosas: el lugar donde se conoció la pareja y otra, como observa Castillo Nájera, si asistía a la casa “un selecto grupo de literatos” las condiciones económicas de la familia Méndez no eran precisamente de miseria extrema.
  • 30. 30 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L es una respuesta póstuma al poema “Adiós”de Acuña. Dos meses antes ha- bía muerto el amigo. Este “poema de la desgracia”, como Laura lo llamó, si no tiene la redondez deseada, si hay imágenes marchitas de tanto usarse, si sus alejandrinos llegan por instantes a cojear, está escrito a corazón abierto. Por demás, tiene en su construcción, en su música y en imágenes, oh ironía, oh paradoja, turbadoras semejanzas con el “Nocturno” a Rosario (Laura quiso creerse, en un rapto extraño, destinataria del poema): Soñé que en el santuario donde te adora el alma, era tu boca un nido de amores para mí, y en el altar augusto de nuestra santa calma cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma por pájaros y flores y besos para ti. ¿Una mujer que ha sido doblemente ofendida de modo grave –una cuando fue poseída en el velorio de su padre, y la otra, cuando se la dejó, estando enamorada, por otra mujer (en este caso Rosario)– escribiría así al amigo? Baste recordar que Laura tuvo un hijo de Acuña,quien murió al mes y doce días de éste. ¿Una mujer ofendida escribiría esto? ¡Qué bello el panorama alzado en mi ilusión! ¡Un mundo de delicias gozar hora tras hora, y entre crespones blancos y ráfagas de aurora la cuna de nuestro hijo como una bendición! Son los anhelos y ensueños imposibles de una joven que soñaba vivir cada momento, en un país idílico, al lado del amante. Pero en ese país fantástico, en vez de la madre, como en el “Nocturno”, quien está en el centro es el
  • 31. 31 E N C I U D A D D E M É X I C O hijo.Pero todo era una delirante quimera; ya amigo e hijo yacían bajo tierra. Quizá como subtítulo de su “Adiós”–respuesta a su otro adiós y al “Noctur- no”– Laura pudo nombrarlo “Nocturno a Manuel”. Fuera de esto, más allá de esto, no hay noticias precisas de cuándo nació, se desarrolló y concluyó la unión amorosa. El poema “A Laura” es de abril de 1872. En ese año y principios del siguiente, me atrevo a suge- rir, se dio el lapso de los amoríos. Si el hijo nació en octubre de 1873 (el acta de defunción que descubrió Caffarel Peralta en 1958, consigna que el niño murió el 17 de enero de 1874, es decir, tres meses luego de nacido), habría sido concebido en febrero de ese 1873. Al parecer, en mayo de ese año, cuando Manuel conoce a Rosario, el amor del poeta por Laura empe- zaba a enfriarse o de hecho se había enfriado. En octubre, es decir, el mes cuando nace su hijo, Acuña envía dedicados a Rosario y a Laura ejemplares del folleto de su poema “La Gloria”. Por las dedicatorias es ya visible el enorme abismo de afecto hacia una y otra. Para la nueva musa: “Obre. ii de 1873. Rosario: usted tiene la culpa si me atrevo a enviarle este cuaderno, por haberme dicho que le agradaba el día que tuve el gusto de leérselo; si ahora fuese yo tan desgraciado que usted lo hallara malo,perdónelo siquiera porque él le va a decir que como siempre cuenta usted en mí un sincero y buen amigo.– Man. Acuña”. Para la musa precedente: “A Laura. Manuel”. La dedicatoria no puede ser más escueta y gélida. Hasta donde sé, son las últimas palabras por escrito que dejó a Laura luego de su liga ardiente. ¿Pero cómo era Laura? Según Peza era una mujer apasionada y tem- pestuosa. Un poeta, Agapito Silva, amigo de Acuña, que la pretendió, com- puso un poema donde habla de su belleza jovial, de su blancura y de sus ojos brillantes. Queda de Laura una fotografía de 1879. Lejos está, en mi
  • 32. 32 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L concepto, del ideal de hermosura. Vemos en el retrato a una mujer blanca, regordeta, con pechos prominentes, pelo ensortijado, ojos oscuros, con una mirada a la vez decidida y triste y una boca pequeña como de media hoja de cuchillo12 . Por demás, sin discusiones, Laura tuvo una naturaleza intelectual y artística muy por arriba de la media de las mujeres de su época. Acuña lo sabía y lo dijo para siempre en tercetos inolvidables.En su opúsculo Poetas y escritores mexicanos del 31 de diciembre de 1877, Juan de Dios Peza escribió (ya estaba casada con el poeta Agustín F. de Cuenca): Laura Méndez de Cuenca, instruida, elocuente y con una inteligencia nada vulgar, ha escudado en el anónimo sus más bellas producciones. Muchos de sus versos publicados en El siglo XIX en el año de 1874,llamaron notablemen- te la atención. Sus poesías son filosóficas y de escuela enteramente moderna [...] Es, si no la mejor, una de la mejores poetisas de México. Es probable que varias de esas composiciones que comenta Peza tuvieran algo que ver con el drama del 6 de diciembre del año previo. Y nótese: a los 21 años Laura ya había llamado “notablemente la atención”. 12  Escribí esto en 1999. En 2010 apareció el escrupuloso libro de la investigadora Milada Bazant Laura Méndez de Cuenca: mujer indómita y moderna: Vida cotidiana y moderna, 498 págs., Colegio Mexiquense, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, Toluca, 2010. En el libro hay varias fotografías en diversas edades que no le hacen mucho favor estético. Sin embargo hay una sólo de rostro, muy jovencita, que está en la portada y se reproduce en la página 92. Se ve una Laura delgada, bonita, ojos profundos y tristes, nariz recta y labios delgados, en fin, una imagen romántica de las que aparecían en el teatro y en la ópera del siglo XIX. Es tal vez la Laura que conoció Acuña. Pertenece –según el pie de foto- al archivo personal de Carlos Beteta de la Garza.
  • 33. 33 E N C I U D A D D E M É X I C O poemas cruzados: “a laura” y “nieblas” Acuña leyó su poe- ma “A Laura” en los salones del Conservatorio el 29 de abril de 1872. No cumplía aún los veintitrés años y Laura tenía diecinueve. Sería uno de los poemas cruzados que tendría con la joven. O con más exactitud: a los mag- níficos tercetos de “A Laura”, la poeta mexiquense responde con los tam- bién magníficos de “Nieblas”, y después al “Adiós” y al “Nocturno” (del que no era la destinataria) responde con otro “Adiós”. En “A Laura”, se observa a un Acuña deslumbrado por el talento notable de la amiga y predice que escalará alturas. Anota que hay dos vías por las que los elegidos pueden cumplir su misión: por la ciencia y por el arte, o si se quiere, por la razón y por las fantasías y el sueño. Para cumplir su “misión sublime”, a Laura se destinaba la segunda vía. Acuña la llama a no someter a nadie su conciencia, a luchar contra toda adversidad y a asumir su condición superior. Que fantasee y sueñe y ascienda a la cum- bre pero que al bajar cuente en su canción lo que vio y vivió. Y escribe entonces algunos de los versos más armónicos de su obra que suenan en un acorde: Sí, Laura... que tus labios de inspirada nos repitan la queja misteriosa que te dice la alondra enamorada; que tu lira tranquila y armoniosa nos haga conocer lo que murmura cuando entreabre sus pétalos la rosa; que oigamos en tu acento la tristura de la paloma que se oculta y canta desde el fondo sin luz de la espesura
  • 34. 34 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Y termina con unos versos impresionantes que dibujan la condición de la mujer en el siglo XIX y anticipan la rebelión femenina del siglo XX: Y que hallemos en ti a la mujer fuerte que del oscurantismo se redime. En su imagen de la mujer, me digo, Laura representaba el ideal intelectual; Rosario el amor y el deseo ardiente. De su lado, Laura responde, o al menos tiene toda la impresión de ser una respuesta, con su doloroso poema “Nieblas”. Es no sólo la mejor pieza lírica escrita por una mujer en el siglo XIX sino, tal vez, una de las mejores del siglo. Si Acuña le pedía que no se amilanara ante el dolor ni ante la cercanía del abismo para ascender a las alturas, Laura, en los pri- meros tercetos, provoca al sufrimiento humano para que la acose, porque ella despreciará sus golpes y no temerá que marque su rostro con surcos de fuego.“Ni gracia, ni piedad imploro”. A continuación, sin embargo, Laura escribe un terceto turbador que es imposible disociar con momentos de su vida: Que nada es la razón, si a nuestro lado surge con insistencia incontrastable la tentadora imagen del pecado. En el poema pasa entonces Laura del singular al plural.Si Acuña la estimu- la a que no se amilane al borde del abismo, el “hombre iluso”, que se afana por una imposible perfección, es, en el poema de Laura, el que se amilana. Después pasa a decir que en la primavera de la vida, como en la primavera
  • 35. 35 E N C I U D A D D E M É X I C O misma, todo es un paisaje idílico donde la fantasía “forja el amor”. Sueños y esperanzas se multiplican como las hojas de los árboles. Pronto, no obs- tante, desaparece la inocencia y se aísla el perfume.Ya no palpita el corazón enamorado. El “hombre iluso” sucumbe. El misterio vence al pensamiento. Y en un terceto inolvidable dice: ¿Qué deja al hombre al fin? Tedio, amargura, recuerdos de una sombra pasajera quién sabe si de pena o de ventura. ¿Eso es vida?, se pregunta en la estancia final. Ya no sabe ni en lo que cree: Ven, oh dolor, mi espíritu salvaje te espera como al buitre Prometeo. Mujer apasionada, lúcida y elocuente, Laura fue maestra normalista y par- ticipó en varios congresos internacionales. Escribió una novela y un libro de cuentos. ¿Pero Laura alcanzó la grandeza que auguró Acuña? Si la medimos con el rasero de su tiempo,si la ubicamos en aquellos años,si vemos desde tal án- gulo su poesía y su activa participación pública,destacó como ninguna poeta del siglo XIX.Subió lo que no pudieron,o no las dejaron subir,o no tuvieron la voluntad de subir, poetas como Josefa Murillo y Josefina Pérez. Pero Lau- ra pudo subir más. Si vemos en frío su poesía, salvo “Nieblas”, y en menor medida “Oh corazón”, no hay nada que salga de la medida, ni siquiera sus dolorosas piezas “Adiós” y “Bañada en lágrimas”, o composiciones descrip- tivas muy correctas como “Invierno” y “Sequía”. La mayoría de los poemas
  • 36. 36 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L claves o importantes están fechados en el primer lustro de los setenta,o para decirlo más concretamente, los escribió entre los diecinueve y los veintidós años. “Adiós” y “Bañada en lágrimas” son poemas de dolor extremo para el amado y el hijo muertos pero sin mayor desprendimiento lírico. Podemos suponer que luego de 1875 deja de escribir poesía,y la retoma a inicios de los noventa. Pero ya no hallamos pieza alguna que tenga la profundidad emo- cional ni el vigor antiguo. En su ya de por sí escasa obra se encuentran buen número de poemas ocasionales, ya para el álbum de las señoritas, ya como regalo al amigo. Laura trabajó con mayor o menor fortuna poesía amorosa, religiosa y descriptiva. Era una mujer a quien las hadas le dieron el don, que poseía un talento desusual,pero su vocación no tuvo consistencia.Y la poesía no perdona. Y la poesía no la perdonó. acuña y flores en el liceo hidalgo Altamirano, el íntegro y laborioso Altamirano, había fundado, con sus propios medios, una revista que haría época, El Renacimiento, y, gracias a su iniciativa, se había refun- dado el Liceo Hidalgo. Luego de los terribles años de las querellas políti- cas, Altamirano buscaba ser mediador para unir a intelectuales, escritores y artistas de los bandos conservador y liberal. Como diría Gutiérrez Nájera, Altamirano era, a la inversa del demoledor Ignacio Ramírez, el creador y el constructor. El 29 de abril, en la sesión para reinstalar el Liceo Hidalgo, Manuel Acuña lee en los salones del Conservatorio sus espléndidos tercetos de “A Laura” y una semana después, el 6 de mayo, es designado miembro titular del antedicho Liceo, junto con otros poetas jóvenes, como sus inseparables
  • 37. 37 E N C I U D A D D E M É X I C O Javier Santa María y Gerardo M. Silva, como Jesús Echaiz y –léase bien– Manuel M. Flores. Otros socios adscritos fueron José María Lafragua, José María Iglesias y Francisco Pimentel. Que yo sepa es, documentada, la primera y quizás la única vez (se pu- blicó la información al día siguiente en El Siglo XIX) que aparece el nom- bre de Manuel M. Flores al lado suyo. En su escuetísima autobiografía de menos de una página, Flores escribe que perteneció también a la Sociedad Nezahualcóyotl –de la cual Acuña fue miembro fundador– pero no especi- fica el año. ¿Cuántas veces se encontraron? No lo sabemos pero todo hace suponer que muy pocas. No hay un dato, o no lo conocemos, de encuentros de ambos en el año y siete meses que le quedaban de vida a Acuña luego de aquella sesión de incorporación múltiple. El 28 de abril de 1873, o sea, un año después, Acuña fue nombrado vicepresidente del Liceo. Y lo sería hasta la muerte. las exequias del presidente en el cementerio de san fernando13 En el periódico El Federalista apareció una noticia el mar- tes 23 de julio de 1872: “Los estudiantes de Medicina encargaron al señor Manuel Acuña hiciera hoy el panegírico del señor Juárez en el acto solemne de las exequias”. ¿En dónde? No, desde luego, en el cementerio de San Fernando, don- de hablaron doce personas, siendo el único que leyó un poema José Rosas Moreno. Los otros once dijeron discursos y fueron, en este orden: José Ma- 13  Los datos están tomados de: Benito Juárez, discursos y correspondencia. Selección y notas de Jorge L. Tamayo, Secretaría de Patrimonio Nacional, 1970, tomo 13, págs. 1026-1043. Debo la información a Gastón García Cantú.
  • 38. 38 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L ría Iglesias, orador oficial, quien abrió el acto; el diputado Ignacio Silva, en nombre de la Diputación Permanente; Alfredo Chavero, representante del Ayuntamiento; el masón Francisco T. Gordillo; el periodista opositor José María Vigil, quien reconoció “al gran Juárez que dio a la prensa una libertad sin límites”; el músico José María Baranda; el médico Roque Jacin- to Morán; don Victoriano Mereles, en representación de los obreros; don Gumersindo Magaña,en nombre del Consejo Superior de Salubridad,y los niños Antonio Álvarez y Salvador Martínez Zurita,alumnos del Tecpan de Santiago. Programado para salir a las nueve de la mañana, el cortejo fúnebre partió media hora más tarde de Palacio Nacional siguiendo este trayecto: Puente de Palacio, Palacio Nacional, el portal de las Flores, la Diputación, el portal de Mercaderes, San Francisco, Santa Isabel, La Mariscala, San Juan de Dios y San Hipólito. En el recorrido todas las casas “ostentaban cortinas con lazos de crespón y coronas de siempre vivas”. Acompañaron al cuerpo de Juárez cerca de 5 mil personas. “Nunca se había visto en México exequias tan concurridas”, observa el cronista. El acto terminó al cuarto para las dos de la tarde. Podemos imaginar que cuando el cortejo fúnebre pasó por Santa Isabel a eso de las diez y cuarto de la mañana, una joven de 25 años, que tenía simpatías liberales, estaría en el balcón o en la acera. Acuña también simpatizó con los liberales pero no hay huella de que militara en el partido. Conocido de Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto, discípulo predilecto de Ignacio Manuel Altamirano, su legado escrito se halla, en este renglón, en seis o siete poemas civiles: “El poeta mártir Juan Díaz Covarrubias”,“Ocampo”y “Cinco de mayo”y en los cuatro que tienen como fondo el tema de la Independencia: “El giro”,“A la patria”,“Hidalgo”
  • 39. L A U R A M É N D E Z D E C U E N C A
  • 40. 40 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L y “15 de septiembre”: poemas pensados más para la recitación cívica que para hacer una pieza estética. Pero no hay poemas de Acuña a Juárez ni queda en prosa una sola alocución. ¿Dónde quedó ese texto? ¿Lo escribió realmente alguna vez? ¿En qué exequias emblemáticas lo leyó? Lo que llama a curiosidad es su participación periodística de apoyo a fines de 1872 a la candidatura presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada y a la candidatura de Vicente Riva Palacio a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. en el patio de los naranjos Miseria y enfermedades lo persi- guieron desde 1872. Por octubre de ese año, lo sabemos por una carta, se encontraba enfermo del pecho. El día 29 escribe a la madre y comenta so- bre el examen que hará de varias materias a principios de diciembre. Busca tranquilizarla diciéndole que son las que mejor ha estudiado. Algo lo ha conmovido hasta la raíz del corazón. En la carta, el hijo precisa que en Saltillo ha aparecido por primera vez un artículo laudatorio sobre su poesía en una publicación llamada El Mosquito. Eso lo sorprende, porque mientras en Ciudad de México se vuelcan en elogios sobre su obra, en la tierra natal no existía como poeta. Y exagerando su notoriedad nacio- nal e internacional, culmina: “El autor de ese artículo puede estar seguro de que los elogios de la prensa de México y de la extranjera han excitado menos mi gratitud que las suyas tan inmerecidas como cariñosas”. No es difícil imaginar que a él le conmovía pensar que familia, amigos y allegados podían haber leído el artículo y enorgullecerse de él.
  • 41. R O S A R I O D E L A P E Ñ AM A N U S C R I T O D E L N O C T U R N O
  • 42. 42 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Pero Acuña no volvió al solar nativo. El hijo pródigo murió como hijo pródigo. el laureado del teatro principal Acuña no cumplía los 23 años. En el Teatro Principal, sitio de las glorias efímeras de Ignacio Ro- dríguez Galván y del resplandor melancólico de Soledad Cordero, se re- presentó tres veces su drama El pasado,14 o como él lo subtituló, “Ensayo dramático en tres actos”. Las representaciones fueron el 9 de mayo15 y el 11 y el 16 de junio de 1872; la cuarta se verificó en el Teatro Nacional el 26 de julio de 1873. En las dos primeras Pilar Belaval fungió como primera actriz en el rol de Eugenia. En la representación inaugural se llamó a Acuña al término de cada acto, y en el tercero –según reseña Javier Santa María (amigo íntimo e incondicional del novel dramaturgo) en su crítica aparecida en el diario El Siglo XIX– “se le hizo objeto de una verdadera ovación y atronaron los aplausos, los bravos, las vivas al joven compositor y las dianas pedidas por el público”. La función extraordinaria se efectuó a beneficio del actor Carlos Neto, que encarnaba el personaje de don Ramiro. Sobre la primera puesta en escena, Santa María dijo del drama que era “una verdadera joya”; Juan Mateos, que no quería a Acuña, refirió en una reseña escrita con prosa atrabancada: “La composición adolece de grandes 14  Armando de Maria y Campos dice en la página 23 de su libro Manuel Acuña en su teatro (Compañía de Ediciones Populares, S. A., 1952), que Acuña escribió su pieza en 1870, es decir, a los 21 años de edad, pero “no la tocó ni retocó nunca”. 15  Aquel mismo 9 de mayo de 1872, Acuña y sus amigos Agustín F. Cuenca y Gerardo M. Silva iniciaron una nueva época de la Sociedad Nezahualcóyotl.
  • 43. 43 E N C I U D A D D E M É X I C O defectos, pero denuncia una buena imaginación, de éxito en el porvenir [sic]”; en una crónica de El Domingo se detalló que Acuña recibió tres co- ronas: de la prensa capitalina, de la sociedad literaria La Concordia y del señor Macedo,empresario del Teatro Principal.Años más tarde,el historia- dor y crítico Francisco Sosa recordaría la función como un gran triunfo del dotado poeta y dramaturgo, y arguyó que quienes lo coronaron no fueron los amigos, sino la sociedad entera y los literatos. La polémica suscitada por el contenido de la obra –a decir de Sosa– se extendió a la prensa, a las sociedades literarias y a las conversaciones en casas y cafés. Cierto: a Acuña no lo coronaron en triunfo los amigos pero los amigos magnificaron, o al menos, hiperbolizaron el triunfo. Armando de Maria y Campos muestra, o acaso demuestra, que ante una avalancha de estrenos, el triunfo del joven se olvidó pronto. La última puesta en escena se verificó un año más tarde, el 26 de julio, en el Gran Teatro o Teatro Nacional, siendo primera actriz la andaluza Salvadora Cairón. La función fue a beneficio de ella. El prestigiado actor y director de la compañía, José Valero, esposo de la Cairón, ya había pasado por México en 1868 y su paso dejó marca. Con mano noble apoyó en aquel entonces al actor Merced Morales otorgándole el principal rol en el drama Sullivan. Por gratitud o por interés, Acuña escribió poemas dedicados al director de la compañía (“El reo de muerte”) y dos a su cónyuge (“A la eminente actriz Salvadora Cairón” y “Adiós a México”). El primero de los dedicados se leyó la noche del estreno y en él se dice que acude a darle “si no las flores del arte/las flores del corazón”; el otro,“Adiós a México”–relata De Maria y Campos– lo leyó la actriz “empapada en lágrimas de emoción, desde el escenario del [Teatro] Nacional, el 19 de agosto de 1873”.
  • 44. 44 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Antes del estreno, Acuña exultaba. Envió una carta a su amigo Juan de Dios Peza invitándolo al ensayo.Todo eran grandes expectativas. Valero prometía esforzarse al máximo. Acuña estaba seguro de que la Cairón y el actor Juan Reiz salvarían por sí solos la obra. Según la prensa, el día del es- treno asistió “lo más selecto” de la elegante sociedad. Como de costumbre, el fiel Santa María elogió la obra del amigo y resaltó el papel de la Cairón; pocos días más tarde, sin embargo, firmada por Juvenal (Enrique Cháva- rri), apareció en El Monitor una nota a vuelapluma, donde se hablaba del “malísimo éxito [sic]” de la obra. El 4 de agosto, Juan Mateos, quien jamás dejó de tener fobia y envidia por Acuña, incluso después de muerto, criticó con rigor exagerado la puesta en escena.“Se portó muy duro”, dijo Arman- do de Maria y Campos. Muy duro es poco: la reseña es aniquiladora. De principio, con conocimiento de causa, Mateos habla del teatro mexicano de la época, el cual vivía de la imitación de la imitación, y después, ya sin miramientos, se arroja como perro de presa sobre obra y actores para sub- rayar el megafraude de la representación: “Desde el señor Valero hasta el señor Segarra los papeles fueron equivocados [sic], y la comedia [sic] salió mal, pero tan mal, que sólo los simpatizantes del poeta pudieron librarla de la catástrofe”. Podemos imaginar el golpe que Acuña recibió al leer la reseña. Pode- mos imaginar lo que le dolió pensar que Rosario la hubiera leído. Como otros poetas notables mexicanos que incursionaron en el teatro, ya en prosa, ya en verso –Rodríguez Galván y Manuel José Othón–, que en su momento gozaron una breve celebridad (Rodríguez con El privado del virrey, Othón con Después de la muerte), algo parecido ocurrió con Acuña. Los tres disfrutaron al principio de éxito de crítica y público. Fueron en su
  • 45. 45 E N C I U D A D D E M É X I C O instante y en un instante astros que fulguraron en el Teatro Principal.Todo duró lo que dura en una noche la luz de la estrella en el cielo y la luz de la estrella en el teatro. El drama de Acuña, pese a su hondura humana, a su hábil sentido de la expectativa, apenas resistiría, o acaso no resistiría, una puesta en escena actual. Más que drama se vería ahora como un melodrama, o dicho de otro modo, como un “culebrón”. Su argumento parece más apropiado para pe- lículas nacionales de los años treinta y cuarenta o para una telenovela con pretensiones ultrarrománticas de las que de pronto nos endilgan, con todo tipo de máscaras y maquillajes,Televisa o Televisión Azteca. El lenguaje de Acuña en El pasado abunda en frases comunes y metáforas ajadas, en los actos suele haber entradas abruptas y la obra termina en una gran pantalla de color blanco y negro. Sería injusto no repetir que al escribirlo Acuña tenía 20 o 21 años. El drama versa sobre la mujer mancillada que acaba siendo suprimida por el juicio inmisericorde de la sociedad, lo que la lleva a suicidarse. Sin duda Eugenia representaba un personaje tipo de aquellos años; los demás protagonistas parecen cortados por la misma tijera. La pieza nació de una conversación nocturna entre amigos. En un ar- tículo publicado cuando Acuña vivía aún, Ignacio Manuel Altamirano, su maestro Ignacio Manuel Altamirano, apunta que dos fueron las fuentes de la pieza teatral, la cual tenía como raíz sangrienta las causales de los celos retrospectivos y el “terrible problema de la mujer mancillada por una falta”. Las fuentes de la obra fueron una real y otra literaria: la real provenía de un hecho trágico que acaeció en la época y del cual Acuña fue testigo; la lite- raria, del recuerdo de dramas, novelas y estudios que esa noche repasaron
  • 46. 46 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L en la conversación, como La dama de las camelias (Dumas hijo), Historia de una mujer (Marzet), Vida de Bohemia (Murger), El suplicio de una mujer (Gerardin) y Fernanda (Sardou). En la reunión Acuña estuvo todo el tiem- po pensativo y no dijo palabra. Días más tarde, el poeta visitó a Altamirano y le leyó la obra. El pasado, que se ha editado mucho, apareció por primera vez como libro en 1872. La crítica de nuestro siglo le ha otorgado escaso o nulo valor artístico. estación colonia El año de 1873 había iniciado con un frío parali- zador, apenas caldeado por el viaje inaugural del ferrocarril en México, que encabezó el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. El ferrocarril salió de la lujosa estación Colonia, en Buenavista, a las cuatro de la mañana del día 1 y llegó a Veracruz a las siete de la noche del día siguiente. Pero el frío había sido tan severo que ese primer día del año a Tiburcio Montiel, gobernador del Distrito, casi lo fulmina una pulmonía. La crónica de viaje México-Ve- racruz-México, la redactó Alfredo Bablot, en cuya casa, durante un baile, Manuel M. Flores conocería a Rosario un año y ocho meses después. El general Joaquín Calles, en cuya casa Rosario presuntamente conoció a Ma- nuel Acuña, escribió, ignoramos si sobre pedido y a sueldo, sus “Impresio- nes de viaje”, seis sonetos que deben estar, si Dios es magnánimo, hundidos para siempre en una gaveta. Por cierto, Acuña, en la carta del 14 de enero, dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, se mofa del presidente y del viaje (la prosa es desafortunada):
  • 47. 47 E N C I U D A D D E M É X I C O Pasando a otra cosa, D. Sebastián está bueno, está viejo y está paseándose por última. Como tú habrás sabido, fue a dar su vueltecita a Veracruz, después de echar en La Lonja un zapateado, y ahí, según me han dicho, comió y se em- borrachó de tal manera, que daba gusto verlo. Ese viaje,se deleita el poeta,sirvió para que el ministro de Guerra y Marina conociera por primera vez el mar.“Cuentan que al ver el mar se quedó ver- daderamente asustado, y preguntaba si todo aquello era agua”. El presidente Lerdo de Tejada bailó tan bien, se la pasó tan bien en el Puerto, que retardó varios días la vuelta. arquillo 6 Acuña se interesaba en la nota roja. Basta subrayar que una de las dos fuentes de El pasado fue un hecho criminal de la época y que escribió poemas como “Dos víctimas” y “El reo de muerte”, donde contaba con humor o en serio noticias policiales. En el primero incluso llega a bur- larse del gobernador Montiel, cuando el curioso personaje del poema dice: Para que a nadie acuse de mi muerte don Tiburcio Montiel, sépase que me mato, porque quiero dejar de padecer..., porque ya estoy cansado de esta vida que tan odiosa me es, y porque ya he bebido hasta las heces el cáliz de la hiel. Mi novia Sinforiana se ha casado, y esto no puede ser…
  • 48. 48 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L En su libro Un año, hace ciento. La ciudad de México en 1873, Salvador Novo reconstruye la historia de la ciudad gracias a las memorias anuales de Ti- burcio Montiel. De ese mes de enero, Novo cuenta que el día veinticinco se suscitó un escandalazo en la casa del diputado veracruzano Rafael He- rrera, situada en Arquillo número 6. El diputado Herrera era un tahúr de siete suelas y un fullero marca diablo. Ese día se cateó la casa y arrestaron a treinta jugadores. Herrera amenazó y vociferó a los cuatro vientos y acu- só a Montiel de abuso de autoridad. Tomando las cosas con tranquilidad, Montiel evidenció al diputado con documentos, mostrándolo públicamen- te como dueño de garitos desde 1870 y pidiendo al gobierno de Veracruz que mandara mejores representantes. Por demás los garitos hervían como chinches en Ciudad de México, y por la red de complicidades, se dificultaba su cierre. Como ahora. La delincuencia campeaba en una ciudad que entonces contaba con 200 mil habitantes. En 1872 ingresaron en la cárcel 23 mil 813 reos, es decir, más de 10 por ciento de la población, sin contar los que no fueron aprehendidos. Unas cifras de verdadero horror. polémica en el liceo hidalgo El poema había sido publicado por primera vez el 19 de septiembre de 1872. Desde su aparición suscitó admiración y repulsa.Cinco meses más tarde,el 3 y el 10 de febrero,luego de leerlo, despertó en las sesiones del Liceo Hidalgo una polémica que levantó fuego. En la segunda sesión intervinieron Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra. La polémica sirvió a Acuña para afinar versos y estancias y perfilar correctamente “el sentido filosófico que las animaba”.
  • 49. 49 E N C I U D A D D E M É X I C O Desde luego, el texto discutido del que hablamos es “Ante un cadáver”, quizá el mejor poema del romanticismo tardío mexicano, y al cual Menén- dez Pelayo juzgó en 1893 como “una de las más vigorosas inspiraciones con que puede honrarse la poesía castellana de nuestros tiempos”. Y el críti- co enciclopedista, fervoroso católico, añadió con honradez: “Acuña era tan poeta que hasta la doctrina más áspera y desolada podía convertirse para él en raudal de inmortales armonías”. La contemplación de un cadáver en la plancha de acero permite a Acuña reflexionar sobre la dinámica del mundo. A diferencia de los bellos tercetos de “A los gregorianos muertos”, donde Ignacio Ramírez da a en- tender que luego de la muerte sólo hay el vacío y la nada, Acuña insiste en la innumerable transmutación de la materia. “El ser que muere es otro ser que brota”. Y en el que es quizá el pasaje mejor resuelto (el cual reproduce también Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana), el poeta habla al cadáver sobre la plancha y le dice que pronto volverá a la tierra. Y llega aun a imaginar escenas macabras que pueden acaecerle, pero que Acuña resuelve en versos como acordes: Y allí, a la vida en apariencia ajeno, el poder de la lluvia y del verano fecundará de gérmenes tu cieno. Y al ascender de la raíz al grano, irás del vegetal a ser testigo en el laboratorio soberano. Tal vez para volver cambiado en trigo, al triste hogar donde la triste esposa sin encontrar un pan sueña contigo.
  • 50. 50 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L En tanto que las grietas de tu fosa verán alzarse de su fondo abierto la larva convertida en mariposa, que en los ensayos de su vuelo incierto irá al lecho infeliz de tus amores a llevarle tus ósculos de muerto. Y en medio de esos cambios interiores tu cráneo lleno de una nueva vida, en vez de pensamientos dará flores, en cuyo cáliz brillará escondida la lágrima, tal vez, con que tu amada acompañó el adiós de tu partida. La existencia es pasajera pero nuestro cuerpo, como todo, sólo mudará de forma y sitio. Todavía el 20 de marzo de ese año, como contestación ca- tólica, el poeta Franz Cosmes publica en el diario El Siglo XIX un poema titulado asimismo “Ante un cadáver”. El 28 de abril Acuña es designado vicepresidente del Liceo Hidalgo. Cinco días antes el gobernador del Distrito empezó a circular con pro- fusión el decreto en que el presidente de la república comunicaba que el Congreso de la Unión había decidido otorgar a Benito Juárez el título de Benemérito en grado heroico, erigirle una estatua y fijar su nombre con letras de oro en el Congreso.
  • 51. 51 E N C I U D A D D E M É X I C O la seductora musa de la calle santa isabel Rosario dijo en 1923 a Núñez y Domínguez que conoció a Acuña en mayo de 1873 cuando éste tenía veintitrés años y ella veintiséis.16 El joven Acuña ya era una joven celebridad. El año anterior se había puesto en escena su obra El pasado y había publicado en periódicos poemas como “A Laura” y, el más celebrado por la crítica, “Ante un cadáver”. Los notables poemas presagia- ban los grandes poemas. Se conocieron –según contó Rosario a Amézaga (Poetas mexicanos)– en 1872, en la propia casa de la joven “con motivo de sus triunfos poéticos”. Pero de nuevo entramos a una casa quebradiza. En una de sus habituales modificaciones,Rosario contó a Núñez y Domínguez,31 años después,una nueva versión de los hechos: 16  Tengo la impresión de que la fecha es correcta. Quizá varios acuñistas han creído que se conocieron en mayo de 1872, porque en la entrevista con Núñez y Domínguez, contó que, después de una puesta en escena triunfal de El pasado, Acuña le llevó una de las coronas y la puso a sus pies. Imposible: ese triunfo apoteósico ocurrió el 9 de mayo de 1872, día del estreno. Pero a Rosario, como siempre, se le enrevesan fechas y acontecimientos y dice que eso ocurrió luego de la función donde fue primera actriz Salvadora Cairón, es decir, la fecha sería entonces el 16 de junio de 1873. Pero aquí surge un problema: dicha representación fue un fracaso. No hay prueba de que Acuña haya dado a Rosario una corona; sí la hay, en cambio, de que le dio una hoja de una corona de laurel, siendo la prueba un soneto, “Esta hoja”, que el joven adjuntó al poema autógrafo. El soneto deja traslucir que la hoja de laurel la ganó hace tiempo y con modestia explica que la corona se la otorgaron con esa benevolencia “con que el primer ensayo se perdona”, y aun agrega que la hoja le emociona “como en aquella noche” y que Rosario la vio nacer y se estremeció, como el poeta mismo, con “el encanto que produjo al rodar sobre la escena”. Si no entendemos mal, es una hoja de “aquella noche”, de la noche del estreno del 9 de mayo de 1872, y Acuña sugiere que Rosario asistió a la presentación. Pero aunque haya asistido, no significa que se conocieron; Rosario pudo hacerlo como simple espectadora. Y me parece que así fue. Basta ver que la fecha en el autógrafo del soneto es del 6 de junio pero de 1873. No existe nada antes. Nada tampoco sugiere, ni menos confirma, que Acuña haya tardado más de un año en enamorarse. Las fechas de los poemas guardados por Rosario son todos de 1873: “Nada sobre nada”, de mayo; “Esta hoja” y “A la luna”, de junio, y el “Nocturno” probablemente en septiembre. El folleto con el poema “La Gloria”, que recibió dedicado a Rosario, esta signado en octubre. Nada hay de 1872 ni de antes de mayo de 1873.
  • 52. 52 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Una noche fui de visita con mi madre y mi hermana Asunción a la casa del general Joaquín Téllez, gran amigo de mi familia. En tanto que ellas se entre- tenían platicando con la esposa del general,yo me dirigí hacia la sala,donde él [Téllez] estaba sentado en el sofá escuchando lo que un joven, de revuelta ca- bellera y nervioso continente le leía.Traté de no avanzar.Para no interrumpir- los pero don Joaquín exclamó al verme: “Adelante, Rosario, que voy a tener el gusto de presentarle a esta nueva gloria nacional que se llama Manuel Acuña”. Se saludaron de mano. El nombre de la calle donde Rosario residía entonces, Santa Isabel, provenía del convento e iglesia que cercaban la Alameda por el lado orien- te. Del otro lado, cercando el lado poniente, se erguían el convento y la iglesia de San Diego, en cuya plazuela existió el quemadero de la Inqui- sición. La exigua calle de Santa Isabel iba de Puente de San Francisco al Hospital de Terceros. El convento se asentó sobre los terrenos de un mer- cado, el tianguis de Juan Velázquez, “llamado así –escribe Luis González Obregón en el capítulo dedicado al convento en su México viejo 1521- 1899– porque en el rumbo que estuvo existió la casa de un indio principal de ese nombre y apellido”. Templo,convento y cementerio eran de las postrimerías del siglo XVII. El 26 de julio de 1681 la iglesia se abrió al culto. Un cronista colonial, Agustín de Vetancourt, en Tratado de la ciudad de México y las grandezas que la ilustran después que la fundaran los españoles, describe con emoción, en 1797, las bellezas interiores del templo, resaltando sobre todo las pinturas. Más de un siglo y medio después, en 1852 (Rosario tendría cinco años), se levantó el piso para evitar inundaciones en meses veraniegos y otoñales. Un trabajo infecundo; en 1861, con las Leyes de Reforma las monjas debieron dejar el sitio.
  • 53. 53 E N C I U D A D D E M É X I C O Miro una fotografía de época de la calle de Santa Isabel.Tal vez sea la única que exista. Data de 1855. Se ha reproducido en numerosas publica- ciones sobre Ciudad de México. Me detengo en la del libro de Guillermo Tovar y de Teresa La ciudad de los palacios: un patrimonio perdido. Al detallar la fotografía, el cronista refiere que en el sitio donde se hallaban el templo y convento se yergue el Palacio de Bellas Artes, y donde estuvo el cemen- terio se halla el estacionamiento. Que yo sepa, no hay una sola imagen que muestre completamente lo que fueron la iglesia y el convento. Enfrente, en vez de la casa de los marqueses de Santa Fe de Guardiola, se levanta el edificio Guardiola; donde había tres casas coloniales, se abrió Cinco de Mayo y se alzó, como una mole ominosa, el Banco de México, y donde se alzaba el Hospital de Terceros, hoy encontramos el Palacio de Correos. Son los antiestéticos regalos del porfiriato y del callismo. De seguro en una de las tres casas coloniales habitó la familia De la Peña y Llerena. En esa casa nació Rosario el 24 de abril de 1847, uno de los años más tristes y aciagos de la historia nacional. Rosario de la Peña y Llerena fue hija de Juan de la Peña y Barragán y de Margarita Llerena y Gotty. El padre entonces era dueño de la hacienda del Hospital en el estado de Morelos. La familia tenía recursos. Sin embar- go, por los años que la conocieron Ramírez, Acuña, Martí y Flores, el padre ya había muerto y los bienes familiares de fortuna se hallaban ostensible- mente disminuidos. Como en los casos de Acuña, Flores y López Velarde, la muerte prematura del padre golpeó con severidad la economía de la casa. La familia, compuesta por la madre y cinco hermanos, vivía eso que Borges llamaba la pobreza decente. Una prueba de la difícil situación familiar: en una carta, cuando Flores comienza a querer zafarse del compromiso matri-
  • 54. 54 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L monial con Rosario, el poeta, al comentar una escena de agresiones de doña Margarita Llerena contra los prometidos, y sobre todo contra él, escribe que doña Margarita, sintiéndose engañada y traicionada, lo ofendió: “¿No dijo, en fin, que se pretendía sólo burlarse de sus hijas, y esto porque no tenían padre y porque eran pobres?”17 ¿Cómo era físicamente Rosario? El primero en describirla y en desta- car que no era fotogénica fue el propio Manuel M. Flores en una carta del 29 de enero de 1879, donde se detiene, como lo haría Urbina una década más tarde, en su intenso perfil: Es tu bello perfil cleopátrico el que he visto en tu retrato, pero no eres tú... Hay algo en ti que no será nunca retratable, y es la expresión inteligente y espiritual de tu fisonomía, es ese reflejo de la llama del alma que resplandece en la mirada e ilumina la frente; ese no sé qué sin el cual la hermosura no tiene vida ni durable encanto. López Portillo escribió también que no era fotogénica, y lo creemos a pie juntillas. Salvo una fotografía de 1873, año del suicidio de Acuña, donde se mira a una joven preciosa, las otras dejan ver apenas la figura, henchida de voluptuosidad, que es fama que tuvo. Hay una de 1875, es decir, dos años más tarde, donde su rostro parece el de una matrona que linda en los 17  La vida de Rosario en esos años, en especial de 1873 a 1876, fue mucho eso: una hermosa joven de magros recursos, inteligente, sensible, culta y educada, que vivía del asedio de poetas tanto o más pobres que ella. Hay una historia curiosa y tierna que José Juan Tablada relata, con un sesgo burlón, en sus memorias (La feria de la vida), la cual ocurrió quizá a fines del decenio de los ochenta y que muestra la incurable fidelidad de Rosario al asedio y al amor de los poetas. Tablada solía acompañar al poeta José Bustillos, “delicado, frágil y vibrante”, desde su oficina, que se hallaba en Correos, hasta Puente de Alvarado, “donde vivía su novia, aquella misma Rosario Peña [sic], célebre por su singular atractivo sobre los poetas de dos generaciones”. Siempre una calle antes de la casa donde vivía Rosario, Bustillos “se despedía de mí, con precauciones de celos o de misterio, que me hacían sonreír”.
  • 55. 55 E N C I U D A D D E M É X I C O cuarenta. Precisamente en ese tiempo su presencia era un efluvio ardoroso y hacía escribir, más con la piel que con la pluma, a los poetas de la ronda. Su cuerpo era la viva imagen del deseo, y los hombres, al verla, contenían la respiración. López Portillo la detalló así cuando Rosario rondaba ya los setenta años: Por poco que se la observe encuéntrase en toda su persona, la razón de ser del influjo enloquecedor que ejerció sobre los poetas de su época. Es mujer alta, arrogante, y deben haber sido esculturales las formas. La expresión de su fisonomía es a la vez dulce y enérgica, y adivínase por la mirada de sus ojos y por el calor de sus expresiones que fue en la mocedad de temperamento vivo y apasionado. Sus retratos fotográficos no la favorecen […] Son bastante regulares sus facciones, pero su conjunto y expresión es lo que principalmente las embellece. Todavía en 1923, Núñez y Domínguez nota algo semejante en la anciana: Hay en el rostro, nimbado por la escarcha de la vida, la suavidad de líneas que recuerda la perfección juvenil de las facciones.En los ojos profundos perduran reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones. Añádase a esto algo que repitieron varios que la conocieron: la elocuencia y el aliño en la expresión, el gusto literario y su vivo interés de estar al día sobre lo que pasaba en la vida literaria. ¿Qué poeta sobresaliente, desde Ramírez, Prieto y Altamirano, hasta Peza y Martí, no visitó su casa? Desde los albores de su juventud Rosario conoció la terrible y angus- tiosa unión de amor y muerte. Su primer gran amor, Juan Espinosa y Go- rostiza, nieto del dramaturgo Manuel Eduardo Gorostiza, “joven apuesto, valiente, de buena sociedad, murió en un duelo con su amigo, el coronel
  • 56. 56 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L Arancivia”18 en 1868. El duelo tuvo lugar porque el coronel, en una ausen- cia de Espinosa, para incomodar a Rosario, comentó en broma ante ella y oyéndolos varios en casa de la familia De la Peña, que Espinosa se había ido a Oaxaca porque temía a una partida de rebeldes que merodeaban la Ciudad de México. Un testigo, de apellido Lombardo, comentó con Espinosa lo di- cho por Arancivia,y aquél,iracundo,sintiéndose deshonrado,desafió al ami- go.Arancivia se disculpó una y otra vez pero Espinosa no oía nada.Espinosa murió atravesado,con una estocada en el pecho en el valle de Mixcoac.Tenía 30 años. El cuerpo fue enterrado en el panteón de San Fernando, donde, en una placa de mármol que cubría un nicho, podía leerse: “Guarda su nombre entre el laurel la gloria,/ la amistad entre lágrimas su historia”. Rosario guardó luto varios años. Sobre la relación de Rosario y Acuña contamos con la exclusiva ver- sión, o mejor dicho, las varias versiones de Rosario. Cinco hombres las re- gistraron en distintos años: Luis G. Urbina en 1890, quien escribiría sus recuerdos de la visita a la casa de Tacubaya 27 años después en su Vida literaria en México; el peruano Carlos Amézaga, quien la oyó en 1892 y publicó notas y apuntes en su libro Poetas mexicanos (Buenos Aires, 1896); José López Portillo y Rojas, quien la entrevistó hacia 1917, pero cuyo libro, Rosario la de Acuña,se imprimió en 1920; José Castillo y Piña,quien oyó sus confidencias el 30 de agosto de 1919 y las publicó en Mis recuerdos en 1941, y Roberto Núñez y Domínguez, quien conversó también con ella en la casa de Tacubaya y publicó la entrevista en Revista de Revistas, el 9 de diciembre de 1923, nueve meses antes del fallecimiento de la mujer. 18  José López Portillo y Rojas, Rosario la de Acuña, pág. 56, México, 1920. La mejor descripción de los hechos se halla en el libro de Carmen Toscano, titulado también Rosario la de Acuña, tomando la información de un diario de la época.
  • 57. 57 E N C I U D A D D E M É X I C O Partamos de dos hechos incontrovertibles: Rosario jamás amó a Acuña ni fue la causa fundamental y directa de su suicidio, pero contra todo, lo quiera Rosario o no, lo niegue o no, alguna gota del cianuro funesto bebido por el poeta salió de su corazón. Rosario lo dijo muy bien a Amézaga: ella fue pretexto pero no causa, o para nosotros, causa menor o justificación romántica. Los más próximos sabían que Acuña, de muchas formas, ya se estaba despidiendo del mundo. En la carta del 14 de enero del año aciago, dirigida al abogado saltillense Ramón Espinosa, al comentar el viaje que éste hace a Saltillo, “la magnífica ciudad de los jorongos”, le dice que se alegra de ser cristiano todavía, porque si no fuera por el temor al infierno, ya no viviría. “Si no fuera por esto, te repito, tu desgraciado amigo hubiera muerto, ¡porque es mucho, muchísimo por cierto, lo que sufre y padece el pobrecito…!” El ultra citadísimo “Nocturno” no fue el último poema que escribió, como la leyenda o la ignorancia repiten, pues, como dejó en claro Juan de Dios Peza, ya circulaba tres meses antes de su acto terminal y aun los amigos lo sabían desde entonces de memoria. Y un ribete: Acuña, en su carta de suicida, no culpa a nadie. Por otro lado, para decirlo como Robert Musil, Acuña era un hombre casi sin atributos: muy lejos estaba de ser apuesto y su estatus económico era excepcionalmente precario. Vivía en un cuarto misérrimo de estudiante y andaba muchas veces, sin ninguna metáfora, con el estómago vacío. Pero ¿cómo era físicamente? En el artículo de 1897,Peza lo describe así: Lo recuerdo, como si lo viera, en la víspera de su fin trágico. Delgado de con- textura; con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alzaba rebelde el oscuro cabello echado hacia atrás, y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras; ojos grandes
  • 58. 58 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita oscura de largos faldones; rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra. Un médico y también hombre de letras que lo conoció, llamado, oh nueva coincidencia irónica, Manuel Flores (1853-1924), lo evoca así en 1895 en un artículo escrito con prosa terrible (“Manuel Acuña”): Al verlo andar se comprendía que debía tener alas. La naturaleza, al crearlo, descuidó lamentablemente sus condiciones de equilibrio. Le dio por base de sustentación dos muñones deformes, inadecuados a la marcha y a la estación de pie, siempre enfermos y siempre doloridos. No andaba: tropezaba. No ha- bía calzado para él posible y apenas toleraba se lo hormaban en una piña. Si Rosario fue víctima por muchos años de la condena popular por creerla la causa del suicidio, Acuña fue víctima de las mentiras y tergiversaciones de Rosario. Veamos una nueva: ¿Cómo fue el trato entre el poeta y su musa? Al peruano Amézaga,Rosario le dijo que recibió y trató a Acuña como amigo y agregó que lo quiso como podía quererse a seres como él: con ad- miración y cierto respeto. Asegura que nunca se dio cuenta del cariño del joven porque la trataba como a una hermana y siempre estaba alegre en su presencia. “Acuña19 –declaró– se manifestaba [como] un buen muchacho, contento de su felicidad y nada exigente”. Pero a López Portillo y Rojas le contó, veinticinco años después, exac- tamente lo opuesto. En la página 48 de su Rosario la de Acuña, José López 19  Siempre le dijo Acuña; jamás lo llamó Manuel. ¿Para no confundirlo o integrarlo con el otro Manuel?
  • 59. 59 E N C I U D A D D E M É X I C O Portillo y Rojas escribe algo que sólo pudo decirle la antigua musa: “La amó, en efecto, y ardorosamente se lo dijo en multiplicadas ocasiones, pero Acuña era reservado,de pocas palabras,huraño y melancólico”.En suma: ni la veía como hermano ni estaba alegre en su presencia. Muy enferma, Rosario confirma en agosto de 1919 a Castillo y Piña, que Acuña “la pretendió mucho”. Veamos: lo que en Amézaga era mero trato de hermanos, se convirtió en “multiplicadas ocasiones” en las confidencias a López Portillo y Rojas, pero con Castillo y Piña fue más allá: mientras Rosario mostraba al cura sus “valiosos objetos”, le decía (el subrayado es nuestro) que “infinidad de veces [Acuña] hablaba para que le correspondiera” y de continuo le man- daba versos, libros con dedicatorias, flores, laureles desprendidos de las coronas que le regalaban. Sin embargo, aclara Rosario, no le correspondió por varias razones: porque no le tenía cariño y porque era además (esta retahíla no la había dicho antes) “un descreído, un ateo, un vicioso, un infiel”. Guillermo Prieto, dice Rosario, fue quien le advirtió que Acuña tenía como amante a una lavandera y un hijo con “X” [Laura Méndez], de modo que cuando Acuña fue a declararle su amor se negó de forma definitiva y rotunda y adujo por qué. En ese momento supuestamente Acuña contó la historia de espantapájaros del velorio del padre de Laura. Aún más: a Núñez y Domínguez, en diciembre de 1923, le dijo que a las pocas semanas de haberse conocido, Acuña “le declaró su amor” pero ella repuso que sentía admiración por el poeta y amistad por el caballero, aun- que tal vez con el tiempo podrían modificarse sus sentimientos. ¿Dónde quedó el supuesto “hermano”? ¿Dónde quedó el desdén total? ¿Vicioso, infiel? ¿Qué entendería Rosario por “vicioso”? ¿Más allá de la bohemia
  • 60. 60 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L de la época y del abuso del mal café, cuáles serían los vicios de ese pobre joven que no tenía ni para comer al día siguiente? ¿Qué entendería por “infiel”? ¿Cómo pudo haberle sido infiel si nunca se dio entre ambos una unión amorosa? ¿O todo fueron exageraciones morbosas del doctor y cura José Castillo y Piña? el “nocturno” y sus leyendas Fue el poema mexicano más leído de fines del siglo XIX y principios del XX. Casi cincuenta años después de haberse escrito, López Portillo y Rojas concluía que “no ha habido en la república poesía más popular ni que haya sido más recitada que ésa”. In- numerablemente parodiado, es, sin embargo, tal la sinceridad, se oye de tal modo el grito del corazón, nos envuelve en su vuelo y sortilegio rítmico, que la pieza supera todos sus defectos, sobre todo de cursilería profusa, de pobreza de lenguaje y de rimas comunes. Sus versos aún nos estremecen, como si leyéramos en los versos la despedida de un amigo, una despedida que es, de manera figurada, también su despedida de una tierra que ya le resulta del todo ajena. Si bien no tiene la concentración verbal y la resolu- ción admirable de “A Laura” y de “Ante un cadáver”, el “Nocturno” posee una vibración que, leyéndolo en su contexto, hace temblar nuestras manos y nos crea un sentimiento de pérdida irreparable. Aun Menéndez Pelayo, que a todo encontraba reparos, reconoció que los versos del “Nocturno”, “aunque muy incorrectos, tienen toda la vehemencia y toda la angustia del momento supremo: es poesía que no puede leerse sin cierto terror y tras de la cual se adivina el próximo naufragio de la conciencia moral del poeta”. A su juicio sólo dos “ráfagas de genio” tuvo Acuña en su exigua
  • 61. I C O N O G R A F Í A
  • 62. 62 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L vida: el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Y trazó este admirable apunte melancólico: “En aquel niño tan infelizmente extraviado había el germen de un gran poeta”.20 No hay mayores complejidades en el “Nocturno”. Si de alguna manera pudiera resumirlo diría que es el poema del “Hubiera sido...” Dividido en diez octavas y medido en heptasílabos, la primera parte del poema es la de- claración de amor y la conciencia de la imposible reciprocidad, y la segunda, el orbe idílico que Acuña sueña y fantasea, y el cual consiste en la vuelta a la ciudad y la casa natales,donde Rosario y él se casarían en la iglesia saltillense y donde ambos, felices siempre, enamorados siempre, tendrían a la madre del poeta en medio como un dios.21 Es un poema en el que no podernos distanciarnos de los contenidos y no sufrir al figurarnos el drama inmediato. Pero Acuña no volvió a la pequeña Ítaca familiar, ni en compañía de Rosario ni solo, sino que decidió tristemente tomarse el derecho de morir y que su cuerpo formara parte, en la tumba, de la innumerable transforma- ción de la materia. una extraña tarde en la alameda Era diciembre. Eran los últimos días del otoño. Eran esos fríos días, más fríos aún entre los muros del edificio de la Escuela de Medicina. 20  Poesía hispanoamericana, capítulo I, págs. 154-156, Madrid, 1893. 21  Acuña fantasea con una vida provinciana, mediocremente doméstica, que no podía ser desde luego el ideal de la muchacha citadina. ¿Cómo figurarse que para la asediada joven de la capital las horas de esa vida serían hermosas y “dulce y bello el viaje por una tierra así”? Pero si se analiza bien el “Nocturno” se percibirá una segunda lectura donde Rosario pasa a un segundo plano. Es un poema de la culpa: el hijo no ha vuelto al terruño ni ha visitado a la madre en ocho años.
  • 63. 63 E N C I U D A D D E M É X I C O
  • 64. 64 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L El viernes 5, acompañado de Juan de Dios Peza, caminaron en la maña- na por las calles céntricas y en la tarde anduvieron por la Alameda. Leyeron juntos páginas de Les Feuilles de l’Automne de Victor Hugo. Viendo cómo caían a causa del viento las hojas de los fresnos y álamos, Acuña tomó una y la mostró al amigo: “Mira, una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo”.A continuación Acuña dijo de memoria su poema “La génesis de mi vida”(que se ha perdido) y dictó a Peza el soneto “A un arroyo”,y se lo dedicó de puño y letra. Peza afirmaba que fue el último poema que Acuña compuso. Permanecieron en la Alameda hasta la caída del crepúsculo y Peza lo acompañó a una casa de calle Santa Isabel. Se despidieron. Acuña lo citó a la una de la tarde del otro día advirtiéndole que si no llegaba en punto se iría sin despedirse. Le preguntó a dónde iba. –De viaje. la víspera en santa isabel 10 ¿Qué pasó esa noche? Sólo tene- mos el testimonio de Rosario,o mejor,los testimonios alterados de Rosario. Cuarenta y seis años después de la muerte de Acuña, Rosario, en palabras que suenan casi increíbles, le dijo al doctor Castillo y Piña que ella y su ma- dre,“principalmente esta última, le dieron consejos muy elevados, para que, sobreponiéndose a las ideas, se armara de valor y venciera las dificultades que tenía y llegara a ser un verdadero hombre”. Y añadió algo que parece más real: “Acuña estuvo más que de costumbre triste y poco comunicativo”. Sin embargo, cuatro años más tarde los hechos se revolucionaron en su memoria y dio una versión completamente distinta. En la entrevista de 1923 con Núñez y Domínguez ya no dijo que Acuña estaba “triste y poco
  • 65. 65 E N C I U D A D D E M É X I C O comunicativo”, sino que charló largamente con ella y que al final Rosario llamó a su madre para despedirse. Al momento de separarse le dio en la mano una carta, que Rosario leyó después en su alcoba. Acuña se despedía de ella “para siempre” y le rogaba que pidiera a su madre que lo perdonara, pues la veneraba como si fuera la suya. “No pensé ni por un momento que hubiera tomado la fatal resolución de arrancarse la vida y atribuía aquello a una de sus acostumbradas violencias en que hubiera decidido únicamente no volver a pisar las puertas de mi casa”. Es decir, en la nueva versión la madre no estuvo con ellos en la charla ni hubo los elevados consejos ni se tocó el tema del suicidio. ¿Acuña le dio una carta? Tengo mis dudas. Nunca la mencionó en sus anteriores versiones. Cuando Núñez y Domínguez le pregunta si puede verla, Rosario contesta que es tan íntima que no puede mostrarla. Sin embargo, todas las cartas de gran vehemencia íntima que le dirigió Flores, Rosario no tuvo a mal dárselas a Castillo y Piña, quien a su vez las prestó a Margarita Quijano Terán y a Grace Ezel Weeks. ¿Existió esa carta? ¿Por qué ni a Urbina, ni a Amézaga, ni a López Portillo, ni a Castillo y Piña se las mencionó? ¿Qué pasó esa noche? ¿Cuál fue el verdadero estado de ánimo de Acu- ña? ¿De qué hablaron? hospital de san andrés La mañana del día 6, Rosario estuvo es- perando que pasara Acuña, como solía hacerlo, luego de las prácticas en el Hospital de San Andrés. El hospital22 se levantaba donde hoy se yergue el 22  El edificio original se construyó para noviciado de la Compañía de Jesús. Se fundó en 1626. Desde 1778, luego de la expulsión de los jesuitas, el arzobispo Haro y Peralta logró que se convirtiera en hospital. La piqueta porfiriana acabaría demoliéndolo en 1905.
  • 66. 66 E N N O M B R E D E E S E L A U R E L MUNAL (Museo Nacional de Arte), frente al Palacio de Minería. Estaba apenas a una calle de la casa de Rosario. Un minuto a pie. Rosario pensaba que la decisión de Acuña de decir adiós no tenía por qué ser drástica. Ya podrían hablar y serenarse los ánimos. el cuarto número 13 El 11 de abril de 1859 el poeta, novelista y estudiante de medicina de veintidós años de edad, Juan Díaz Covarrubias, autor de las novelas La clase media y El diablo en México, salió del cuarto número 13 de los internos de la Escuela de Medicina para unirse en Tacu- baya a las fuerzas liberales de Santos Degollado. No regresaría nunca. El general conservador, Leonardo Márquez, junto con los generales Miramón y Mejía, en una de las páginas más ignominiosas de la historia mexicana, planificaron en el sitio una matanza donde no se excluyó a médicos y civiles. En el prólogo a la segunda edición de las Pasionarias (1882) de Manuel M. Flores, en estampas dolorosamente inolvidables, Altamirano evoca al grupo de estudiantes –Marcos Arróniz, Florencio María del Castillo, José Rivera y Río,Juan Mateos,Manuel Mateos,Juan Díaz Covarrubias,Manuel M. Flores, entre otros– que se reunía en el Colegio de Letrán hacia 1857 y 1858, para ventilar asuntos de política y literatura. En las discusiones, Ma- nuel Mateos, quien era alto, fuerte y de voz tonante, tomaba de conejillo de indias al delicado Juan Díaz Covarrubias,quien por lo bajo le contestaba con frases cortadas con el filo del cuchillo. “¡Cosa singular! –escribió Altamira- no–,aquellos dos jóvenes,el grande y hercúleo Manuel Mateos y el pequeño y pálido Juan Díaz Covarrubias, que estaban siempre en discordia, dos años después debían morir juntos y abrazados en el cadalso de Tacubaya”.
  • 67. 67 E N C I U D A D D E M É X I C O Con todo el fuego de la ira y la impotencia, el gran Ignacio Ramírez escribió sobre los sucesos un soneto aniquilador donde jura venganza eterna: Guerra sin tregua ni descanso, guerra a nuestros enemigos, hasta el día en que su raza detestable, impía no halle ni tumba en la indignada tierra. Lanza sobre ellos, nebulosa sierra, tus fieras y torrente; tu armonía niégales, ave de la selva umbría; y de sus ojos, tu luz destierra. Y si impasible y ciega la natura sobre todos extiende un mismo velo y a todos nos prodiga su hermosura; anden la flor y el fruto por el suelo, no les dejemos ni una fuente pura, si es posible ni estrellas en el cielo. Al morir Díaz Covarrubias, Acuña estaba por cumplir 10 años y vivía en Saltillo. Pero Acuña habitaría, según la memoria de Juan de Dios Peza, en el mismo cuarto, el 13, y tal vez escribió allí la pieza de homenaje “El poeta mártir Juan Díaz Covarrubias”,donde de manera emblemática construye al poeta veracruzano un altar y donde eleva su muerte a la altura del arte.Acu- ña leyó el poema el 6 de septiembre de 1873 en una velada que la Sociedad Concordia consagró al joven asesinado. Conocido al principio como el Tigre, Leonardo Márquez se inmorta- lizó inmundamente como el Carnicero de Tacubaya. Para Acuña era sim- plemente “el monstruo”: